Aprovecho el primer día de descanso del Giro para echar cuentas con lo sucedido durante estos días en el mundo ciclista, en la carrera rosa y lejos de ella. La sospecha generalizada de que la ronda italiana iba a ser un monólogo en varios actos de Pogacar se cumple. Sólo Vingegaard, y quizá Evenepoel o Roglic, pueden hacerle sombra. Sin ellos, el único enemigo de Pogacar es él mismo. Y por eso, a pesar de su superioridad, anoto que no está todo zanjado en el Giro. Desperdicia mucha munición por una forma de correr juvenil, donde parece que tiene que demostrar cada día, en cada cota, en cada sprint, que no tiene rival. Un comportamiento que recuerda al del adolescente que busca la hazaña permanente para ser el gallito del grupo. O, en términos sexuales, el pavoneo, henchido de testosterona, ante la necesidad de acometer la conquista. Pero no es el caso porque ya sabemos que es el mejor en Italia, y no necesita esos alardes. Aunque como espectadores lo disfrutemos. Recuerdo que Marino Lejarreta, salvando las distancias, cuando empezó, ya al final de su carrera, a realizar buenos resultados en el Tour, decía que era porque había aprendido a ser humilde ante esa gran prueba, a tenerle respeto al Tour. Sólo entonces pudo dominarla. El Giro es largo, con la alta montaña acumulada al final, en el norte, donde suele hacer tanto frío en las cumbres que se convierte en un adversario más, y si las fuerzas se han malgastado y no hay reservas puede jugarle una mala pasada.

Hablé recientemente de La Vuelta femenina, y este fin de semana hemos podido disfrutar, en la Itzulia de mujeres, del mejor ciclismo, con las mismas protagonistas y, de nuevo, la holandesa Demi Vollering me recordó a Indurain. En un final muy parecido al de la Klasika de Donostia, rompió la carrera en la subida a Mendizorrotz, un puerto corto que hace mucho daño por su acusada pendiente. Sin ponerse de pie sobre los pedales, intensificando el ritmo, descolgó a todas las demás. Es otro estilo, distinto del ataque demoledor, del hachazo, pero diría que más majestuoso, como el del gran corredor navarro. Muestra la simbiosis cuerpo-máquina, dando como resultado una imagen plástica de la eficacia, que se convierte en belleza. Si se inventara un ciclista autómata de plena funcionalidad racional sobre la bici, donde cada fuerza fuera aplicada para un fin específico, sin ninguna pérdida marginal de energía, ese autómata sería como Induran, o como Vollering. 

Otro asunto, más triste, ha sido el atropello por un camión en carreteras catalanas, mientras entrenaba, del gran corredor costarricense Andrey Amador. Ha salvado la vida, y todo queda en una rotura de tibia y peroné, que no es poca cosa, pero visto cómo ha quedado su bicicleta, un amasijo de tubos rotos y aplastados, parece un milagro. Éste es un mal endémico que padecemos los ciclistas en la carretera, por muy buena ley de tráfico que haya. La solución final llegará cuando haya suficientes carriles bici como vías alternativas por todo el territorio, porque la diferencia de envergadura entre vehículos y bicis hace que sea incompatible, racionalmente, su convivencia en una misma vía. Además, las carreteras, todos lo sabemos, sacan lo peor de la persona que va al volante. Justificándose en su prisa es capaz de cometer todo tipo de imprudencias: si ve un ciclista le pasará rozando y nunca le cederá la preferencia en un cruce, casi siempre es así. A veces los ciclistas cometen también irregularidades pero, sabedores de su desigualdad de fuerzas, éstas son las menos. Todos, al volante, debiéramos contagiarnos de sosiego y perder las prisas para evitar tentaciones peligrosas. Andrey es un enorme corredor, hecho aquí, pues antes de pasar al profesionalismo se fogueó en 2008 en el equipo navarro Lizarte, con el que ganó la famosa subida a Gorla, en Bergara, y una etapa el Tour del Porvenir, en el que terminó quinto al final. Fue el primer ciclista centroamericano en ganar una etapa en una de las tres grandes vueltas, y lo hizo precisamente en el Giro, en 2012, Es un extraordinario corredor, un todo terreno que, por sus limitaciones en los grandes puertos, se ha ido orientando hacia el papel resignado de ser un gregario, pero uno de los gregarios selectos que desean los jefes de fila. 

La historia personal de Andrey es muy interesante y quizá el gusanillo del ciclismo le llegó del Este por vía materna. El abuelo de Andrey era un comunista gallego. Emigró a Costa Rica con su esposa desde la Galicia franquista. Rodolfo, padre de Andrey, nació allí, y, como hijo de comunistas, obtuvo una beca para estudiar en la URSS, donde conoció a la madre de Andrey, Raisa Bikkazakova. Allí se enamoraron, se casaron y allí nació el hermano mayor de Andrey, mientras Rodolfo todavía era un estudiante. Cuando Rodolfo acabó la carrera de ingeniero agrónomo, regresó con Raisa a Costa Rica. Aunque Andrey se hizo ciclista en Centroamérica, cuando leo su apellido, Bikkazakova, y pienso en su biografía, me acuerdo de aquellos ciclistas del otro lado del telón de acero, Szurkowski, Souko, de los que a menudo he escrito; campeones de otro tipo de deporte, que hoy está, no sé si olvidado o derrotado.