Viendo las imágenes de las masivas movilizaciones en defensa de Kukutza y la cerrazón represiva y sorda de esos destructores de sueños, me ha venido la imagen de Tupac Amaru, rebelde condenado a morir descuartizado por cuatro caballos.
No es exageración, pese a que la crueldad de aquel caso, hace ya tres siglos, no pueda compararse con los numerosos heridos por porras y pelotazos.
Me refiero a la imagen de una Kukutza condenada a terminar descuartizada por la cerrazón y sinrazón de los de siempre, imagen del castigo hecho espectáculo, de la prepotencia desmedida de los de arriba contra los de abajo. Después de despertar miles y miles de indios de aquel soporífero sueño del yugo español, un día de 1781, el jefe rebelde José Gabriel Condorcaqui entró en Cuzco, encadenado, apaleado, insultado.
Tras descuartizar su cuerpo, sus pedazos fueron paseados por los pueblos que habían sublevado. Fueron quemados y sus cenizas arrojadas al aire, para que de ellos no quede memoria. Una vez más, aquellas cenizas volvieron a juntarse y otros jóvenes rebeldes volvieron a tomar el nombre de Tupac Amaru. Igual que Kukutza. Seguro que ya está en marcha.