Ola de calor, incendios forestales descontrolados y emisiones récord. Tres fenómenos que coinciden este verano y que revelan algo más profundo: un deterioro ambiental acelerado con impactos directos sobre nuestras vidas.

No se trata solo de temperaturas extremas que alcanzan los 45°C en algunas zonas. Se trata de un sistema colapsando. Los incendios en Portugal y otras regiones del sur de Europa ya han movilizado a miles de bomberos. Las emisiones contaminantes de estos fuegos han batido récords históricos. Y las consecuencias económicas y sociales son incalculables: destrucción de cosechas, evacuaciones, tensión en los servicios públicos, restricciones al uso del agua o la energía.

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La convivencia se resiente. Los más vulnerables, como ancianos o personas sin acceso a refugios climáticos, sufren en silencio. Algunas capitales ni siquiera cuentan con espacios públicos adaptados. ¿Cómo protegernos si el entorno urbano no está pensado para sobrevivir a este tipo de crisis?

Estamos normalizando lo anormal. Lo que antes era una excepción hoy es rutina. Si no se actúa con urgencia, no habrá sistema de salud, economía ni sociedad que lo resista.

La emergencia climática ya no es una advertencia, es una realidad. Y está desbordando nuestras capacidades de respuesta.