Oksana Lezhnina no puede evitar las lágrimas cuando recuerda su salida de Irpin en compañía de su hija Natasha y sus dos nietas. “Lo primero que quería hacer era coger a los niños, salir y buscar un sitio más tranquilo”. Son las palabras de esta ucraniana que rememora “con horror” el momento en el que empezó la invasión rusa. Kseniia Vynnychenko hizo lo propio desde Byshgorod. Lo hizo en compañía de sus tres hijos (Kristina, Eldar y Kyrylo). “Era mi única posibilidad de salir del país. No tengo marido y soy madre de tres niños”, sostiene entre lágrimas. Su salida la realizó en compañía de otra amiga, que tenía familia en Francia. “Salimos en un coche dos mujeres y cinco niños. Hemos hecho cerca de 3.000 kilómetros. Ella se quedó en Francia y nosotros vinimos a esta zona”.

Son las impresiones de estas dos familias ucranianas alojadas en Larraña Etxea, en Oñati. Un centro donde, en estos momentos, están acogidas un total de 17 personas procedentes de Ucrania. No todas quieren hablar. “Necesitan un tiempo para situarse”, explica Arantza Chacón, directora de Zehar Errefuxiatuekin. “Intentamos ofrecerles un lugar seguro, poder respirar, que han llegado a un lugar amable. Estos primeros días son de descanso, de conocer a los que estamos acogiéndoles, a las 110 personas residentes. También nos preguntan cómo podemos ayudar a los familiares que se han quedado atrás”, explica la directora de Zehar Errefuxiatuekin.

“La situación es muy difícil. Nuestra ciudad, Irpin, está llena de sodados rusos que están destruyendo los edificios. La gente tiene mucho miedo”, asegura Oksana Lezhnina. “En trece días, del lugar del que venimos, han muerto 50 niños”, reconoce entre lágrimas. En el infierno se han quedado su marido, su yerno y un hijo. “Hemos podido hablar con ellos por WhatsApp y sabemos por lo que está pasando, pero, de momento, están bien”, suspira. “Ayudan en la evacuación de las mujeres y de los niños. También ayudan a la población a ir a los lugares más tranquilos”, comenta. Kseniia, por su parte, teme por la salud de su madre. “Estoy pendiente de ella. Está obligada a estar en un sótano y no puedo hacer nada por ella”, lamenta. “Me siento débil e impotente. Si no puedo hacer nada, me siento impotente por no poder ofrecerle ninguna oportunidad”, subraya esta ucraniana, desolada por cómo se están desarrollando los acontecimientos. “No sabemos qué va a pasar el día de mañana”, sostiene.

“Pensábamos que esta guerra innecesaria no iba a ser real”, afirman al unísono. “El día 24 mi esposo me avisó que Rusia estaba empezando a invadir el país. Yo no me lo creía, tenía la esperanza de que no fuera real”, explica Oksana, un deseo que finalmente no se cumplió. “Cuando salimos, lo hicimos con muy poco, con ropa para las criaturas y unas cuantas monedas”, reconoce. “Cuando empezaron a caer las bombas, sentíamos mucho miedo. La niña tenía mucha fiebre”, recuerda Kseniia. "Era un camino muy largo, pero era la única solución", declara.

Agradecidas de por vida

La situación es tan angustiosa que, estando a miles de kilómetros de la guerra, se sienten culpables. Y lo explica Oksana: "Me siento culpable de que yo, nosotras, estamos aquí bien protegidas, dormimos bien, vemos sonrisas y otros niños y personas viven momentos duros". Pese a todo, se muestra "muy agradecida" por la ayuda recibida. De la misma opinión es su compatriota Kseniia: "La adaptación de los niños es adecuada. Han hecho amigos nuevos de otras partes del mundo. Y, lo más importante de todo, es que los niños se sienten protegidos de la guerra, Gracias por ofrecernos un hogar, una ayuda y que los niños no echen en falta nada", agradece. "Empezamos a sentirnos un poco mejor gracias esta actitud positiva", finaliza.