n Botsuana, al elefante; ahora, al pie de la estabilidad. El rey Juan Carlos siempre dispara donde no debe. Nunca parece acabar su retahíla de fechorías (in) confesables. Con una desafiante política de hechos consumados al abonar la multa que confirma su deplorable delito fiscal, el emérito vuelve a comprometer a esa institución monárquica que le ha amparado sus golferías durante demasiados años mientras descubre su rostro de defraudador protegido. Lo ha hecho, además, en el momento más propicio para alentar el creciente fervor por la causa republicana, precisamente al calor de una nueva mayoría parlamentaria poco o nada entusiasta con la Corona. Como si creyera que sigue ungido de inmunidad, el vetusto monarca parece haber creído que semejante condonación borra de un plumazo el baldón que más le obsesionaba de cuantas amenazas judiciales le acechan por sus golferías, sin atenerse a sus múltiples daños colaterales, que los hay. Al hacerlo, ha tramado en pocas semanas una salida personal, posiblemente favorecida por ese soplo previo de la Fiscalía que puede comprometer la suerte del desenlace y, sobre todo, cuestionar la procedencia del dinero abonado y, de paso, su supuesta predisposición voluntaria a cumplir con Hacienda.

Inopinadamente, Felipe VI encaja enmudecido el enésimo desaire de su padre. Su tormentosa relación familiar se enreda aún más para abatimiento del fervor borbónico que en los últimos meses aparece demasiado abanderado por Vox en sus discursos. Y ahora le quedará el viacrucis descarnado del Parlamento. Es evidente que la supuesta consistencia y credibilidad del actual reinado vuelve a erosionarse cuando todavía no se habían alejado del foco mediático los alaridos de un ramillete de nostálgicos militares franquistas a quienes el máximo responsable de los Ejércitos debería haber puesto firmes con una expedita reacción que muchos sectores siguen echando en falta. Un panorama que Podemos aprovecha para recrearse con un vídeo que vapulea la monarquía y alarga el estado de nirvana por el que transita Pablo Iglesias desde hace mes y medio. A Sánchez, en cambio, se le cuela una incómoda piedra en el zapato. Otro sapo que zigzagea entre las sillas del Consejo de Ministros.

El estallido de la evasión fiscal más trascendente de la democracia española ha desbaratado la imprescindible revolución interna que en La Zarzuela venían tramando para contener su hemorragia de errores. Ahora lo dejarán todo para dedicarse a repeler la ofensiva que les acaba de estallar. En especial, tratarán de aminorar al máximo los efectos de esa deflagración que supondrá el previsible regreso del emérito y que la derecha mediática ya va cuidando. De momento, en medio de interminables interpretaciones y especulaciones, la magnitud de la onda expansiva del delito cometido enmudece al juancarlismo hasta situarlo al borde del ridículo cuando se escuchan sus justificaciones tan timoratas. Más allá de la inconstitucional soflama de Díaz Ayuso al asegurar con vehemencia en sede parlamentaria que "no todos somos iguales ante la ley" para supuestamente defender al evasor -debería admitirse en este caso la eximente personal de la ignorancia atrevida-, resulta patético escuchar cómo significados dirigentes del PP, en voz baja nerviosa y balbuceante, diluyen este fraude clamoroso a una simplista cuestión individual.

Acaba una semana de sustos, sin duda, más allá del gesto simbólico de la recuperación pública del Pazo de Meirás que distrae televisivamente la atención del sobrecogedor olvido durante meses de otros 18.000 muertos en la primera oleada del COVID-19 que increíblemente nadie registró. Ante tamaña dejación que parece no conmover a nadie resulta fácilmente comprensible la sana envidia que provoca la convincente apelación a la responsabilidad ciudadana de una compungida Angela Merkel. Imposible verse aquí una imagen similar. Es la pandemia que ha servido como disculpa de segunda mano para justificar la suspensión del encuentro diplomático entre España y Marruecos, que había generado el primer sobresalto al excluirse a Pablo Iglesias por unas declaraciones comprometedoras que desvelaban las dos almas coexistentes del gobierno de izquierdas. Sin embargo, ha bastado que el iracundo Trump echase gasolina al fuego dando una patada al status quo de las relaciones internacionales para que el debate sobre el Sáhara Occidental quedase para mejor ocasión. El tiro al pie de otro insensato.