Un rodaje accidentado afectado por los coletazos de la Covid, una segunda parte retrasada más de la cuenta, una sensación crepuscular de final de partida, un argumento con ecos provenientes de las siete entregas anteriores y un Tom Cruise eterno, decidido a seguir a toda costa, determinan lo que Misión imposible: sentencia final encierra en su interior.

Misión imposible: Sentencia final

Dirección: Christopher McQuarrie

Guion: André Nemec y Josh Appelbaum a partir de ‘Misión imposible’ de Bruce Geller

Intérpretes: Tom Cruise, Hayley Atwell, Ving Rhames, Simon Pegg y Esai Morales

País: EEUU 2025

Duración: 169 minutos

De entrada su director, Christopher McQuarrie, se enfrenta al guion más desestructurado de cuantos había realizado. El equilibrio salomónico entre acción, intriga y desarrollo dramático se olvida de la tercera condición. En consecuencia, apenas hay tiempo para los meandros emocionales; todo está dicho y Cruise se conforma con someterse a un más difícil todavía. La primera parte había alcanzado un clímax resonante, en su desenlace, casi media hora de un tren a la carrera condenado a despeñarse, parecía la plasmación del Locomotive Breath de Jethro Tull.

En el techo de esa locomotora condenada, Ethan Hunt (Tom Cruise) se enfrentaba a Gabriel (Esai Morales) en el guion más simbólico que nunca. En su querencia por el retruécano y lo imposible, en esa sentencia final, la IA devenida en una especie de AntiCristo, regaba un relato preñado de oscuras explicaciones al servicio de un McGuffin más oscuro que complejo, más rimbombante que brillante. Así las cosas, el duelo del héroe humano, ahora en el desenlace convertido en el depositario de la amenaza total, el nuevo mesías, empieza con largas explicaciones sembradas en tierra estéril solo listas para comer palomitas.

Si ese arranque farragoso y especulador carece de atractivo, ahí están un par de larguísimas secuencias, el paseo por el submarino ruso hundido, el Sebastopol, y las acrobacias aéreas en dos avionetas de poco fuste, sobre todo la del agua, que resultan ser los minutos más estimables de un filme que no mejora su primera entrega. Queda ese carácter antológico y alguna sorpresa de reencuentro que sirve para sostener el ¿último? capítulo de una saga comercial millonaria nacida de una vieja serie de la televisión de los 60.

A Cruise los años le han acartonado el rostro, pero no afectan a su voluntad de arriesgarse hoy más que nunca. Tras esa máscara, late una despedida anunciada que no duda en volver a recordar al espectador que la tercera guerra mundial podría pasar en cualquier momento. En este caso, una presidenta de los EEUU encarnada por Angela Bassett refuerza la idea de que en el caso de la realidad USA, la de Donald Trump, la verdad del cine resulta más estimulante que la mentira de la vida.