- El año 2020 ha sido extraño para la política en general, y también para la vasca. La pandemia del coronavirus ha paralizado la vida de los países europeos y ha actuado como un agujero negro que ha absorbido la mayor parte de los debates políticos. El virus, sumado en el caso vasco a la tragedia que supuso el derrumbe del vertedero de Zaldibar y la muerte de dos trabajadores, marcó el comienzo de 2020 y condicionó el debate en un año electoral aunque, a pesar de tenerlo todo en contra, PNV y PSE se vieron reforzados en la cita con las urnas de julio al obtener la mayoría absoluta de la que carecían hasta la fecha en el Parlamento Vasco. En ese escenario sin precedentes, se produjeron dos situaciones inéditas: el aplazamiento de las elecciones de abril a julio por el virus, y la entrada de la ultraderecha de Vox, que no ha podido condicionar el debate por el acuerdo parlamentario para ajustar sus intervenciones.

Los jeltzales se han consolidado como un partido refugio que crece en momentos críticos, y los socialistas han rentabilizado su gobierno conjunto y el protagonismo que acaparó el presidente español, Pedro Sánchez, en la primera fase de la pandemia. Eran los dos partidos más expuestos al desgaste por liderar la gestión, con una oposición beligerante y la huelga general de ELA y LAB que arrancó el año y no cuajó.

Alrededor de su fortaleza, casi todo se derrumbaba: las crisis internas en el PP y Podemos se llevaron por delante a sus líderes, Alfonso Alonso y Lander Martínez, respectivamente, y desembocaron en un pobre resultado en los comicios. EH Bildu creció, pero no logró recortar distancias y volvió a quedarse a diez escaños del PNV, aunque la coalición está desviando su mirada hacia Madrid, donde consigue normalizar poco a poco, con resistencias, su relación con los socialistas, sobre todo por la palanca a su favor que ejerce desde Unidas Podemos el vicepresidente español Pablo Iglesias. Todo ello ha desembocado en un giro estratégico y una enmienda a la totalidad de su propia historia al votar por primera vez a favor de unos Presupuestos estatales. Estos movimientos venían precedidos por la fotografía de marzo, el acto de EH Bildu con Javier Madrazo y excargos del PSE como Gemma Zabaleta que trataba de escenificar una apertura a la izquierda no independentista. Pero el giro se puede ver obstaculizado por la interferencia del Tribunal Supremo y su decisión de repetir el juicio por el caso Bateragune, que retrotrae a la izquierda abertzale al pasado.

El PNV se mantiene alerta ante los movimientos que se están registrando bajo la superficie, como el pacto PSE-Podemos en Irun, y la alianza de las tres izquierdas con EH Bildu que alienta el partido morado. Aunque es inviable en el corto plazo por el discurso de la izquierda abertzale sobre la violencia y los recelos socialistas, podría tomar cuerpo a largo plazo. Pero esa será otra historia, y el año ha cerrado con el pacto PNV-PSE consolidado en Euskadi a pesar de las discrepancias puntuales. También está engrasado en el Estado, con el compromiso para transferir el Ingreso Mínimo Vital, y el acuerdo presupuestario que incluye la cesión de los terrenos del cuartel de Loiola al Ayuntamiento de Donostia para edificar viviendas. Sánchez ha mimado asimismo al PNV como socio prioritario cancelando el impuesto al diésel.

La relación resiste pese al malestar que han provocado al PNV las maniobras del socio de Sánchez, Pablo Iglesias, y pese a las turbulencias en los primeros meses de la pandemia, donde el mando único ostentado por el presidente y el estado de alarma que centralizó las competencias pusieron a prueba la sintonía. Una vez que ha soltado las riendas, el lehendakari Urkullu ha tenido y tiene ante sí la ingrata tarea de regular la desescalada, donde no llueve a gusto de nadie y ha debido gestionar la compleja vuelta a las aulas y las quejas de los hosteleros.

El año comenzaba con unos presupuestos aprobados en la comunidad autónoma tras el acuerdo sin precedentes suscrito con Podemos y Equo, que parecían decididos a asumir un papel central. El Gobierno Vasco, además, había cumplido a finales de 2019 uno de sus principales objetivos, que consistía en situar el paro por debajo del 10%. En el Estado, el PNV alcanzaba un acuerdo con Pedro Sánchez para votar a favor de su investidura, tras arrancar compromisos relacionados con el fin de la judicialización y la apuesta por una solución política al conflicto territorial, entre otras cuestiones. Pero, ese mismo mes, y en puertas de las elecciones vascas que en principio iban a producirse en otoño, el debate político vasco ya estaba entrando en calor con la huelga general anunciada por ELA y LAB en la CAV y Nafarroa para el 30 de enero. Todos los partidos salvo EH Bildu vieron una finalidad política a la protesta, que planteaba cuestiones que no son competencia de los gobiernos autonómicos, como las pensiones o el salario mínimo.

La huelga no paralizó Euskadi, no cuajó, y tuvo un seguimiento discreto en términos reales en las empresas. Grandes firmas como Mercedes funcionaron con normalidad. Aun así, ELA y LAB anunciaron una primavera roja y se confirmaron como ariete contra el Ejecutivo, aunque el virus obligó a aparcar sus protestas.

Urkullu comenzó a rumiar un adelanto de las elecciones previstas para otoño porque, aunque tenía los presupuestos aprobados, veía a la oposición en una dinámica preelectoral y creía que los plenos parlamentarios iban a transcurrir en balde solo con interpelaciones sobre el caso De Miguel o las adjudicaciones en Gogora, y sin alumbrar ninguna ley. Además, quería sincronizar relojes con el nuevo Gobierno español y, al mismo tiempo, sobrevolaban las elecciones catalanas. Finalmente, apostó por el 5 de abril.

El 6 de febrero se había producido la tragedia de Zaldibar, el derrumbe del vertedero en el que perdieron la vida Alberto Sololuze y Joaquín Beltrán. Este drama pronto corrió el riesgo de convertirse en un flanco de desgaste para Urkullu, a quien la oposición acusó de actuar con frialdad por no acudir antes a visitar a los familiares, o de no haber afinado en el control de los residuos. El Gobierno vasco encargó una auditoría y puso el foco en que sería la empresa Verter Recycling la que actuó de mala fe hurtando datos sobre su situación real. Esta polémica colocó, sobre todo, el foco en la consejería de Medio Ambiente que entonces dirigía el socialista Iñaki Arriola, que detectó una veintena de irregularidades, pero ninguna grave, y denunció que no se le informó de unas grietas aparecidas unos días antes del siniestro. El Ejecutivo aseguró que su prioridad era encontrar los cuerpos de los dos trabajadores, una labor ingente y delicada para evitar nuevos corrimientos, y que se saldaría en agosto con el hallazgo de los restos mortales de Sololuze.

No todo fueron malas noticias para el Gobierno vasco, que vio cómo se cumplía una de sus demandas históricas: por primera vez, el Ejecutivo español aceptaba incluir en el calendario de transferencias la gestión del régimen económico de la Seguridad Social. Apalabraron los traspasos del seguro escolar, productos farmacéuticos y ayudas previas a la jubilación en empresas en ERE, si bien el coronavirus obligaría a aplazar la reunión.

En febrero comienzan a larvarse las crisis internas en el PP y Podemos, que vieron caer a sus líderes en beneficio de otros con posiciones más duras ante el PNV. En el caso de Podemos, Lander Martínez anunció su dimisión a finales de mes tras observar cómo la candidata oficial a lehendakari, Rosa Martínez, que se presentaba en tándem con él mismo, perdía las primarias ante Miren Gorrotxategi, cercana a Pablo Iglesias y que tomaría como bandera la alianza de izquierdas con PSE y Bildu. Paradójicamente, pese al mensaje de izquierdas, se rompería por indicación de Iglesias la coalición entre Podemos y Equo. En el caso del PP, el líder estatal Pablo Casado impuso a Alfonso Alonso que Ciudadanos tuviera puestos de salida en las listas. El pulso se saldó con el adiós del líder vasco y la designación por dedazo de Madrid de Carlos Iturgaiz, un regreso a las esencias, al PP más beligerante con el nacionalismo vasco y con discursos previos al fin de ETA. Las crisis internas siempre penalizan en las elecciones, sobre todo, si se traslada la sensación de que la dirección de Madrid ha interferido. Las dos bancadas pincharían en julio, y solo lograrían seis escaños cada una. En el caso del PP, en puridad tuvo cuatro y los otros dos fueron para C's.

A principios de marzo comenzaron a tomar velocidad los contagios por el coronavirus en el Estado. Aquel virus lejano que nació en China pasó a convertirse en una amenaza diaria. Antes de que la pandemia lo paralizara todo, el Ejecutivo vasco tuvo tiempo de amarrar algunos traspasos y de celebrar la Comisión Mixta del Concierto Económico, para dejar la puerta abierta a revisar con el Estado los objetivos de deuda y déficit en caso de que estallara una crisis mundial, como así fue. Ese pacto le dio la percha para alcanzar después un acuerdo sin precedentes que reconocía con carácter permanente (y no solo coyuntural por esta crisis) que las diputaciones tengan capacidad de deuda propia al margen de las instituciones estatales. Pero la prioridad de todos los gobiernos pasaría en cuestión de días a ser el coronavirus. El 13 de marzo, la comunidad autónoma alcanzaba los 417 contagios, y el lehendakari decidía decretar la emergencia sanitaria con la intención de pertrecharse jurídicamente para aprobar restricciones.

Ya había puesto en marcha medidas pioneras en el Estado como el cierre de los colegios en Araba. Sin embargo, no tuvo margen para desplegar todos los efectos de su declaración de emergencia: un día después, el presidente español, Pedro Sánchez, asumía el mando único en todo el Estado decretando la alarma y un confinamiento estricto que solo permitía salir de casa para trabajar o comprar alimentos. Urkullu se reunió con los partidos vascos para tomar una decisión inevitable apoyado en informes jurídicos: dejó en suspenso las elecciones del 5 de abril hasta que Euskadi levantara la declaración de emergencia sanitaria.

La gestión centralizada provocó fricciones con los gobiernos autonómicos, y con el vasco en particular. El cierre total del comercio y, sobre todo, el cierre de la actividad empresarial no esencial que propuso por sorpresa Sánchez desde finales de marzo hasta Semana Santa desembocaron en la protesta airada de la consejera Arantxa Tapia, que alertó del riesgo de caer en un coma económico por el parón industrial, perder miles de empleos y no ser capaces de levantar la persiana el día después.

Este desencuentro se encauzó después aclarando que la industria podía mantener la producción mínima indispensable, pero las fricciones continuaron por las formas de Sánchez, habituado a anunciar primero en rueda de prensa sus medidas y simplemente comunicarlas después a las comunidades autónomas en las conferencias de presidentes como si fueran convidadas de piedra. Su posición errática sobre el uso de las mascarillas y el atasco en la compra de material que él mismo había centralizado molestaron a Urkullu quien, pese a reivindicar su derecho a la crítica constructiva, vio cómo se tensionaba la relación entre PNV y PSE en el Gobierno. Mendia pidió a Urkullu que bajara el diapasón de las críticas y aclaró que no eran compartidas por los consejeros socialistas.

El Ejecutivo vasco no ha tenido al otro lado una oposición facilitadora. EH Bildu ha cuestionado los ritmos de la desescalada, y ha acusado al PNV de primar los intereses económicos sobre la salud de las personas. Los jeltzales argumentaron que trabajo y salud son compatibles si hay medidas de seguridad, y apostaron por reducir al mínimo el impacto que iba a tener el virus en los empleos. Solo en abril, la producción industrial vasca cayó un 39% con respecto al mismo mes de 2019, según el Eustat. Además, parece asumido que los contagios se producen en mayor medida en el ocio. Mientras tanto, la ciudadanía encontraba un desahogo en el balcón, desde los cuales se tuvo que celebrar el Aberri Eguna colgando la ikurriña y con mensajes que hacían mayor hincapié en la gestión sanitaria que en debates identitarios, en sintonía con la urgencia del momento.

El estado de alarma tenía que ser prorrogado cada quince días en el Congreso. Sánchez necesitaba los votos del PNV, que lo apoyó por responsabilidad, aunque avisó de que la gestión debía pasar más pronto que tarde a manos de las comunidades. Urkullu tenía su propio plan, Bizi Berri. A finales de mayo, en una negociación a tres bandas con PNV y ERC, el Gobierno español accedía a que los presidentes autonómicos tuvieran todo el control para regular el regreso a las calles cuando accedieran a la fase 3 en la desescalada. El Estado solo se reservaba el control de la movilidad entre comunidades. Esa sería la última prórroga, hasta el 22 de junio, y con ella terminaría esa suerte de ceremonia de los Oscar que suponía que el ministro Illa compareciera para anunciar qué comunidades podían pasar de fase y relajar las medidas. La cogobernanza y coordinación, aunque con sus más y sus menos, se han consolidado desde entonces a través del Consejo Interterritorial.

A finales de mayo, Urkullu cesó la declaración de emergencia y convocó las elecciones el 12 de julio para poner fin a la anomalía que suponía gobernar sin un Parlamento plenamente operativo, y para adelantarse a una segunda ola del virus. Euskadi se encontraba en una situación similar a la de Galicia, también con los comicios previstos para ese día y algunos rebrotes. Surgieron en Ordizia, aunque la Junta Electoral vio garantías para realizar la votación al margen de los pequeños sectores que no podrían participar por estar contagiados. Lakua lo concretó en un impacto limitado, unas 200 personas en toda la comunidad, frente a las críticas de la izquierda aber-tzale. Como se esperaba, la abstención fue histórica (49,22%), pero la jornada transcurrió con normalidad y el resultado reforzó al PNV, que ganó tres escaños (hasta 31), y al PSE (de 9 a 10). EH Bildu creció hasta los 21, pero volvió a quedarse a diez de distancia.

El 27 de agosto, PNV y PSE alcanzaban un principio de acuerdo de coalición. Urkullu fue investido en septiembre, y se confirmó que el PSE reforzaría su presencia en el gabinete con la entrada de Idoia Mendia como vicelehendakari segunda. El Gobierno ha lanzado las Cuentas y busca apoyos más allá de su mayoría absoluta, aunque Podemos ha marcado distancias porque rechaza las investigaciones para hallar gas como fuente de energía. El debate ha caldeado el fin de año y se ha utilizado para magnificar las diferencias entre PNV y PSE en este asunto.

EH Bildu ha jugado su partida en Madrid y Nafarroa, con sendos acuerdos presupuestarios con los gobiernos de Sánchez y Chivite y posiciones pragmáticas que no se han trasladado a la CAV. Su voto en el Estado ha sido agitado por la derecha española para buscar el desgaste de los socialistas. Entre fuertes presiones de la derecha española, el presidente Sánchez también ha realizado un centenar de traslados de presos, con un acelerón en el último año. En Euskadi, la reparación a las víctimas de abusos policiales avanza, una vez despejado el camino en el Tribunal Constitucional con el rechazo a los recursos del PP y C's. En el otro lado de la balanza, se sitúan la sorprendente decisión del Supremo de repetir el juicio a Otegi, o el rebrote de la kale borroka de sectores críticos de la izquierda abertzale que se produjo a raíz de la huelga de hambre del preso Patxi Ruiz. El salto cualitativo que supuso el ataque al portal de Mendia no desembocó en una condena unánime del Parlamento por la posición de EH Bildu, lo que demuestra que este debate todavía es una asignatura pendiente en el año 2020 que ahora acaba.