uien haya seguido esta columna las últimas semanas sabe que he denunciado la agresión rusa, he apoyado el derecho de Ucrania a establecer libremente su condición política (incluidas su política exterior y sus alianzas internacionales) y su derecho a la legítima defensa. He apoyado las resoluciones de la ONU que califican la invasión rusa como una agresión que debe cesar sin condiciones. He defendido que los crímenes deben ser investigados y, cualquiera sea su autoría, juzgados para que no queden en la impunidad. He denunciado la falta de voluntad negociadora de Putin y su nulo interés por una paz justa.

Habrá quien por ello me califique como antirruso, pero yo no creo que sea correcto. En buena lógica las implicaciones hay que hacerlas con mucha prudencia. Oponerme a la posición del Gobierno ruso en este conflicto no solo no me hace antirruso sino que, sin intención alguna de jugar a la provocación intelectual, me pregunto si podría declararme de alguna manera prorruso en el sentido de que le deseo sinceramente lo mejor a los rusos. De la misma forma que se lo deseo a los ucranianos.

Me explico. Les deseo a los rusos que puedan vivir en su país en paz consigo mismos y con sus vecinos, que tengan una democracia real con libertades para todos y buenas dosis de igualdad, de libertades para las minorías y de equidad social. Deseo que los oligarcas del país no esquilmen el país para mantener un sistema cleptocrático. Les deseo que haya libertad de prensa y de opinión. Les deseo medios plurales, libres y responsablemente críticos. Les deseo organizaciones civiles libres. Les deseo que puedan encontrar la forma de participar en el mundo en la medida de la enorme potencia de su historia, de su diversidad, de su geografía inmensa, de la fantástica fuerza cultural y científica que en otro tiempo tuvieron. Les deseo que vivan una identidad sin someterla a un orgullo basado en la violencia, en el victimismo, en la tentación expansiva, en el sometimiento de otros. Les deseo un futuro en que ellos mismos no estén sometidos de ninguna manera -ni económica, ni política, ni tecnológicamente- a otra potencia extranjera, sea del este o del oeste.

Los que defienden la invasión de Ucrania están apoyando la destrucción de sus ciudades, el humillante castigo por apartarse de la tutela del padrino regional, el sometimiento futuro a una potencia extranjera, el desplazamiento de millones de personas y el exterminio de los resistentes. Yo no deseo nada de eso a Ucrania, pero -la negación no implica el opuesto- tampoco se lo deseo a Rusia. No les deseo a los rusos que nadie les haga lo que ellos están haciendo en Ucrania. Me alegro de cada semilla de futura reconciliación -un artista ruso participando en una actividad humanitaria, un monje ortodoxo ruso acogiendo desplazados en su parroquia, una actividad por la paz conjunta- y lamento cada atrocidad que nos separa de un futuro de convivencia.

Le deseo a Rusia un futuro con honor, con un sano orgullo colectivo que les permita convivir con sus vecinos sin victimismos agresivos, en paz y prosperidad. Todo ello debe pasar necesariamente por una retirada del territorio ucraniano sin recompensa y, a mi juicio, por una derrota de Putin y su modelo totalitario. Es precisamente porque les deseo lo mejor que creo necesario el fracaso de esta agresión injusta, ilegal, criminal y cruel. Precisamente porque no soy antirruso deseo que pierdan esta partida, como medio necesario para ganar un futuro mejor para todos.

Me puede usted replicar que tal vez no sea el que describo el futuro que la mayoría de los rusos quieren y que lo debo respetar aun si ese modelo no me gusta para mi país. No lo sé, es posible que mi ingenuo e irredento universalismo me traicione, pero en ese caso apliquemos ese relativismo también al conflicto que nos ocupa y defendamos que Rusia debe respetar el modelo que Ucrania quiera para sí, le guste o no a Putin.