o acudirá Mikel, mi proveedor de mermeladas artesanas, porque se recupera de una exitosa intervención cardíaca -una válvula-, consecuencia colateral de una reciente operación de próstata. Hábil en la cuidadosa selección y mezcla de cítricos amargos con precisión de alquimista hasta obtener el sabor deseado, ha constatado que los hombres, como la fruta, comienzan a estropearse por el rabo. Lo del corazón, lo más fácil, ya le han solucionado.

En la mañana del 29 de abril, recibí el SMS invitándome a seleccionar cita previa en la web de Osakidetza para la vacunación. Me asignaban hora y lugar. Me recordó a una reunión de quintos.

Aunque haya precedentes anteriores, con Felipe V, a inicios del XVIII, el servicio militar era obligatorio y uno de cada cinco varones, el "quinto", debía servir en el ejército. El País Vasco estuvo exento de esta contribución hasta la pérdida de los fueros con la firma del Tratado en Oñati, el 31 de agosto de 1839, entre los generales Maroto y Espartero, de infausta memoria. Curiosamente, también estuvieron exentos los albéitares, antecesores de los veterinarios. Los "quintos", especialmente en los pueblos, eran una categoría social. Ser "quinto", imprimía carácter. Sin ser ni familiar ni amigo, se le suponía una cercanía, un trato diferencial. Aunque en las grandes ciudades se difuminara bastante. Ahora, a las cenas de quintos, que todavía se celebran en algunas localidades, van también quintas y me imagino que quintes. Pues bien, los alrededores de Illunbe se convirtieron en el escenario de una fiesta de quintos, con sus efusivos saludos y bromas.

Eran las cinco en punto de la tarde. Hora lorquiana y trágica de un domingo. La plaza de toros de Illunbe, convertida en vacunódromo según la jerga de los medios de desinformación públicos. Voluntariosos los agentes de Movilidad. Generoso el despliegue de recursos de DYA. Faltaba un bus lanzadera. Gentío como si de un cartel de figuras se tratara. Y lo era. Nerviosismo entre el respetable que busca su puerta. Unos minutos de cola y trámite administrativo. Silencio. Suena el solo de trompeta de Nerva. Una joven enfermera de precario contrato, con duende, mucho oficio y valiente, citándome en corto, me aplicó el garapullo de AstraZeneca al quiebro. Impecable la ejecución de la suerte, tirita incluida, con limpieza y rapidez. Se armó el taco. El público puesto en pie prorrumpe en clamorosa ovación que nos obliga a saludar desde los medios. La banda de Deba remata el pasodoble de Manuel Rojas. Tarde de triunfo. Un cuarto de hora en observación bajo la discreta mirada de las voluntarias de DYA, por si se produjera alguna reacción alérgica y abandonaba el recinto por la puerta grande a hombros.

A un amigo, por justificadas razones de movilidad, le vacunaron en el coche. Al llegar a casa, un SMS me asignaba fecha y hora para la segunda dosis si no se producen cambios por criterios políticos, claro. Visto lo visto, uno se muestra satisfecho de pagar impuestos. Calidad en el servicio. El sistema funciona. Olé Osakidetza.

No hay vacuna mala. Todas son buenas y seguras si están autorizadas por la Agencia Europea del Medicamento (EMA). Sólo hay políticos malos, que hacen dudar de los técnicos buenos. El mayor causante de trombosis es el covid-19 en las personas no vacunadas. Y tienen mal pronóstico. La clave para la formación de los trombos, en una persona por millón, se encuentra en una proteína denominada Factor plaquetario 4 (FP4), que, en raras ocasiones, el sistema inmunitario la considera extraña al organismo y trata de neutralizarla generando unos anticuerpos que ocasionan esa trombosis acompañada de un descenso del número de plaquetas, precisamente las células encargadas de formar coágulos. Esos anticuerpos generados se pueden detectar en el laboratorio del hospital y se utilizan para controlar un trastorno similar, muy raro también, desencadenado por la heparina. Detectado a tiempo, el problema se resuelve con inmunoglobulinas, sin dejar secuelas. Si en los próximos quince o veinte días tras la aplicación sufren dolor de cabeza, dificultades al hablar o al caminar, pérdida de fuerza o sensibilidad, visión borrosa o alterada, consulten con su médico. Pero sólo entonces.

Peor suerte tiene el colectivo de dos millones de empleados públicos esenciales, entre ellos mi hija, vacunados con la primera de AstraZeneca y ahora víctimas de un secuestro por parte de Moncloa disfrazado de ensayo clínico, a la espera del resultado que se espera a finales de este mes a favor de la segunda inoculación con Pfizer, en contra del criterio técnico-científico de la EMA y de la mayoría de las sociedades científicas independientes. Un nuevo servicio que prestan a la sociedad, que nadie les reconocerá. Otra manipulación de la gestión de la pandemia con fines políticos, poco exitosos, según se ve en Madrid. Y todo por un mal cálculo del gurú donostiarra Iván Redondo. De aquel polvo murciano, con perdón, estos lodos madrileños.

Un estudio de Matan Levine y colaboradores del Instituto de Tecnología de Israel, publicado en Nature Medicine el pasado 29 de marzo, sobre la disminución de la carga viral después de la inoculación con la vacuna de Pfizer que extiendo a otras presentaciones, a propósito de los efectos de las vacunas, afirma que, pasados unos 20 días de la primera inoculación, los vacunados tienen una carga viral menor y, por lo tanto, menos posibilidad de transmitir el virus, tienen una mínima posibilidad de enfermar de coronavirus y otorga protección cruzada al resto de la población, es decir, si no se vacunan los niños, como de momento ocurre, cuantos más adultos estemos vacunados, inmunidad de rebaño superior al 80%, menos posibilidades tienen de contagiarse. De momento, nada cambia respecto al uso de la mascarilla y las medidas de prevención.

Hoy, domingo, almejas con arroz, salmonetes al horno y manzana asada. Tinto Azpilicueta. Un escocés The Glenrothes de 10 años para ver la policiaca francesa.

Uno se muestra satisfecho de pagar impuestos. Calidad en el servicio. El sistema funciona