Era sordo de un ojo, pero gozaba de una estupenda visión en ambos oídos. En las siete calles era conocido como Macuto. Parecía lelo, pero no. Sintonizaba susurros y se iba con el cuento a buscarles rédito. Tan a menudo, que le vieron las cartas tiempo atrás y, en realidad, lo utilizaban unos y otros para enviarse recados de naturaleza dispersa y en onda corta. Él lo sabía y se dejaba. Y así, si uno estaba dispuesto a aceptar la oferta que rechazó la noche anterior, compartía reflexión cerquita de Macuto en la barra de un bar, y con una copa para tragarse el orgullo, que es un plato que sale muy caro para lo indigesto que resulta. El telégrafo humano apuraba el vino y salía pitando a darle vida al rumor. Y cuando volvía a la barra, entre canciones de gramola, soltaba otro. Macuto murió de largo, con la cara de lelo que ocultaba su talento, masticando un chisme que aún tuvo tiempo de soplar al aire. Y haciendo cátedra. Tuvo un negocio seguro. Siempre habrá gente en el bar. Y rumores en el aire.