Atentos a las consecuencias del 4-M. Asoman muchas, inquietantes y variadas. Madrid siempre va más allá de Getafe y Alcalá. En esta ocasión, además, desborda fácilmente todas las fronteras. Ha sido una (pre)campaña tan extenuante, agresiva, distorsionada y vacía de propuestas que nadie podrá sentirse ajeno a sus consecuencias. Atentos, por tanto, a unas derivadas que sobrepasarán con creces el territorio de las urnas para adentrarse en una dimensión estatal que únicamente querrán evitar a toda costa los derrotados de esta noche. En medio de tanta polarización, la onda expansiva de los resultados se antoja demoledora para quienes muerdan el polvo. Una aplastante victoria del PP, que le acerque a la mayoría absoluta simplemente con el voto cómplice de Vox, atormentaría hasta límites insoportables a Pedro Sánchez durante el resto de su legislatura, aunque el presidente querrá mirar para otro lado y reducir el fracaso al ámbito la Puerta del Sol. Bien sabe él que se trata de un desenlace más que probable y que viene a alargar la patética incapacidad de la izquierda para arrebatar a la derecha el poder que mantiene desde hace ya 26 años y desde el corrupto tamayazo de 2003.

En este Madrid que todo lo eclipsa ha habido más balas que ideas. Más exabruptos que propuestas. Más enconamiento que cordialidad. Y, sobre todo, borbotones irrefrenables de excitación que han tensionado una disputa electoral hasta límites que dejarán secuelas de costosa reparación política mientras los dos bandos se desfondaban por arrancar la mayor movilización posible. En medio de muertos y UCI desbordadas, con el eco lacerante de una crisis económica demoledora, la zafiedad de las amenazas y el verbo ácido se han llevado por delante el debate sensato. Paso libre a las emociones de esa nueva política que ha tomado al asalto las redes sociales, el desaire verbal y los titulares crujientes.

Bajo este campo minado, entre medidas higiénicas y sanitarias, van a depositar su voto hasta cinco millones de madrileños, incrédulos todavía por un adelanto electoral capacitado para rasgar el status quo político a corto y medio plazo. Es imposible olvidar la astuta decisión de Miguel Ángel Rodríguez al aprovechar rápidamente el estrepitoso error estratégico de Iván Redondo con la funesta moción de censura de Murcia. De aquellos polvos vienen estos lodos. La precipitada convocatoria de estas elecciones madrileñas se estudiará durante más de un trimestre en algún master de maquiavelismo. Y sus secuelas escocerán bastante más tiempo.

En el caso de la familia socialista, de manera significativa. Las encuestas vienen augurando más de un seísmo. Cuando apenas solo una de cada seis opciones concede a la izquierda una aparente posibilidad de evitar la mayoría absoluta de la derecha cabe deducir sencillamente que casi todo el pescado está vendido. La derrota ante Díaz Ayuso lleva implícito un comprensible componente de desmoralización para el resto. Perder "ante lo malo conocido", como diría tan desafortunadamente la candorosa Beatriz Fanjul, desnuda la incapacidad, cuando no cierta torpeza, de sus rivales. La candidata popular se dispone a dar el salto más vertiginoso de su incipiente carrera institucional si no lo remedia a última hora un insurgente destacamento de abstencionistas de la izquierda. Asistida de una exultante victoria se consagraría, de golpe, como el referente explícito para el entendimiento de la derecha en su batalla contra el sanchismo; en una incuestionable dirigente en el tablero español; y en la única alternativa nítida a Pablo Casado una vez que vuelva a consumar otro fracaso electoral. El PP se habría garantizado el relevo, a cambio posiblemente de alimentar el sempiterno debate sobre su relación con la ultraderecha. Más allá de la controversia mediática propia del caso, los populares redoblarían la campaña de acoso contra el Gobierno de comunistas, asistidos de un indudable éxito electoral y de los primeros síntomas de flaqueza de la baraka de Sánchez.

Si aciertan las encuestas, no habrá divanes para acoger a centenares de damnificados. En el caso de Ciudadanos, se multiplicarán las plañideras. La hecatombe al no alcanzar el 5% de los votos adquirirá tintes dantescos. En un par de años, aquella cruel herencia del egocéntrico Albert Rivera pasará al cruel ostracismo como residual partido extraparlamentario después de presidir la Asamblea de Madrid, de gobernar en coalición una poderosa autonomía y de disponer de 26 diputados, además de reclutar a toda una pléyade de asesores y cargos en múltiples organismos públicos. Inés Arrimadas no gana para disgustos. Del varapalo escalofriante del 14-F en Catalunya pasará en apenas tres meses al descalabro madrileño, que le coloca al borde del abismo y de una contestación interna que se lame las heridas por la gran oportunidad perdida al despreciar en su día la oferta de Sánchez.

En el caso de la izquierda, todos contienen el aliento y muchos, el cabreo. La derrota les acecha muy de cerca, como castigo a su impericia para detectar a su debido tiempo un estado mayoritario de ánimo gestado durante esta angustiosa pandemia. Las correas de transmisión de Ayuso han decorado con plausible habilidad un escenario de agravio hacia Madrid por parte del Gobierno central, y en especial de Sánchez, sin que el PSOE y Unidas Podemos hayan sabido desmontar las falacias ni revertir la cascada de críticas. Ahora ya es demasiado tarde porque por esa alcantarilla se escaparán miles y miles de votos de clases medias y obreras en favor del PP. Únicamente Más Madrid, con un discurso más próximo al latido ciudadano desde que se instaló esta locura del virus e implacable con los sucesivos desatinos del Gobierno PP-C's, evitará el sonrojo en el recuento al tiempo que consolidará a una reputada cabeza de lista -Mónica García- y comprometerá al límite a los socialistas. Un sorpasso nada imposible del partido de Iñigo Errejón al PSOE desataría con furia la caja de los truenos contra el staff sanchista en La Moncloa. De hecho, la derrota asumida de Ángel Gabilondo abrirá por sí misma las hostilidades. Alguien deberá pagar el clamoroso error de Sánchez de colocar en el escaparate desde Senegal a Díaz Ayuso, incluso de relegarse a competir con ella, además de ir enmendando a golpe de tracking diario los mensajes de la campaña.

Tampoco Pablo Iglesias se salva de la onda expansiva. Un nuevo gobierno de la derecha le acercaría al final de su carrera, fatídicamente al lado de la Puerta del Sol donde las reivindicativas acampadas de hace 10 años sedimentaron la ilusión del 15-M, que con tanta habilidad supo apadrinar. En estas elecciones, el exvicepresidente salva los muebles a su partido, pero no se sacude el fatídico estigma de perdedor que le acompaña.