donostia - Aunque nació y ha vivido siempre en Donostia, este “urbanita” ha dedicado su vida a recorrer los montes, caseríos y chabolas de Gipuzkoa y el resto de Euskal Herria recopilando información, historias, leyendas y objetos relacionados con la vida pastoril. De las paredes de su casa cuelga una fotografía de Leizaola con su mujer y sus hijas junto a Joxe Migel Barandiaran y José María Satrustegi, a la entrada de un despacho o cueva lleno de objetos, publicaciones, archivos y notas testigos (al igual que más de 350.000 negativos de fotografías y millones de fichas rellenadas) de toda una vida dedicada a la investigación del director del departamento de Etnografía de la Sociedad de Ciencias Aranzadi. A sus 74 años y a pesar de un desgarro en el tendón de Aquiles que le sigue molestando, continúa con el trabajo de campo: “Si no salgo un día a la semana al monte estoy muy cabreado, necesito salir”.

Recibir un premio por su trayectoria como el Manuel Lekuona, ¿le hace pensar en jubilarse?

-No. Llevo desde hace 59 años en la Sociedad de Ciencias Aranzadi y sigo con las mismas ganas, aunque con menos energías, porque los años pasan. Pero tengo muchas cosas que hacer todavía y no las voy a poder hacer todas.

¿Sigue también haciendo trabajo de campo?

-Sí. No subo a las cumbres, yo ando por donde andan los pastores, las ovejas, las vacas, las yeguas y ese mundo de la cultura pastoril, que es lo que sigo investigando. Me encanta la soledad del monte, me lo paso en grande y tomo cantidad de datos, estoy en silencio, haciendo lo que quiero hacer, tomando notas, sacando fotografías, haciendo un croquis...

Mi mujer y mis hijas me han ayudado, pero la investigación la hago solo, es la única forma de centrar a tu informante. Paso dos, tres, cuatro días solo en el monte: duermo en la boca de una cueva que conozco, en una borda, debajo de un árbol o antes también colgado de una hamaca.

Después de tantos años, ¿sigue habiendo cosas por descubrir?

-Sí, siempre. No hay día que salga al monte y no vuelva con al menos 20 o 25 fichas de campo de datos que he tomado. Hay que hacer un minucioso trabajo por cuadrículas e ir tachando cada una que recorres. Si no, no conoces nada.

¿Quedan cuadrículas por tachar?

-Sí, Gipuzkoa es muy pequeña, pero es muy complicada de conocer. Tiene valles, vallejos, recovecos que no conoces. No te quiero ni decir si hablamos de Euskal Herria: son 20.000 kilómetros cuadrados.

En estos años ha sido testigo de un cambio radical en la forma de vida de los pastores.

-Como si le diéramos la vuelta al calcetín. En los años 60 había chabolas en Andia, Urbasa, Aralar, Aizkorri... en las que el pastor se iluminaba con un candil de acetileno o aceite. Ahora hay placas solares, teléfono móvil, 4x4, ordeñadora automática, prensa hidráulica... Antes era otra cosa y ese mundo casi se ha agotado: los que eran mis informantes cuando yo empecé, tenían treinta y tantos años. Ahora, los amigos que viven tienen 93 o 94 años.

¿Son amigos más que informantes?

-Sí, sí. No se puede llegar donde el informante, intentar que dé todos los datos y luego si te he visto, no me acuerdo. Hay que mantener esa amistad, volver, saludarle, conocer a su familia, llevarle una fotografía que le has hecho... Eso es necesario para una buena investigación de campo, hay que integrarse en una investigación participativa.

¿Quedan restos de ese mundo?

-Quedan algunas cosas. Y se ha intentado mantener alguna majada tal y como estaba hace 50 o 60 años, para que las generaciones posteriores puedan ver cómo era: en Aizkorri, en Oltza, se ha dejado la antigua chabola y los anejos que utilizaba Agapito Oiarbide, de Zegama. Su hijo también fue pastor y ahora está su nieta, Mari Paz Oiarbide.

Significa que hay cierto interés por conocer cómo vivían los pastores hace años.

-Hemos avanzado algo a nivel cultural y hay personas que se dedican a saber cómo era nuestra forma de vida antigua y ancestral. Yo concretamente me he dedicado a la vida pastoril, economía de montaña, a estudiar caseríos que han sido en otro tiempo casi autárquicos o a artesanos que fabricaban objetos para los pastores, que eso también está cambiando: no hay más que ver las ferias de artesanía. Los yugos pasan a ser objetos de decoración, a veces se les tiene respeto y los dejan tal cual, pero otras veces decoran un restaurante o sagardotegi, le ponen unos cuernos de vaca y cuelgan la ropa. Estás prostituyendo el objeto, que en sí ya es bello.

Pero si no, muchos de esos objetos desaparecerían.

-Un recipiente como el kaiku, en sí ya es una pieza bella, no hace falta hacerle nada.

¿Por qué es importante conocer esa forma de vida?

-Nosotros no hemos nacido por generación espontánea, somos el producto de muchas generaciones y su cultura tradicional nos ha llevado a este momento. Esas cosas son las que han condicionado que tú llegues hasta esto. Hay que tener un respeto con todos esos objetos que son propios de nuestra cultura.

Cuando llegó a Aranzadi, empezó en el ámbito de la espeleología. ¿Qué le atrajo de la etnografía?

-Nosotros éramos urbanitas, no sabíamos dónde estaban las cuevas, teníamos que preguntar y el casero de cada zona te explicaba que había alguna por allí. Contacté así con un mundo rural que no conocía.

Durante aquella primera etapa en Aranzadi trabajó más de 30 años con Joxe Migel Barandiaran.

-Era el presidente honorario de la sociedad y director del departamento de prehistoria y arqueología en el que yo recalé. Tenía entrada en su casa, cuando me casé también solíamos ir con mis hijas. Y trabajé con él en muchas reuniones, cursos... Tuve una relación de amistad con él y también con Julio Caro Baroja, con el que me encontraba mucho en la emblemática librería Manterola, que cerró hace pocos años y que tenía auténticas joyas de bibliófilo, libros antiguos que eran imposibles de encontrar de otra manera.

Han sido el eslabón que ha recogido el testigo de un mundo que desaparecía.

-Hay muchas personas que se han dedicado a estas cosas, tanto en Gipuzkoa como en otros territorios, hay revistas especializadas... Pero sí, hemos sido notarios, hemos registrado los datos de un mundo que se estaba terminando y sobre todo de un mundo oral que desaparecía. Ahora a veces personas mayores me cuentan leyendas, les pregunto por ellas y me dicen que lo oyeron en la televisión. La transmisión oral que se hacía antes se ha perdido, han entrado la televisión, los teléfonos móviles...

En estos nuevos tiempos, ¿hay interés en la etnografía? ¿Hay un relevo generacional en este campo?

-Es complicado. Hay muchos jóvenes licenciados en Historia, Geografía o Bellas Artes... Algunos se acercan a Aranzadi buscando trabajo. Les digo que primero se deben empapar de lo que se hace, plantear luego un proyecto y si parece viable, se presenta a las instituciones. Ya no los vuelvo a ver.

¿Las nuevas tecnologías han cambiado también la forma de investigar? ¿El trabajo de campo?

-Yo soy autodidacta en el trabajo de campo y he ido mejorando a base de prueba-error. Ahora llevo unas fichas que son autocalcables: tengo dos copias y dos entradas para ponerlas en categorías diferentes. Hasta llegar a eso, usaba papel de calco negro. También hay que llevar metro, linterna, altímetro, brújula... El magnetofón, antes era enorme, ahora es una grabadora pequeñita. Y la cámara de fotos digital también ha supuesto un cambio: ¡La cantidad de dinero que he gastado en revelados, en negativos, en copias!