"NO sé muy bien lo que es una fundación. Las fundaciones me huelen a otra cosa de lo que yo en realidad quiero hacer. Lo que quiero tener es un lugar que pueda ser visitado por la gente. Este espacio es abierto, la gente se puede mover...". Como una profecía, recogida en una entrevista a mediados de los años 90, la posición que Eduardo Chillida expresó en una sola frase resume lo que ahora se revela imposible: un formato convencional para un museo singular. Quizá, demasiado.
El viernes, de forma unilateral y, según la Diputación y el Gobierno Vasco, desleal, la familia del escultor anunció el cierre definitivo de Chillida Leku. El gesto pasará a la historia como un órdago o como un testamento en función de lo que las instituciones comuniquen, "tras una reflexión serena", la próxima semana. Si dan por imposible el acuerdo sobre la gestión del museo hernaniarra, y no se encuentra una fórmula, al estilo del Chillida Lantoki de Legazpi, que está impulsado por una fundación de carácter mixto, Chillida Leku habrá durado menos tiempo abierto al público del que se invirtió en su concepción.
El origen del bosque de esculturas se remonta a hace 30 años y una circunstancia accidental. A finales de 1981, muere el marchante Aimé Maeght. Chillida comercializaba toda su obra a través de la galería parisina de Maeght y, al fallecer éste, decidieron no continuar trabajando en exclusividad con sus sucesores.
En ese momento surge la idea de guardar su obra, en principio temporalmente, en algún lugar cercano a Donostia que funcionara como almacén y taller. En 1983, descubren en Hernani Zabalaga, un caserío del siglo XVI. En una entrevista realizada a principios de la década pasada, antes de que el Alzheimer profundizara en su acecho, Chillida contó que "el lugar era de unos amigos, de la familia Goikoetxea, era como un bosque, no se veía ni el terreno. Vi esta casa abandonada completamente, él llamaba palacio a una villa que hay en la orilla de principios de siglo, y yo le dije que el palacio era este. Con el tiempo le compramos la casa y poco a poco le fuimos comprando las once hectáreas". Sin tener una idea clara de en qué se transformaría después, el escultor comenzó la restauración de este palacio en ruinas, tratándolo como si fuera una obra de arte más, "sin prisas, sin presupuestos, escuchando al edificio lo que quería ser", menciona la memoria del museo. Mientras tanto, empezó la instalación de las obras más grandes por el jardín.
Catorce años después del hallazgo, en 1997, el baserri, que conservaría el nombre de Zabalaga, se estaba rematando y las piezas escultóricas convivían con la naturaleza. El 16 de septiembre de 2000 se abría finalmente Chillida Leku en una pomposa inauguración, pero con el escultor ya cercado por la enfermedad. Moriría dos años después.
Aunque, como recoge su libro de visitas, esas once hectáreas han preservado su espíritu. "Pasear por Zabalaga es sentir que Eduardo Chillida está todavía con nosotros" , escribió el arquitecto Rafael Moneo. El actor Ian McKellen hablaba de una experiencia que subrayaba la vida, que "nunca olvidaría"; y el astronauta Michael López-Alegría mostraba su respeto por "un hombre que no necesita viajar al espacio para apreciar la profundidad".
En busca de un perfil de visitantes más amplio, a partir de 2004 el museo intensificó la programación de actividades paralelas (conciertos, celebraciones), aunque siempre condicionadas a un criterio de encaje con la filosofía del museo.
Suspicacias
Menor repercusión social
Entre la exposición -de inevitable carácter permanente- y estas propuestas, la media del número de visitantes en estos años superaba los 250 diarios, una cifra notable para un museo en Gipuzkoa, pero insuficiente para evitar el déficit que no está dispuesto a sufragar la familia. En varias ocasiones se planteó la posibilidad de las muestras temporales para incrementar la afluencia, pero los Chillida siempre se han negado a que su padre compartiera espacio con otros artistas, salvo que fuera en un terreno anexo (como Lore Toki).
Algo que el propio escultor había descartado. Con motivo de la exposición de su obra en el Museo Guggenheim de Bilbao en 1999, dos años antes de la inauguración del museo, a Eduardo Chillida le preguntaron si habría lugar en ella para presentaciones temporales de otros artistas. Su respuesta fue: "De momento, no. Aunque podría tomarse una decisión en el sentido de abrir la fundación a otras cosas. Ahora, igual me tendría que buscar otro sitio para mí".
Desechada esta y otras vías, se ha llegado al cierre definitivo que, curiosamente, ha tenido menor repercusión social que la clausura temporal, que revolucionó las redes sociales, multiplicó las reacciones y las peticiones de intervención. Podría explicarse por el carácter efímero de las protestas contemporáneas, en los que el compromiso con una cuestión devora al siguiente en cuestión de horas; o, simplemente, porque el sorpresivo anuncio se conoció un viernes al mediodía y pilló a contrapié a medio mundo. Pero es probable que el asunto se observe ahora como un tira y afloja entre la familia y las instituciones en el que muchos no quieren inmiscuirse (el viernes varios artistas y personalidades del mundo de la cultura vasca consultados por este periódico declinaron pronunciarse sobre el tema). A nadie le pasa por alto las suspicacias que ha despertado la postura de la familia en la negociación.
Eduardo Chillida decía que las cosas pasaban por algo y que ocurrían a su debido tiempo. Dentro de unos días tal vez sepamos por qué.