n tema un tanto árido que, en ocasiones, exigirá un acto de fe por parte del lector no especializado en inmunología. Lo mismo que pedía aquel párroco eibarrés cuando hablaba a sus fieles del concepto de la fe, creer lo que no se ve, comparándolo con la lata de melocotón en almíbar -melokotoi pote-, no lo vemos, pero, sin embargo, está dentro.

Todos los seres vivos, al nacer, traemos de fábrica una serie de células, los leucocitos o glóbulos blancos de varios tipos que, ante un agente extraño, intentarán eliminarlo. Se trata del sistema inmunitario natural que, pasado un tiempo, activará otra red de seguridad, el sistema inmunitario adquirido, más sofisticado y que, a diferencia del primero, dispondrá de una memoria inmunitaria que le permitirá "fichar" a algunos agresores y desencadenar una respuesta si los vuelve a detectar. Este sistema es la base de los efectos de las vacunas. A veces, el sistema falla y entramos en el campo de las inmunodeficiencias o de las enfermedades autoinmunes. Tanto en el sistema inmunitario natural, como en el adquirido, tiene importancia la lactancia natural. Los glóbulos blancos del tipo B -linfocitos B- transportan los anticuerpos o inmunoglobulinas, cuya misión es neutralizar o destruir a los "malos" -los antígenos- que se han colado en nuestro organismo. A este proceso se le conoce como inmunidad humoral y es el principal mecanismo de defensa contra los microbios extracelulares, o sea, todas las bacterias y las toxinas que pudieran elaborar. Existen cinco tipos de inmunoglobulinas (Ig), pero señalaremos dos, las IgG e IgM, por su importancia en los test rápidos.

Sabemos que los virus no siguen las mismas pautas que las bacterias, es más, los virus no son seres vivos, se introducen en las células del organismo o en las bacterias y en su interior se replican -no se multiplican- y muchas veces, mutan. Mientras los virus se encuentran en el interior de las células, están protegidos frente a esos linfocitos B. Para estos casos, hay otro tipo de glóbulos blancos más especializados, los linfocitos T, que eliminan las células infectadas. A este fenómeno se llama inmunidad celular. La buena.

Los linfocitos T maduran en la glándula timo que tenemos todos los mamíferos desde el nacimiento hasta pasada la adolescencia. En gastronomía corresponde a las "lecheras, mollejas o litiruelas". En los adultos se acumulan en el bazo y los nódulos linfáticos "ganglios" y su inflamación nos hará sospechar de una infección en la región cercana a ellos (anginas, ingles, axilas). En la pelea con los antígenos, algunas células T mueren y otras se transforman en células T "de memoria", muy rencorosas porque no olvidan fácilmente, que permanecerán en nuestro organismo durante mucho tiempo, circulando por la sangre y la linfa, actuando como una vacuna natural. Por eso, no es tan importante tener más o menos cantidad de anticuerpos, como disponer de una cantidad suficiente de células T "de memoria" de este virus, que en caso de reinfección actúen con celeridad. Una vacuna ideal debería generar anticuerpos -respuesta humoral- y muchas células T de memoria -respuesta celular-, y en lo que respecta a las tres vacunas existentes en este preciso momento en el mundo occidental y las dos indias, la vacuna de Oxford y AstraZeneca, producida bajo licencia por el Instituto del Suero de la India, y la Covaxin, elaborada por la empresa local Bharat Biotech, nadie sabe si producen también inmunidad celular a largo plazo, pero sospechamos que no.

La intervención de las células T de memoria explicaría la existencia de personas que, habiendo pasado el COVID-19 carecen de anticuerpos, pero presentan inmunidad frente al virus porque acumulan células T de anteriores resfriados comunes y que ahora reaccionan contra el SARS-CoV-2 dando lugar a una inmunidad cruzada. Sin embargo, según publicaba recientemente en Science Immunology Annika C. Karlsson, del Karolinska Institutet de Estocolmo, las células T, en lo que a este coronavirus se refiere, presentan todavía algunas incógnitas, a las que hay que añadir los esfuerzos que realiza para despistarlas con mutaciones que tratan de inhibir sus respuestas.

Hasta hoy, han contabilizado alrededor de 4.000 mutaciones en la proteína de pico (acto de fe), pero es muy probable que solo una minoría sea importante y cambie el virus de manera apreciable. Estas mutaciones resultan útiles a los epidemiólogos -ahora a cualquier médico se le titula epidemiólogo-, que las utilizan a modo de código de barras para monitorear los brotes. Además, las mutaciones que hacen que los virus sean más infecciosos, no necesariamente los hacen más peligrosos. Sin embargo, las vacunas que se están administrando producen anticuerpos contra muchas regiones de la proteína de pico, por lo que es poco probable que un solo cambio haga que la vacuna sea menos eficaz, lo que no quita para que, con el tiempo, a medida que ocurran más mutaciones, quizás sea necesario retocar la vacuna. Esto sucede con la gripe estacional, que muta todos los años, y la vacuna se ajusta en consecuencia. El virus SARS-CoV-2 no muta tan rápido como el virus de la gripe, y las vacunas que hasta ahora han demostrado su eficacia en los ensayos, son tipos que pueden modificarse fácilmente. Si al lector le han quedado claros estos conceptos, tenga la seguridad de que sabe mucha más inmunología que la inmensa mayoría de los opinadores, tertulianos y miembros de comités de expertos.

Salvadas las navidades, nos toca a todos tomarnos en serio la pandemia porque nos adentramos en la tercera ola. Mientras continúo con mi confinamiento blando a la espera de mi vacuna, a este paso un par de años, degusto los cuatro quesos ecológicos de leche de vaca que fabrican unos jóvenes emprendedores en el caserío guipuzcoano Etxeberri Goikoa de Olaberria y comercializan bajo el nombre de Behieko en el mercado semanal de Ordizia e Internet, regado con unas copas de Juanita nuestro aparduna brut nature de Alkiza.

Las mutaciones son útiles para los epidemiólogos, que las usan a modo de código de barras