a reforma laboral trae bicho. Llega como manzana de la discordia. Demasiado revuelo sin haber empezado a brotar. En la izquierda soberanista, sin ir más lejos, creen que Sánchez les ha vuelto a vender humo. De momento, se han puesto retadores, sobre todo en ERC, que siempre actúa de termómetro ante las grandes decisiones. Por eso, la primera advertencia del voto en contra crea cierto halo de alarma en este Gobierno del alambre permanente, pero tan acostumbrado a amansar luego las bravatas. En la derecha, su inmovilista rechazo ya era anterior incluso a conocerse el texto final. Desesperados por la positiva repercusión que siempre otorga un acuerdo entre agentes sociales, la han tomado con Antonio Garamendi, sin importarles que muchos ciudadanos de a pie le podrían considerar sin esfuerzo como un votante tradicional del PP simplemente por sus genes. Es tal el cabreo en Génova que sus terminales no han tardado dos minutos en alertar al incondicional batallón mediático para que, prestos, se echen a degüello contra el presidente de la patronal. Otro frente abierto para agigantar más si cabe la soledad de un partido supuestamente con voluntad de volver a gobernar algún día.

Sobran los pretextos para agudizar la polarización parlamentaria. Mucho menos ahora que se abre la puerta a otra contienda electoral. En este contexto, cualquier resbalón cuenta y cualquier guiño adquiere trascendencia. El PSOE asume que no le sobran apoyos, pero también sabe que tiene muchas puertas donde pedir árnica. Lo demostrará posiblemente en la ardua negociación parlamentaria de la reforma laboral. Frente a la negativa de ERC y EH Bildu, siempre tendrá a mano sacar a bailar a Ciudadanos para que Arrimadas coja un poco de oxígeno tras la bofetada de Castilla y León. La jugada, de consumarse, le saldría redonda al presidente. Aseguraría la mayoría suficiente para validar el acuerdo, invitando apenas a Errejón, Baldoví y Revilla; no tocaría una coma del texto para satisfacción de los empresarios; y saldría ileso ante cualquier exigencia de los independentistas, dejando así sin argumentos a Casado. Conocida la capacidad prestidigitadora de Sánchez es como para apostar doble a sencillo a que lo consigue sin rasguños.

Después de cerrar un acuerdo de Presupuestos hasta con 15 grupos distintos, de garantizarse su legislatura hasta cuando quiera, de alcanzar unas cifras de creación de empleo y de paro inimaginables durante la hecatombe del virus, de pinchar el globo del procés, resulta comprensible que el jefe de Gobierno se pavonee en el balance del año para exasperación de Casado. Tampoco es cuestión de flagelarse por la errática política en el covid-19 durante tantos meses; de decir hoy una cosa y mañana hacer la contraria por puro pragmatismo; de incumplir los plazos en las ayudas sociales y empresariales; de inflar de humo la cometa de los fondos europeos; de retrasar la financiación autonómica; y, por supuesto, de no abrir la boca sobre el rey emérito. Así las cosas, y la vista de la experiencia acumulada en un contexto sin lugar para el consenso ni siquiera cuando se dilucidan intereses de Estado, quizá le baste con reducir el debate a una maniquea elección: o él, o los que tiene enfrente.

El PP sigue dando tumbos mientras trata de encontrarse. El último, en el Ayuntamiento de Madrid para mayor gloria del despropósito. Tras haberse sacado de la manga un ojiplático acuerdo con una de las ramas del carmenismo, la mayoría de Almeida y Villacís acudió al trascendental pleno de los Presupuestos sin presentar los documentos para su debate y aprobación. En el mismo centro de la capital del Estado. Semejante bochorno, sin embargo, no debería ocultar el significativo aislamiento de la ultraderecha que se produce a escasos metros del beso complaciente entre Ayuso y Vox para revalidar su entendimiento institucional y en gran medida ideológico. En el medio de dos realidades tan distintas, aparece Casado imaginándose qué le pediría Abascal en la noche del 13 de febrero en Valladolid si le resultara imprescindible recabar el voto de algún procurador para asegurarse la continuidad de Mañueco.

Será ya en el nuevo año, un tiempo donde la Generalitat exigirá a La Moncloa la vuelta sin excusas ni demoras a la mesa de diálogo. Aragones lo hará con vehemencia. Le aprieta el zapato. Después del acuerdo táctico con los españolistas En Comú Podem y PSC resulta imprescindible aplicar cuanto antes un barniz identitario para apaciguar las envenenadas relaciones con su socio.