- Marina Garcés (Barcelona, 1973) se pregunta en su último libro, editado por Galaxia Gutenberg, cómo queremos ser educados, una pregunta que "nos implica a todos". Garcés aborda la cronificación y extensión de la precariedad en el mundo laboral y la falta de horizonte para la generación que hoy se educa. "Está muy generalizada esa sensación de abandono, de no tener nada que hacer, de llegar al mundo ya no sin futuro, sino sin presente. Eso en el segmento más joven de hoy está muy arraigado".

Dice en el prefacio que el tiempo "nos ha declarado la guerra".

-El tiempo nos declara la guerra cuando cualquier futuro que podamos imaginar lo percibimos como una amenaza, y pasamos a vivir el presente a la defensiva de todo aquello que parece que a futuro nos conduce a vernos en peligro.

Advierte sobre el riesgo de asumir que se pierda una generación por el camino.

-Exacto. A mí me asusta mucho la normalidad con la que aceptamos el apocalipsis climático, el social... esa idea que se va instalando como obvia de que todo va a ir peor si es que podemos seguir contándolo. Y también esa normalización de la pérdida. Perdemos generaciones, la de 2008, ahora de nuevo damos por perdida a una generación de mayores que está envejeciendo con miedo de morir solos y a una generación de jóvenes que parece que damos por normalizado que poco tienen por hacer, dar y crear en este presente.

¿La generación que creyó en el progreso lineal no acaba de interiorizar esa ruptura?

-Cuando el futuro es puesto en crisis, pasa a ser percibido como una amenaza o como un privilegio. Hay grupos y determinadas clases sociales que perciben este momento como una oportunidad de maximización de su potencial. En un momento donde tantos caen, pueden invertir mejor en sus vidas, en la preparación o educación de sus hijos. Ese futuro en crisis se convierte en un futuro en disputa; para quiénes va a ser el privilegio de poder disponer de una oportunidad más, de un potencial mayor de desarrollo o de futuro.

Esa disputa nos puede llevar de nuevo a una sociedad clasista.

-Exactamente. Hoy se ha normalizado esa idea de que la desigualdad va en aumento en el mundo, y eso no empezó con la pandemia. Ya se constataba y afirmaba antes. Yo diría que el siglo XXI empieza con ese giro, cuando ya damos por cerrada una historia colectiva de progreso y desarrollo, aunque sea con distintos ritmos y desigualdades, y se acepta que ya empezamos a ir a peor. Pienso que esa idea en este país, donde el bienestar ha sido de muy corto recorrido, de que nuestros hijos vivirán peor que las generaciones inmediatamente anteriores, hay que situarla en este terreno. La desigualdad no es un hecho natural, como el paso de las estaciones del verano al invierno y del invierno al verano. Es siempre el resultado de una disputa por los recursos, por los futuros, por las vidas imaginables, y es obvio que en estos momentos hay una guerra, no necesariamente bélica, entre grupos y clases sociales, y como están contando muchos analistas, en este momento están ganando los ricos, que hoy son muy determinados y concentrados.

Hoy la tecnología se acerca al paradigma futurista que imaginamos en los 80. ¿Es también un placebo que amortigua la sensación de crisis?

-Algunos autores han hablado de solucionismo, de que ante cualquier problema la respuesta son soluciones inmediatas, eficaces y si pueden ser, de tipo tecnológico. Esto funciona en todos los campos de nuestra actividad social, en la medicina, el desarrollo urbano, la crisis climática... y, por supuesto, en educación. Es decir, en vez de abordar cuáles son las razones de fondo de aquellos aspectos que no funcionan, corremos a aportar la solución tecnológica que inmediatamente parece que nos va a dar la solución a ese problema. Anticipamos la solución al análisis del problema, y esto además con una ideología de la eficacia y la inmediatez tecnológica.

Al mismo tiempo esa tecnología nos ha traído un conocimiento prácticamente infinito, y una capacidad de informarse multiplicada, lo cual tiene muchas cosas positivas.

-Claro, somos una cultura, por lo menos en occidente, de la acumulación y de la potencia. Cuanto más, mejor.

También hay que saber discriminar.

-Exacto, las tecnologías digitales son el apoteosis de ese ideal de conocimiento. Todo disponible aquí y ahora mientras tengamos un acceso a la red o a cualquier puerta de información. El problema de este paradigma es que no sabe ver lo que desconoce, y nos asusta cualquier aparición de una sombra de algo desconocido, como ha pasado ahora con este virus. Aparece con unas consecuencias dolorosas ante las cuales hay que responder, pero lo que más nos asusta es no conocerlo, no dominarlo inmediatamente a través del conocimiento casi exhaustivo de todo lo que tenga que ver con él.

Apunta que sobre la escuela se sigue generando una expectativa cuasi mágica.

-Esto ocurre constantemente. Identificamos problemas de racismo, de violencia machista, de igualdad social, democracia, respeto al medioambiente... proyectamos todas las grandes cuestiones de nuestra sociedad y todos sus problemas, en esa especie de poción mágica que es pasar por la escuela, cuando la sociedad en el resto de sus dimensiones sigue sin abordar seriamente esos problemas. ¿Cómo esperamos que la escuela haga educación climática cuando las instituciones, la vida política, los lobbies del coche, no están dispuestos a cambiar realmente los modelos de movilidad? O cuando durante la pandemia se cerraron las escuelas y saltó la alarma de que sin estas peligra la igualdad social, mientras se mantenía el precio de los alquileres y se seguía especulando con los bienes inmobiliarios. ¿A qué responde esa proyección de todos nuestros males? Para mí es el reflejo de que en el resto de ámbitos damos por perdidas muchas de las posibilidades de transformación, empezando por la política.

La educación puede reproducir conceptos conservadores, pero la transgresión también puede tener una orientación reaccionaria.

-Las relaciones educativas tienen esa paradoja de ser a la vez transmisión y cambio. La base del aprendizaje es dar a otros parte de nuestros conocimientos y experiencia, pero al mismo tiempo en ese movimiento se vuelve a imaginar la vida. Para mí lo más interesante y bonito de las relaciones educativas es que el educador, sea maestro, padre, madre, vecino, cualquiera que esté transmitiendo algo, no está nunca del todo en su propio tiempo, no somos dueños del tiempo cuando educamos, porque el otro está en un tiempo distinto que se cruza con el nuestro. Esa incomprensión de siempre entre generaciones, donde los jóvenes nunca gustan a los mayores y al revés, no es un problema generacional, es que los tiempos están desconjuntados. Lo interesante es preguntarnos qué parte de nuestra experiencia vivida tiene sentido para aquellos que están haciéndola suya.

Se dice que políticamente la generación de la Transición hizo de tapón

-Es curioso este efecto tapón que ahora se constata sobre todo en la política y en el de la esfera mediática; porque, en cambio, en la vida familiar, educativa o social, pienso que ha pasado más bien lo contrario. Ha habido una especie de obsolescencia programada de aquellos que tienen ahora el rol, por profesión o situación personal, de educar. Esa sensación de que los padres no saben qué hacer con sus hijos. Esa sensación ideológicamente muy construida de que los maestros de ahora no están preparados para educar a los jóvenes del presente porque están fuera de sus marcos y pertenecen a un mundo que ya no les dice nada. Ahí se abre un vacío que están llenando las soluciones metodológicas y tecnológicas, una delegación hacia otro tipo de autoridad y de referencia, que ha declarado como inútiles y caducos a los educadores de nuestro tiempo.

Se supone que ahora los padres y las madres están más implicados.

-La implicación en lo educativo también es un elemento diferencial de clase muy importante. Tenemos a unos grupos sociales que han hecho de la educación de sus hijos casi su proyecto de vida. Pretenden saber más de la educación de sus hijos que los propios maestros o maestras, y patrimonializan la escuela como si fuera su lugar de reconocimiento. Pero eso para muchos grupos sociales no es así. La población de migración reciente en muchos casos ni siquiera entiende la lengua en la que hablan sus hijos en la escuela. La lengua es el idioma, pero es también el código, las maneras de estar en lo común, en ese espacio de convivencia que es la escuela. En ese sentido, hay entornos educativos que se han esforzado mucho para precisamente hacer de esa convivencia un elemento de hospitalidad y de apertura no solo a la diversidad cultural, sino a recorridos vitales que no se han cruzado nunca.

Dice que estudiar es una forma de indagar. ¿En qué momento perdemos esa curiosidad?

-La progresiva pérdida de curiosidad de muchos jóvenes a medida que se van haciendo más mayores, es la que aprenden del miedo de sus adultos, que nos recubrimos muchas veces de respuestas aparentemente seguras. Hay miedo a compartir lo que no sabemos, miedo a perderse, perder el tiempo, seguridad, legitimidad, o autoridad. Poco a poco los niños que se van haciendo mayores incorporan esa manera muy instrumental de relacionarse solo con lo que resulta reconocible y cercano.

Hablaba de la Transición. Sorprende que tantos años después, no se haya aprendido a gestionar la pluralidad con más convencimiento.

-Esa inquietud o sensación de amenaza que despierta siempre en este país la pluralidad de todo tipo, cultural, lingüística, social, etcétera, pienso que se cruza por dos lados. Por una parte, los pasados no resueltos. Quizás la Transición creó un espejismo de normalidad que se construyó sobre la base de no abrir ni visibilizar determinados pasados. Esas fosas no abiertas son la metáfora de tantas cosas. Por lo tanto esa historia se cruza con un presente global, caracterizado precisamente por un repliegue hacia la autoconfirmación, hacia las identidades a la defensiva. Ahora la burbuja pandémica refuerza aún más esta tendencia a lo propio, que no sea sospechoso de amenaza alguna. Ese cruce entre la historia local y el presente global refuerzan aún más ese miedo a lo distinto y a lo extraño.

A raíz del estallido del virus, la filosofía ha ganado en repercusión mediática. ¿Cómo lo lleva?

-Por un lado, era y es un tiempo para la palabra y el pensamiento, para poder parar y plantearnos cómo leer este presente tan opaco y acuciante. Cómo pensamos lo que está ocurriendo. Esta es una parte interesante. El problema empieza cuando sientes que eso se hace también desde esa ansiedad de nuestro presente, el dime qué está pasando y cómo solucionarlo. Entramos de nuevo en el solucionismo, en este caso filosófico, de diagnóstico rápido, de receta y salida rápidas. A nivel empírico la pandemia aún no tiene una salida, pero es que tampoco la tiene mentalmente, porque muchos de los problemas que la atraviesan son de antes y después. El funcionamiento de la esfera pública y nuestra forma de querer que en cualquier palabra haya ya una solución lo he sentido como una forma más de violencia que nos hacemos en este momento.

¿Qué le parece la nueva ley de educación? ¿Cree que hay una apuesta real por la escuela pública?

-Me cuesta valorar la ley en su conjunto, entre otras cosas porque acaba de salir y tampoco soy experta en políticas educativas en gestión y organización del propio sistema. Pienso por un lado que es importante cualquier apuesta que en este país dé un paso más hacia poner en el centro la educación pública y, por lo tanto, cuestione el modelo pública concertada. Otra cosa es si eso está apuntado o algo más. Tengo mis dudas de si es solo una señal, o una decisión, y la decisión en política si no es ejecutable de verdad no es nada. Ahí es donde me queda la duda de hasta dónde va esta ley en este aspecto.

Hay posiciones que sostienen que la pluralidad se defiende apoyando también ala concertada.

-Es obvio que mientras vivamos en la sociedad en que vivimos siempre habrá opciones de educación privada de muchos tipos, por alternativas, elitistas o por la razón que sea. Pero aquí tenemos un problema con este carácter semi público de la educación concertada, porque mezcla los dos códigos. ¿Somos capaces de imaginar una educación pública y plural a la vez? ¿Un sentido de lo público pensado más desde el arte de la hospitalidad que es para mí la educación y no desde el Estado como patrón de una educación única para todos? Eso sería el reto. Garantizar una educación pública de calidad y plural.

¿Cómo plasmar esa pluralidad?

-La entiendo como pluralidad pedagógica, no ideológica. Aquella que hace posible que cualquier ideología, forma de vida y visión del mundo se pueda compartir y discutir. Pensemos como pensemos, tengamos las creencias religiosas o las opciones de vida que tengamos, podemos aprender juntos unos de otros. No solo podemos, sino que es la base y el sustrato de una convivencia realmente democrática y digna. Esa es la definición de escuela pública para mí.

En los libros de texto, por ejemplo, hay editoriales más conservadoras y otras más progresistas.

-Por eso muchos proyectos pedagógicos utilizan o no el libro de texto, y si lo incorporan lo hacen como una herramienta entre otras más. Aprender a leer es también aprender a hacerlo entre diversas fuentes y descifrar qué nos están diciendo. No hay neutralidad ideológica en nada, en ningún maestro, libro, ni siquiera en ninguna metodología. Pero sí que es posible aprender a relacionarse con libertad de forma emancipada. Y para mí la escuela pública es la que tendría que garantizar que eso sea posible. No será nunca ideológicamente neutra, pero sí ese lugar en el que las distintas ideologías y maneras de ver el mundo se pueden encontrar y a la vez discutir.