ontinuando con las conversaciones hermanadas cinéfilas y gastronómicas de la semana precedente, hay que remarcar, antes de nada, que la comida en el cine de Hitchcock tiene una gran importancia. Unas veces como elemento de distensión, y en otras como explicitación de un conflicto.

En cuanto al primer caso, son claros ejemplos los de Frenesí (1972) y El hombre que sabía demasiado (1956). En esta última, la comida en un restaurante de Marrakech (con el emblemático plato de tajín de pollo con limón y aceitunas) muestra con humor la diferencia de culturas y usos sociales, algo que gravita en toda la primera parte del filme, poniendo de relieve la futura indefensión de la pareja protagonista. Hay que decir que en el cine del inglés las secuencias más aparentemente intrascendentes esconden una finalidad y siempre hacen avanzar la acción otorgando nuevos elementos de conocimiento para el espectador en orden a ir ensamblando el típico "puzzle hitchcockiano".

En cuanto a lo conflictivo, podemos poner como ejemplo La ventana indiscreta (1954). La película, de una riqueza visual y temática que abarca varios estratos reflexivos, también nos da una visión caleidoscópica de la vida sexual del americano medio en forma de ventanas en las que se proyectan los deseos y la represión de uno de ellos. No es baladí que ese L.B. Jeffries (James Stewart) esté impedido físicamente, y también psicológicamente. Su relación con la perfección hecha mujer, su novia Lisa Freemont (Grace Kelly), tiene el contrapunto perfecto en ese patio vecinal en el que las diferentes ventanas se corresponden con las diferentes proyecciones de su represión afectiva. En Hitchcock, la comida tiene una pulsión sensual, e incluso podríamos decir que ejerce de sustitutivo del acto físico.

En esta obra maestra, el fotógrafo impedido, que es incapaz de descorchar la botella de un gran Montrachet borgoñés, contempla con embelesamiento el plato de haute cuisine: langosta Thermidor, con su ración de patatas paja, encargada por su glamurosa novia al icónico restaurante neoyorquino Club 21, al que Hitchcock dedica un inmaculado plano. De nuevo, el protagonista se muestra incapaz de hincarle el diente al marisco, tal como le sucede con la previsiblemente volcánica Lisa (una rubia aparentemente gélida de esas que tanto le gustaban al maestro británico). El plano final de esa secuencia nos muestra a Lisa entre dos candelabros, una manera de mostrar lo inalcanzable que deviene para su novio por su perfecta perfección pero, a su vez, podríamos decir que la perfecta diosa se ha quedado también a dos velas.

Mucho antes, en el período mudo, la cinta de ilustrativo título Champagne (1928) desvelaba en una secuencia las interioridades de un restaurante de lujo y sus hipocresías formales. Son fantásticos los planos en los que se nos muestra, paso por paso, el devenir de un bollo de pan en un restaurante de lujo, que pasa de ser cogido de un suelo mugriento por el jefe de cocina con sus pringosas manos, a ser servido elegantemente al ignorante comensal por el camarero, que se vale de guantes y pinzas.

La fina observación sobre los usos y costumbres sociales alrededor de una mesa también aparece en Sospecha (1941), en la que por la forma de comer una pechuga, parece que de codorniz, sabremos que el oficio de uno de los comensales no es otro que€ el de ¡forense!

En La sombra de una duda (1943) son recurrentes las reuniones familiares en torno a la mesa a las horas señaladas de las comidas, desvelando así la rutina habitual de una familia acomodada de una pequeña ciudad.

Por el contrario, en Psicosis (1960) no hay comidas alrededor de una mesa, no hay familia. Hay una huida hacia adelante de una empleada que roba una cantidad de dinero elevada de su empresa. Por eso, las comidas se reducen a unos tristes sándwiches que Marion Crane come con su novio en un mugriento hotel y después en el propio motel Bates, antes de tomar una catártica última ducha.

En Topaz (1969), entramos de lleno en el mundo de la política de bloques y por ello las comidas son distintas según se sea un alto funcionario de un país de la OTAN o bien un revolucionario castrista. Mientras estos últimos beben whisky malo en vasos sucios y utilizan los expedientes para envolver las hamburguesas (un detalle marxista, pero de Groucho), los diplomáticos franceses se ponen hasta las cejas de foie gras con Sauternes en una reunión, en un restaurante francés, con la oculta intención de descubrir a un espía. Mucho se habló del sesgo anticastrista del filme, pero los cubanos, a pesar de los pesares, son más de fiar que los diplomáticos de los países pertenecientes a la OTAN, tal como los presenta el cineasta.

Por último, uno de los ejemplos más señeros en cuanto a la querencia de Hitchcock por los motivos gastronómicos se nos aparece en Frenesí (1972), una de sus grandes obras maestras. Y no sólo porque la acción se desarrolle mayoritariamente en el mercado del Covent Garden londinense que Hitchcock conocía bien, ya que su familia tuvo un puesto de frutas y verduras en su Londres natal, sino porque las referencias gastronómicas puntean la acción de manera profusa, definiendo magistralmente la relación entre los personajes, en especial la del matrimonio del policía que lleva las pesquisas, al contraponer, con jocosos resultados, la culinaria afrancesada a la cocina tradicional inglesa, sobre todo cuando el inspector de policía pide un par de huevos fritos con salchichas para desayunar, despotricando del desayuno basado en un café acompañado con "un bollo relleno de aire".

Las desopilantes puyas hacia la cocina francesa de autor no dejan de tener algo de paradójico, habida cuenta de que fueron los críticos franceses, tal como hemos indicado anteriormente, los primeros que elevaron al director inglés a la categoría de autor. Es curioso, cuando menos, que Hitchcock la tome tanto con la cocina de autor como con la cocina francesa, términos ambos (autor, francés) muy ligados a la propia revalorización tardía del cineasta, como comentamos anteriormente. Premeditado o no, ello pudiera ser la revelación de un estado de ánimo en Hitchcock, y la película desvela que ese estado de ánimo no es otro que el malestar y desesperanza del propio Hitchcock hacia la especie humana, un escepticismo que cala en el espectador a pesar de las carcajadas que provocan en los espectadores los gestos del policía contemplando los repugnantes platos que le sirve su esposa.

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía