eber en compañía, bien mirado, asépticamente mirado, es hasta saludable. Conoces gente, intercambias experiencias y aprendes a escuchar. En Arrasate, lo de soplar es ejercicio colectivo y en ocasiones, ¡ay!, hasta competitivo. Y allá cada cual. Lo que llama poderosamente la atención al visitante -si es que va bien asesorado-, es comprobar la solemnidad con que los arrasatearras emprenden el ejercicio ritual del poteo.

Quien esto escribe pudo comprobar -porque así se lo había señalado un compadre autóctono- que en Arrasate, un domingo, el personal sale a la calle bien mudado, quién sabe si de la misa mayor, y se va amontonando a la salida del Portalón, extramuros, en una especie de plaza irregular con bancos y arbolitos. Las gentes conversan en grupos, se van reuniendo las cuadrillas, todos con el rabillo del ojo puesto en el reloj de la Caja de Ahorros. En cuanto suena el campanazo de “la una”, como si alguien hubiera dado la orden, la marea emprende el camino del Portalón y se dispersa calle arriba como a la llamada del blanco, del vermú o del pincho de tortilla.

Las cuadrillas comienzan su trasiego a hora fija, que el final lo dará lo que el cuerpo aguante.

Esta propensión a la liturgia de los bebedores arrasatearras dio pie a esa celebración -no por reciente menos sentida- que cada primer viernes de octubre entroniza, venera y rinde honores casi heréticos a Maritxu Kajoi, una imagen de la Virgen que desde tiempo inmemorial dormía el sueño de los justos en una hornacina adosada a un muro de la parroquia, y que hubiera seguido durmiéndolo si los fervores de un borrachín no le hubieran sacado del anonimato.

Al borrachín en cuestión, allá por mediados de los 70, se lo encontró su cuadrilla desgajado de la barra y como transido, con el vaso mediado en brindis hacia aquella hornacina tan familiar, tan anónima, que casi formaba parte del paisaje cotidiano del poteo. “Va por ti, Maritxu Kajoi”, brindaba el achispado con lágrimas en los ojos, quién sabe si pidiéndole clemencia a la imagen, quién sabe si volcando en ella el goce de su dipsomanía.

Lo que siguió no fue más que un ejercicio de ingenio y una reafirmación sublimada del hábito soplador de las cuadrillas arrasatearras. A partir de entonces, nunca le faltan flores a Maritxu Kajoi en su hornacina olvidada de siglos; a partir de entonces, el tropel de bebedores se quita la boina a su paso y un guiño de complicidad y condescendencia cruza el aire.

Y cada primer viernes de octubre, son ya multitud los txikiteros que se concentran como pueden en torno a Maritxu Kajoi pidiéndole salud para seguir bebiendo, mientras la banda de música solemniza la herética liturgia del bebedor de fondo.