- Su último libro Pandemocracia: Una filosofía de la crisis del coronavirus (Galaxia Gutenberg) lo escribió durante el confinamiento con el propósito de ofrecer un marco conceptual adecuado que pudiera explicar lo que está pasando. Una vez más, su filosofía para y desde la ciudadanía es un ejercicio de honestidad y responsabilidad que desmenuza la naturaleza de la crisis del coronavirus, una condición necesaria para tomar las mejores decisiones.

¿Qué rasgos caracterizan el momento que vivimos?

-Esta crisis tiene lugar en un contexto que podríamos llamar posmoderno, de sociedad del riesgo, en la cual hay un volumen tal de interdependencias, de interacciones, de comercio, de comunicación, de información que la hace imprevisible. Se da la paradoja de que un riesgo que nos iguala a todos revela al mismo tiempo lo desiguales que somos, provoca otras desigualdades y pone a prueba nuestras democracias.

Dedica el libro a quienes nos cuidan.

-En la sociedad civil es donde se encuentra la verdadera fortaleza cívica que ahora se pone de manifiesto en fenómenos como la gente que cuida en los hospitales o mantiene los suministros necesarios para la supervivencia. Lo más esperanzador de esta crisis es que ha puesto encima de la mesa el valor de los cuidados. Ahora somos conscientes de que las profesiones del cuidado eran más importantes de lo que pensábamos. Esto tiene que conducirnos hacia una gobernanza sostenida en el tiempo que cuide los servicios públicos, se ocupe de lo común y de los más vulnerables.

¿Ha faltado previsión y capacidad de reacción?

- Sin duda. La política ha fallado en la previsión y la identificación de la crisis, que llegó en un momento de grave crisis institucional y con la confianza bajo mínimos (entre los actores políticos y entre la ciudadanía y sus representantes). En el plano global, con unas instituciones completamente inadecuadas para hacerle frente (sin medios económicos, sin legitimidad o mandato claro). Y en Europa, con una cacofonía creciente, que la pone a prueba, con una primera reacción muy mezquina, pero que aprende con rapidez y corrige con la mutualización de la deuda o el reconocimiento de que nos jugamos algo en común.

¿Qué señales hemos pasado por alto?

-Venimos encadenando crisis desde los años 80 (Chernóbil, la caída del muro de Berlín y el cambio geopolítico que produjo, la crisis económico-financiera, la del euro, la de las empresas .com, el cambio climático) que deberían haber hecho que nuestros sistemas políticos fueran más capaces de desarrollar una gobernanza estratégica anticipatoria y dedicar mayores esfuerzos a la prevención, a la anticipación del futuro previsible que pudiera resultar de nuestro modo de vida. En los años 80 vivía en Alemania y tuve ocasión de trabajar con uno de mis maestros, Ulrich Beck, sociólogo fallecido recientemente, que en medio de la crisis de Chernóbil escribió un libro magnífico, que recomiendo vivamente, La sociedad del riesgo, en el que hace un análisis que posteriormente se ha acreditado como muy razonable y duradero. Ya entonces argumentó que las fronteras protegían muy poco.

¿Por qué esta incapacidad sostenida en el tiempo?

-Nuestros sistemas políticos están focalizados casi exclusivamente en la gestión del presente. Las crisis emiten señales larvadas, latentes, a las que nadie -ni gobiernos ni ciudadanos- prestamos atención. ¿Qué nos está pasando? Que somos una sociedad que solo reaccionamos ante el peligro inminente, visible, mortal; que estamos muy distraídos en el presente más inmediato; que hacemos caso a lo más ruidoso y no prestamos atención al sufrimiento del mundo, a las crisis incoadas. Esa sería la gran revolución de la política: traer el futuro al momento presente como el gran incentivo para actuar.

La respuesta inicial de algunos gobiernos fue quitarle importancia.

-Ha habido una incapacidad colectiva de entender lo que estaba pasando. Lo agudo y lo crítico para una sociedad como la nuestra era que, si no hacíamos nada, el coronavirus iba a provocar el fallecimiento de muchas personas en un periodo muy corto de tiempo, que iba a sobrepasar la capacidad de nuestros sistemas sanitarios ya muy debilitados por una política de recortes que viene de la crisis anterior. Nos ha costado entender que es una crisis más simétrica que asimétrica, que nos afecta a todos y que requiere de estrategias de cooperación entre sistemas políticos que, desgraciadamente, están diseñados para el combate y la competitividad.

¿Hemos corregido acertadamente el rumbo?

-A pesar de las primeras dudas, la interpretación posterior que se ha hecho de esta crisis ha sido mucho más equitativa, más mancomunada. Y desde luego, la vía de salida y de transformación es, a mi juicio, la correcta. El gran problema está en la implementación de medidas para que la transición ecológica y digital no genere nuevas discriminaciones. El confinamiento ha aumentado, por ejemplo, la desigualdad en educación y quien antes iba mal, ahora va mucho peor. No basta con repartir ordenadores entre los escolares.

Trump y Bolsonaro llegaron incluso a negar la evidencia.

-Han hecho una gestión errática de la crisis, en parte movida por su desprecio al conocimiento, a la ciencia. Trump gestionó su propia enfermedad de una manera pedagógicamente nefasta porque defendió que esto era una cuestión de resistencia, de fortaleza, y que había que ser valiente, como si el hecho de ser tratado por veinte médicos y trasladado al hospital en helicóptero no implicara una evidente desigualdad con respecto al altísimo número de afroamericanos fallecidos. Algo tendrá que ver esta crisis con las condiciones de vida.

El triunfo de Biden en EEUU, ¿es un aviso a navegantes? ¿Qué va a pasar con los sistemas populistas?

-Siempre he pensado que, al menos en un primer momento, la crisis sanitaria iba a golpear muy duramente el prestigio de líderes políticos de tipo populista como Trump, Bolsonaro o el primer ministro húngaro Viktor Orbán por tres razones. La primera, por su desprecio a la ciencia que, aunque no tiene certezas absolutas, es la que mejor sabe cómo tratar las pandemias. La segunda, porque chocan con el valor de lo público, un vector muy importante en esta crisis sanitaria. El populismo suele entender el espacio público como una relación vertical de una persona providencial hacia una masa indiferenciada y lo que ha puesto de manifiesto esta crisis es que allá donde hay inteligencia colectiva, grupos, equipos de trabajo, instituciones, se resiste mejor su embate. La tercera, por su desprecio a la idea de comunidad global.

Una comunidad global no debería acaparar vacunas para los más pudientes.

-No tengo ninguna duda de que las vacunas van a ser un tema de disputa nacional. Es más, de disputa de ricos contra pobres. Pero la clave es que consigamos lo que se denomina la inmunidad de rebaño. Es decir, en esta crisis hay una dimensión simétrica en la medida en que cualquiera puede contagiarse y asimétrica porque algunos saldrán antes y mejor. Estos dos elementos van a chocar. Confío más en la inteligencia, en el interés propio bien entendido, que en la generosidad.

La emergencia sanitaria ha justificado el recorte de derechos y libertades. ¿Están legitimados los gobiernos para hacerlo?

-Tienen legitimidad en determinadas condiciones y por un plazo limitado de tiempo. Pueden hacerlo en una urgencia de tipo sanitario, siempre que las medidas se subordinen a la consecución del objetivo. No pueden aprovechar la crisis para arrebatar de paso otras libertades como está pasando en Hungría. La limitación de libertades en los países constitucionales y democráticamente sólidos puede ser discutible, pero hay una justificación, se hace dentro de un marco, para un periodo limitado de tiempo y con una lógica determinada. En todo sistema político, y en general en la vida, cuanto menos prohibamos mejor. Es más, la buena educación consiste precisamente en que los sujetos adquieran autonomía y sentido de la responsabilidad. Esto pasa también a nivel social.

¿Qué nuevos significados adquieren la libertad y sus límites en tiempos de pandemia?

-En los últimos meses han cobrado fuerza movimientos que entienden que la libertad no puede ser condicionada, regulada, limitada por las autoridades, ni siquiera en tiempos de pandemia. Esta idea de libertad individual es dañina y perversa porque, de alguna manera, da a entender que los sujetos somos individuos aislados, autosuficientes, que no podemos mostrar vulnerabilidad y confiar en los demás. Hay una clase pudiente y aventajada que se sustrae así de las obligaciones comunes.

¿Este libertarismo está también calando en nuestros entornos?

-Hay una cierta importación del modo de entender el sujeto y su relación con la sociedad muy individualista que viene de Estados Unidos y que ha crecido aquí en entornos ideológicos, especialmente de extrema derecha, que han comprado este idea tan regresiva de un sujeto que tiene que trabajar por su propia autosuficiencia y sustraerse de las obligaciones de lo común. Pero la salida a esta crisis debe ir en la dirección contraria.

¿Somos ahora más generosos?

-Lo que ha pasado en Madrid me parece muy significativo. Cuando estalló la crisis, el Gobierno de Isabel Ayuso pidió ayuda a las grandes fortunas. No me parece mal, pero yo no quiero una sociedad de donantes sino de contribuyentes. Apelar a la caridad en momentos de crisis es un modelo que creíamos ya superado por un Estado de Bienestar y de cuidados institucionalizado. No estamos hablando sólo de generosidad, sino de obligaciones mutuas en una sociedad bien constituida.

Se está cuestionado la capacidad de nuestras democracias para gestionar la crisis.

-Algunos defienden que los sistemas autoritarios o tecnocráticos son más eficaces. Es curioso cómo en medio de este debate, a los gobiernos democráticos se les ha planteado una doble crítica contradictoria. Se les ha dicho que tenían mucho poder y, al mismo tiempo, que tenían demasiado poco. Las democracias son sistemas de gobierno mejores desde el punto de vista de los valores, sin duda, pero también porque las decisiones que toman son más inteligentes. En China, el médico que alertó de la existencia del virus fue encarcelado como un propagador de noticias falsas. ¿Preferimos esto a un sistema político que integra esas alertas y no desalienta el debate público acerca de lo que debe hacerse? Todo se va a poner a prueba en esta crisis, incluida la misma democracia que se enfrenta al enorme desafío de mostrar que protege mejor a la gente sin poner en cuestión sus libertades.

¿Lograremos que la política no se contamine por intereses partidistas?

-Nos va a costar mucho porque la dimensión competitiva de la política está absolutamente exagerada. La oposición va a utilizar la crisis para derribar al Gobierno porque hay una gran desconfianza en que la vida institucional tranquila y pacífica produzca cambios. En España, los socialistas llegaron al poder tras los atentados de Atocha y lo perdieron como consecuencia de una grave crisis económica. Es decir, se ha instalado en el subconsciente colectivo la idea de que la manera de acceder al poder es a través de una crisis bien aprovechada. Eso genera relaciones de desconfianza brutales que vamos a pagar muy caro.

Hemos pasado de una gestión centralizada a la cogobernanza. ¿Cuál debe ser la distribución de competencias óptima para salir de la crisis?

-Es muy importante que el Gobierno de España entienda que las transformaciones necesarias se tienen que hacer de una manera equilibrada y compartida, con mecanismos de cooperación. Si tiene que pasar por un cuello de botella centralizado, no se va a lograr. Creo que ha habido una gestión inicial de la crisis torpemente centralizada porque el Estado, que no tiene competencias en materia de sanidad, pretendió ejercer una autoridad vertical y se vio absolutamente sobrepasado. En el ámbito de la educación o de la sanidad, que llevan ya muchos años gestionándose autonómicamente, una recentralización sería absolutamente impensable y disfuncional.

¿Qué impacto tendrá la pandemia en las relaciones internacionales? ¿Cómo afectará al proceso de globalización?

-Creo que la salida a la crisis se verificará en términos de una mayor globalización. Europa tenía muy poca capacidad de gestión porque los Estados no se la habían dado. No tengo ninguna duda de que tendremos una Europa, desde el punto de vista de la prevención sanitaria y la gestión de riesgos, más fortalecida. La gobernanza global va a necesitar de un rediseño de instituciones como la Organización Mundial de la Salud, ahora débil, mal financiada y con poca legitimidad. Pero también en este tiempo hemos descubierto el valor de lo local, de las comunidades pequeñas, de los alimentos “kilómetro cero”, de la ayuda mutua.

Cabría preguntarse si el repliegue hacia lo local marca tendencia o es una reacción más bien pasajera.

-La gran pregunta que ahora debemos hacernos es qué nivel de decisión es el más adecuado para gestionar qué tipo de riesgos. No podemos seguir respondiendo a los golpes del destino de una manera improvisada. Dejemos de considerar el futuro como el basurero del presente, ese lugar desatendido del que nadie se preocupa. Nuestras instituciones de gobierno a todos los niveles (local, regional, nacional o global) deben dedicar más medios, más gente, más atención a la sostenibilidad, a la anticipación del mundo que viene y perder menos tiempo en batallas cortoplacistas.

¿Esta crisis nos está obligando a realizar determinados aprendizajes?

-Hemos acelerado la historia. Procesos que sabíamos que se iban a producir como la digitalización, la robotización o la algoritmización de las decisiones se están dando a una gran velocidad. La revolución energética, la transición hacia una economía circular y ecológica o la transformación feminista son realidades incoadas y el virus ha sido la causa exógena que nos ha puesto en esa dirección. A partir de aquí, la gran duda es si vamos a ser capaces de realizar estas transformaciones. El género humano ha aprendido de las crisis, pero con una lentitud exasperante. Aprenderemos, pero la gran pregunta es a qué ritmo, con qué intensidad y con qué capacidad de modificación.

El tiempo se agota para frenar la crisis climática. ¿Le estamos prestando la suficiente atención?

-Es una crisis larvada que no estamos atendiendo probablemente porque las señales que emite no son un incentivo suficiente para modificar nuestros hábitos de conducta, nuestro modo de consumo, nuestra movilidad o nuestra relación con la naturaleza. Me preocupa que los gobiernos no sean capaces de alcanzar acuerdos. Estamos ante otra crisis global que es más difícil, más radical y que ya tiene y va a tener unos efectos mucho más dañinos que la sanitaria. Uno de los grandes ejes de transformación de la democracia es conseguir que el futuro esté más presente en nuestras decisiones e intervenciones de hoy.