uando se han cumplido 40 años (en concreto, el pasado 29 de abril) de la muerte del gran Alfred Hitchcock, queremos rendir nuestro modesto homenaje a ese genio del cine desde un punto de vista gastronómico. Pero, antes de nada, quiero aclarar el motivo de nuestro titular, que bien pudiera haber sido: ¡Silencio, se come y se bebe! Y es que este artículo nace de las conversaciones cinéfilas y gastronómicas mantenidas con mi hermano Federico (así como con otros colaboradores de un servidor como el amigo Anxo Badía), durante nuestros respectivos confinamientos: él en Madrid (con su mujer e hija), y nosotros en Irun.

En esta misma sección, hace ya un tiempo, durante unas fiestas navideñas, decíamos: "(€) De lo poco que recuerdo gratamente de estas fiestas, al margen de las cuchipandas, cada vez menos pantagruélicas, ya que no paramos de zampar en todo el año, son las tertulias posteriores que giran en torno al tema culinario, algo que hemos llamado, con algo de cachondeo, Comida forum. Es decir, seguir hablando de comida y vinos, después de ponernos hasta las trancas. El otro tema, siempre presente, aunque suene pedantillo, es charlar de cuestiones culturales, sobre todo de cine, ya que son los días en que coincidimos familia y amigos de verdad con un cinéfilo de aúpa: mi hermano Federico. No se pierdan sus Divagaciones cinéfilas (en fcorcu.blogspot.com) que son, sin pasión fraternal alguna, canela fina".

Vamos, que mi hermano, parafraseando al buen amigo y estupendo chef Félix Manso, "es una enciclopedia (de cine en este caso) con patas". Volviendo al tema que nos ocupará este y un próximo artículo, conviene dejar claro que Alfred Hitchcock, uno de los directores de cine más conocidos de todos los tiempos, no siempre fue reconocido. En su época de máximo esplendor, aunque su cine era adorado por el público, estaba considerado por la mayoría de críticos de cine de la época como un buen técnico especializado en el suspense (fue bautizado como "el mago del suspense"), pero para nada como un gran director al que prestar la mínima atención crítica. Esta situación empezó a ser revertida cuando unos cuantos jóvenes críticos de la revista francesa Cahiers du Cinéma (Truffaut, Godard, Chabrol, Rohmer, etc.) convirtieron su figura en uno de las piedras angulares de una teoría fílmica que llegó a ser conocida como "la política de los autores".

Desde entonces, su figura se ha ido engrandeciendo para convertirse en uno de los directores más admirados y reverenciados por espectadores de todo tipo y, junto con algún otro, uno de los que han logrado servir de puente entre cinéfilos de diversas generaciones. Incluso en las actuales redes sociales encontramos perfiles que imitan al orondo inglés reviviendo su figura 40 años después de su muerte, una muerte física que contrasta con la vigente y eterna pervivencia de su obra fílmica.

Hitchcock, hombre de orden (por más que intenten mancillar su honor post mortem algunos y algunas mediocres) y poco dado a los eventos sociales y a los bienes materiales, tenía dos aficiones señeras: una, como no podía ser de otra forma, era el cine; la otra, como puede adivinarse por su oronda figura, fue la gastronomía. No hace falta más que observar su perímetro para colegir que entre sus virtudes no destacaba precisamente la de la frugalidad.

Por referencias bibliográficas y numerosas declaraciones propias, sabemos de su inclinación por las comidas copiosas, el vino y los puros habanos, amén de por las rubias de aspecto glacial, no sabemos si en ese orden, y que revelan al orondo director como un epicúreo de primera magnitud.

Sus biógrafos han destacado su pasión por la cocina casera y también su desmedida afición a la bebida, acrecentada por el transcurrir de los años y la tenencia de una espléndida bodega propia con una selecta variedad de caldos.

Como dato anecdótico, entresacado del libro que el donostiarra José Luis Tuduri consagró al Festival de Cine de San Sebastián, destaca que en su única visita al todavía bisoño Festival en el año 1958, en su sexta edición, con motivo de la presentación mundial de su película Vértigo (considerada por la revista Sight & Sound en su encuesta de 2012 como la mejor película de la historia del cine), fue llevado a comer al histórico Casa Cámara de la localidad guipuzcoana de Pasajes de San Juan y allí todos quedaron boquiabiertos con el apetito de Hitchcock, el cual se metió entre pecho y espalda nada más y nada menos que una ración entremeses, lenguado, un grandioso turnedó con guarnición, arroz con leche, café y un puro de quitar el hipo.

Y eso que, la víspera, tras su llegada a Donostia, según las crónicas locales e internacionales también "comió copiosamente en la sociedad Gaztelubide". ¡Ah! Y en su periplo de esos días, incluyendo la zona de Iparralde, visitó una pastelería en Biarritz y se comió un helado en Baiona.

Así, no es de extrañar que en muchos de sus rodajes se quedase dormido siendo despertado por los propios actores a los que dirigía, aunque bien es cierto que el director llevaba tan bien estudiada la planificación y el guion que el rodaje era para el director británico la parte más aburrida en la elaboración de una película.

Por ello, los motivos gastronómicos no son difíciles de encontrar en su filmografía (como también sucede en la de uno de sus aventajados alumnos, el anteriormente mencionado Claude Chabrol, quien superando en ello a su maestro, no dudaba en elegir las localizaciones para sus películas en base a su proximidad a los restaurantes con estrellas Michelin. Continuará€

Crítico gastronómico y premio nacional de Gastronomía