ludía recientemente el presidente Sánchez, en relación a la posible tramitación de la medida de gracia o indulto, a los valores constitucionales de concordia y diálogo, y estas manifestaciones incendiaron más si cabe la polémica política y social generada a raíz de todo lo relativo al indulto de los presos políticos catalanes.

Todo ello supone un hito más en la reduccionista visión binaria de todo lo que rodea a la política catalana, separada en bandos irreductibles y en cuyo interior emergen a su vez confrontaciones más derivadas de protagonismos y vanidades que de objetivos políticos. La gran pregunta que queda sin responder es cómo reencauzar democráticamente el conflicto político preexistente y que las urnas catalanas volvieron a poner de manifiesto de forma fehaciente.

En medio de tanta invocación a la legalidad por unos y a la épica por otros nadie parece estar dispuesto a sacrificar los tiempos de sus objetivos políticos en beneficio de la convivencia y del trabajo compartido en pos de un acuerdo.

Ni una ni otra tendencia son prueba de buena salud democrática. Las elecciones son el instrumento fundamental del autogobierno. En ellas se trata de elegir a quien gobierna por mandato del pueblo. Entre todos los instrumentos de participación política, las elecciones son el más igualitario, son un mecanismo político más importante que cualquier otro procedimiento de participación en democracia. Gracias a esa institución se mantiene viva y se reitera la promesa de autodeterminación democrática.

Una sociedad políticamente madura no es una sociedad sin problemas o conflictos. Lo que exige una democracia pluralista es que esos conflictos tengan cauces de expresión y resolución. Éste ha vuelto a ser el principal mandato que emerge (más allá de la complicada gestación del acuerdo de gobierno) de las urnas catalanas.

Tal y como acertadamente ha señalado Sergio del Molino, el futuro no son los Estados nación, comunidades aisladas y homogéneas culturalmente. En una sociedad abierta y compleja, las identidades son múltiples, en general nos identificamos con múltiples referencias transversales.

El populismo simplifica mucho, barre la complejidad para construir una identidad completamente unívoca. ¿Cómo enfrentarse entonces a ellos? Es casi imposible. Nos enfrentan a un dilema prácticamente irresoluble. Si la democracia se planta defendiendo su complejidad, el populismo fácilmente la arrasa. Y si se enfrenta al populismo con sus mismas armas, se convierte también en populista, que es lo que estamos viendo en la política (y la sociedad) española ahora. El populismo atraviesa todos los discursos políticos. Si triunfa alguno, por la derecha o por la izquierda, contagia a todos los demás. Habría que insistir mucho en el legado racionalista, en el legado ilustrado.

Si algo caracteriza a los complejos problemas de nuestro tiempo es que no hay soluciones perfectas. Por ello debe implantarse, y en particular en Cataluña, una hasta ahora ausente política anclada en el diálogo. Y ello supone confrontar los intereses en presencia. Nadie ostenta la verdad ni la razón absoluta. Hay que hacer un gran esfuerzo para que la concordia y el sentido común vuelvan a presidir el ejercicio de la política en Cataluña.

La confianza no se logra con meros discursos, requiere renuncias recíprocas, exige tiempo, dedicación esfuerzo continuo y constante: hay que trabajarla. Esto vale especialmente para una sociedad como la catalana que se caracteriza por una fuerte personalidad y, al mismo tiempo, por un intenso pluralismo interno en cuanto a sensibilidades políticas, territorialidad e identificaciones.

¿Cuál podría ser el marco de partida? Respetar los marcos derivados de la voluntad ciudadana es condición necesaria para reivindicar el respeto a la voluntad ciudadana del presente y del futuro.

Este principio obligaría a todos con una limitación recíproca que, en buena lógica democrática, nadie puede rechazar: los soberanistas catalanes no deberían tratar de que el Estado reconozca lo que la sociedad catalana no reconoce (es necesario trabajar en el logro de la consulta legal en torno a esa cuestión de especial trascendencia política); los demás deberían acreditar su compromiso para que la voluntad de la ciudadanía catalana sea incorporada al ordenamiento jurídico correspondiente.

Con ese doble compromiso el respeto a la voluntad de la ciudadanía podría convertirse en una fórmula útil para orientar las decisiones políticas que necesita Cataluña. Pero ahora todo esto parece ciencia ficción: unos demonizan todo intento de consulta, otros proponen avanzar desde la unilateralidad como único argumento supuestamente convincente para que la otra parte se siente a negociar y entre unos y otros se tribalizan y radicalizan las opciones políticas y se malgastan oportunidades de dialogo constructivo.