a pandemia está trayendo y traerá consecuencias que afectan de manera importante a nuestro presente y afectarán a nuestro futuro. Incuestionables son los efectos en la sanidad y en la economía, puesto que se pueden evaluar. La crisis sanitaria se constata en cifras de contagiados, ingresados y fallecidos, en continua y estremecedora contabilidad que nos va detallando su impacto. La crisis económica la vamos midiendo en reducción del PIB, en el aumento del paro, en el cierre de empresas, en los continuos análisis que presentan los técnicos y todos los estamentos afectados. Estas dos crisis, pavorosas, deberán ser afrontadas por los responsables políticos y sus profesionales de la sanidad y la economía para reducir en lo posible los efectos de la pandemia. Pero hay una tercera crisis mucho más difícil de evaluar, la que afecta a nuestros hábitos sociales y afectivos, profundamente lesionados desde la presencia del COVID-19 en nuestras vidas.

Aquel confinamiento de tres meses, entre la épica del Resistiré, los aplausos de las ocho y la picaresca del perro y paseíllo, quedó sin evaluar en sus efectos sociales. Lo que sí ha quedado constatado es que de aquella reclusión se salió en tromba como si el coronavirus hubiera sido algo superado, con un ansia desmedida de recuperar los viejos hábitos sociales interrumpidos por un castigo riguroso. La vuelta a la normalidad, a las rutinas arraigadas, fue inmadura, imprudente y hasta insolidaria. Como si no estuviera ocurriendo nada, con mucha más inconsciencia y ansiedad que falta de información, los jóvenes volvieron al cuadrillaje, a la fiesta, al botellón; los adultos recuperaron las cenas y barbacoas, las familias restablecieron las reuniones y comidas dominicales y en las terrazas se agolparon gentes de toda edad y condición como si no hubiera un mañana. Mascarillas, distancias y la higiene de manos quedaron como una molesta reminiscencia de la que se podía prescindir o, al menos, atenuar. Y llegó la segunda ola. O quizá fuera la primera, pero prolongada y agazapada. Por el camino quedaron suprimidas fiestas patronales y celebraciones acostumbradas, dejando como fondo una amarga nostalgia y peligrosos focos de rebeldía camuflados de no fiestas.

Es difícil calcular hasta qué punto los dramáticos efectos de la pandemia en nuestros hábitos sociales van a afectar al equilibrio emocional y a la salud anímica de nuestra sociedad. Porque aunque no queramos verlo, aunque amplios sectores sociales se siguen resistiendo, esta pandemia nos va a cambiar la vida al menos durante bastante tiempo y ello va a suponer una crisis de difícil evaluación. De momento, y aunque aún estemos en su etapa inicial sin haber vuelto al confinamiento total, ya se aprecia la desazón por el distanciamiento familiar forzoso, el desconcierto ante la restricción de unos hábitos atávicos de ocio, la desconfianza y hasta el rechazo acusador de los incumplimientos ajenos. Esta otra crisis social es la que atormenta a gran parte de la gente, adecuada a cada edad y situación, desde los abuelos que no pueden abrazar a sus nietos hasta el fantasma de la muerte en soledad, pasando por el cataclismo que para algunos supone renunciar al botellón o las cenas en sociedades y txokos. Como constata la encuesta Focus de EITB, el impacto en nuestro estado de ánimo es manifiesto.

Están por evaluar las consecuencias psicológicas y emocionales de las restricciones en el contacto familiar, en las expresiones de afecto, en las celebraciones (¡ay, las navidades!), en las rutinas festivas, en los encuentros entre amigos, en ese ambiente de relaciones al que estamos habituados desde siempre y que en este momento vemos en serio riesgo de continuidad. Porque es muy probable que esta pandemia nos vaya a cambiar la vida. Porque no tenemos ninguna garantía de que vaya a superarse en plazo breve, ni de que pueda volver a repetirse con la misma denominación o con otra. El COVID-19 nos ha empapado de miedo, de tristeza, de incertidumbre, y ese manto de tribulación abruma a una gran parte de la sociedad que no está dispuesta a renunciar a su modo habitual de vida y sabe que es muy posible que nada será igual, pero tampoco está con ánimo para reinventarse.