Llevamos ya mucho tiempo hablando de la polarización que sufre nuestra sociedad pero, quizá, no nos hayamos detenido a reflexionar sobre lo que nos estamos dejando por el camino. La crispación, el hartazgo, la división, el famoso y tú más son sólo algunos de los efectos perversos de este fenómeno al que llamamos polarización.
Pero, detrás de ella, hay otras cuestiones de fondo que pasan más desapercibidas. Por ejemplo, ¿Quién va a poner freno a este proceso? En plena Guerra Fría el mundo se metió en una carrera de armamentos sin control y sin fin. Tardamos tiempo en darnos cuenta que por ahí no llegábamos a ninguna parte y que en algún momento habría que desandar tanta desconfianza y defensividad hacia el otro porque caminábamos hacia “el borde del abismo”.
La polarización es un cáncer silencioso que va dañando los pilares de nuestras democracias. Siembra desconfianza hacia el otro y las instituciones. Nos divide en bloques y nos hace creer que sólo los míos poseen la verdad; que mi bloque no es responsable de lo que está pasando.
Nos cierra a la realidad, nubla nuestra mirada, nos incapacita para poder ver puntos de encuentro y zonas en las que el mundo y la vida se abren camino, muchas veces, a pesar de nosotros. Nos asienta en la superficialidad y entretiene para no atender lo importante.
Va habitando en nosotros un discurso oscuro, beligerante, cada vez más subido de tono. Y al final de ese camino asoma uno de los mayores enemigos del hombre y la historia; viejo conocido de lo peor de nuestra existencia: el odio.
No hace falta señalar a dónde nos puede llevar este odio. Urge empezar ya a desandar este camino. Y nos toca a cada uno, desde su sitio, sin olvidar que todos tenemos responsabilidad en lo que está pasando.
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