rimer aniversario de las elecciones del 10-N, y de una victoria agridulce del Partido Socialista, que había decidido volver a convocar a las urnas a pesar de que los comicios celebrados en abril ya le daban la posibilidad de gobernar. El riesgo asumido por Pedro Sánchez se saldó con la obtención de tres escaños menos para los socialistas, que pasaron de 123 a 120. El PP subió de 66 a 89 a costa de Ciudadanos, Vox, se disparó de 24 a 52, mientras Unidas Podemos vio erosionado su apoyo al pasar de 42 a 35.

Así que aquel 10-N envió señales nítidas, que dieron pie a dos intensas jornadas políticas, la del 11 de noviembre con la dimisión de Albert Rivera tras su debacle electoral (de 57 a 10) , y la del 12 de noviembre con aquel abrazo entre Sánchez e Iglesias después de meses de dimes y diretes, plasmando una entente que terminó de cristalizar en el mes de enero con la suma de los apoyos parlamentarios necesarios, muy ajustados pero suficientes, para dar vía libre a la investidura (167 votos a favor, 165 en contra y 10 abstenciones).

La nueva etapa que se fraguaba, después de un agotador ciclo electoral (cuatro elecciones Generales en cuatro años), suscitaba expectativas por el lado de la izquierda, condicionaba al Estado a mirar su realidad territorial, y generaba indisimulada crispación por una derecha dura compitiendo por la esquina del tablero.

Con una fuerza extremista como Vox, con 52 escaños en el zurrón, y un Casado en competición con Abascal, era más que previsible que el clima bronco fuese una constante de la legislatura. La derecha lleva radicalizada y fragmentada desde 2017, cincelando a partir de 2018, año de la caída de Rajoy, el estigma del Gobierno ilegítimo. Esa grave acusación, y sus derivadas, primero de la mano de Casado y ahora de Abascal, han marcado el torno de estos dos años y alimentado posiciones ultras.

Cuando esta nueva legislatura se acababa de desprecintar, su guion cambió de golpe con el estallido de la pandemia en el mes de marzo, bajo acusaciones de falta de previsión al Gobierno. El Ejecutivo liderado por Sánchez apostó en esa primera fase por un mando único, una gestión centralizada con aderezos militares en un contexto de fuerte impacto social por el confinamiento, algo amortiguado eso sí por la novedad y excepcionalidad de los acontecimientos. La sucesión tremenda de fallecidos contrastaba durante aquellas primeras semanas con una percepción social un tanto naíf sobre la verdadera dimensión y alcance del virus. Pasada esa fase inicial, el confinamiento comenzó a fatigar, al tiempo que afectaba ya muy seriamente a la economía. En busca de una catarsis gran parte de la esperanza colectiva se fió a la llegada del verano.

En lo político, la tormenta de rayos y centellas desatada por la derecha a raíz de la investidura, se encontró a las primeras de cambio con un seísmo de un calibre enorme. Tan mayúsculo que podía arruinar la andadura del nuevo Gobierno, reactivando la presión de poderes mediáticos y económicos y desatando una indignación social que finalmente llevase al KO al Ejecutivo de coalición. Pero ese cálculo de que la pandemia se pudiese llevar por delante a un Gobierno recién horneado además de desleal se ha comprobado ingenuo. Las costuras resistieron. Europa se arremangó frente a una crisis global. El Ejecutivo remarcó su apuesta social, y la gestión piramidal de la pandemia pasó a estar más descentralizada, en una nueva etapa no exenta de tensiones y contradicciones, pero más realista, que a la postre ha reforzado la estabilidad y ha puesto de manifiesto las debilidades de una derecha que ha pinchado con los clavos que ella misma había sembrado en busca del reventón progresista. Una derecha incapaz de vertebrar una alternativa creíble, presa de su arrogancia, de su tono bronco, de sus ansias y fobias. Muy tocada por su pasado y por dinámicas radicales y estériles. Con estrategias más pensadas para concitar el apoyo de sus feudos, que en armar un proyecto sólido. Basta repasar el protagonismo adquirido por la presidenta de la Comunidad de Madrid, Isabel Díaz Ayuso. Última pieza de su muestrario: “Vamos camino del totalitarismo”, publicó en su cuenta de Twitter el pasado viernes. Desgarrón para la estrategia de Génova, aún entre alfileres, de distanciar a Casado de Vox a partir de la moción de censura de hace dos semanas.