altan como un resorte ante la expresión “abusos policiales”, que se queda irremediablemente corta a la hora de describir torturas, lesiones permanentes y la muerte de allegados. “Nosotros sufrimos terrorismo de Estado”, afirma Jorge Pérez, hermano de Roberto Pérez, asesinado por el disparo de un policía en una manifestación celebrada en 1970 en Eibar contra el proceso de Burgos. “Mi padre fue asesinado”, añade Conchi Fernández, hija de Antón, que recibió un tiro mientras estaba en el balcón de su casa en Erandio durante una protesta ciudadana. Hablar de “víctimas de vulneraciones graves de derechos humanos” o de “violencia policial ilícita” resulta por tanto más ajustado a la hora de describir una injusticia e indefensión a las que se unió el apagón administrativo total, como quien esconde algo debajo de la alfombra. Solo en la historia reciente se ha empezado a recuperar su traumática experiencia, a situarla en el primer plano y, en los casos que corresponde, a indemnizarlas. Pérez resume que “hemos tenido reconocimiento e indemnización pero no justicia”.

Daba así a entender que este es un proceso de reparación que difícilmente tendrá fin. De hecho, tras la culminación de la labor llevada a cabo con el Decreto 107/2012, de 12 de junio, que abarcó los casos comprendidos entre 1960 y 1978, el Gobierno Vasco está trabajando ahora activamente en el desarrollo de la Ley 12/2016, que comprenderá la “violencia ilícita” infligida entre 1978 y 1999. Las sentencias de Tribunal Constitucional que han tumbado sendos recursos de Ciudadanos y el PP han dejado el camino expedito para esta Ley y todavía queda más de un año para recibir solicitudes de personas afectadas que busquen incluir su caso en la misma. Mientras esta segunda fase sigue evolucionando, cuatro víctimas del periodo 1960-1978, reconocidas e indemnizadas por fin, exponen sus casos en primera persona.

Según fuentes de la Dirección de Víctimas y Derechos Humanos del Gobierno Vasco, una de las características principales de estas vulneraciones es su carácter indiscriminado, ya que han afectado tanto a personas sin adscripción ideológica alguna como al vastísimo espectro político-sindical que abarca el paraguas de las organizaciones antifranquistas. Lino Zapirain Agirrezabala, natural de Oiartzun, de 75 años, fue detenido por la Policía francesa en febrero de 1969 “cuando pasaba por la muga para traer propaganda en contra de la dictadura”, explica a este periódico. “Íbamos varios amigos, nos dieron el alto los gendarmes y echamos a correr para escapar. Tuve la mala suerte de que me caí, me detuvieron y me presentaron ante la Guardia Civil de Dantxarinea”, en el paso fronterizo. Esa caída resultó fatal y cambiaría la vida de Zapirain. “En ese mismo momento empezaron las torturas”, afirma. Desde entonces sufre sordera -utiliza audífonos- y también cojera.

Y es que en ese momento comenzó una auténtica odisea para el joven Zapirain, que pasó primero por los cuarteles de Iruñea y Donostia, con el denominador común de las palizas continuas, y después por las cárceles de Marutene y Burgos, donde acabó cumpliendo dos años de condena y coincidió con el proceso de Burgos. “Allí éramos 24 presos políticos, separados de los comunes, y a seis o siete nos hicieron un juicio sumarísimo un mes antes del proceso de Burgos”, señala.

Antes de llegar a ese punto sufrió un enorme padecimiento y delató a uno de sus acompañantes al otro lado de la muga -“no me quedó otro remedio porque ya no podía aguantar las torturas”, asevera-. Fue entonces cuando le trasladaron a Donostia para enfrentarse a su compañero. “Dio la casualidad de que una de las veces que me estaban torturando, al bajar a mano izquierda del calabozo había sacerdotes detenidos. Uno de ellos me conocía porque era de Oiartzun, y me propuso oficiar la misa y que yo entonara el Evangelio en euskera”.

De este modo, podría comunicarse con su amigo, preso en otra celda contigua, para acordar lo que tenían que decir en sus respectivos interrogatorios: que solo habían pasado dos días en el otro lado, que se habían reunido tres veces y que siempre habían ido a por la propaganda, explica que el que fuera monaguillo en su niñez. Tiene además una espina clavada de su estancia en prisión: “Mi madre no sabía hablar castellano y cada vez que iba a la cárcel y queríamos hablar en nuestra lengua, el funcionario de turno cortaba la visita. Eso sí que me dolió”.

“La mayor matanza de la Transición”; “Un suceso que aceleró el fin del franquismo”. Son algunas de las frases que se han utilizado para describir los sucesos del 3 de marzo de 1976 en Gasteiz, en los que la intervención policial contra una protesta de miles de trabajadores se saldó con cinco víctimas mortales. Julio Ruiz Garrido, nacido en Haro y de 71 años, sintió en su propia carne el plomo de los disparos de esa funesta jornada. También sufre una lesión permanente, una cojera que “va a peor”.

“Era un día de huelga general porque las fábricas de Vitoria estaban todas cerradas. Y entonces hubo manifestaciones, primero en los extrarradios y luego en el centro. A las cinco había una asamblea obrera en la iglesia de San Francisco. Yo estaba en la calle, vivía cerca de la iglesia, me acerqué por una calle pero llevaba unas piedras y se me ocurrió tirar una piedra a la Policía. Entonces el policía me vio, me apuntó a las piernas y me pegó un disparo en la pierna izquierda. Pero pensó que no me había herido porque yo me giré, me pegó otro y entonces ya me caí al suelo”, relata.

Julio Ruiz valora que se salvó de morir desangrado porque, después de que unos compañeros le llevaran a una acera, donde esperó a tres heridos más, “les dije que me llevaran a la policlínica, donde conocía al doctor Rojo. Me cogieron a tiempo y me operaron en media hora”. Y es que el primer balazo “me rompió la tibia y el peroné, tuve herida abierta”. Desde entonces “tengo el pie torcido, me han dejado inútil y así será hasta que me muera”.

Cambiando de año y escenario, la tragedia se cernió en la noche del 28 de octubre de 1969 en Erandio por una razón totalmente alejada de la política y de ideologías: el hartazgo ciudadano por la polución que provocaba la alta concentración de fábricas. Las protestas tras una concentración de gases especialmente intensas fueron reprimidas a tiro limpio por la Policía Armada con el resultado de dos asesinados en días consecutivos, Antón Fernández y Josu Murueta.

La hija de Antón, Conchi Fernández, recuerda esos momentos. “Mi padre también había estado en la manifestación pero subió a casa porque él se metía pronto a la cama. No sé si serían las diez de la noche cuando le dije que se levantara para que viese lo que estaba pasando. Se levantó en pijama, se asomó a la barandilla del balcón y nos dijo: Meteos para adentro, que son tiros. No dijo más”, relata Conchi respecto al disparo que recibió su padre en una ceja. Ella estaba embarazada de su segundo hijo.

Antón falleció tras permanecer 15 días en el hospital de Basurto, una estancia que resultó enormemente penosa para sus familiares. “Lo tenían en coma en la UCI y custodiado día y noche por la Policía. Mi madre pasó los 15 días allí en el suelo con una manta, no había ni un sofá de mala muerte, porque nos dejaban verlo cada cierta hora. Nos dijeron que la bala se alojó en la parte de atrás y que solo podían extraerla cuando falleciera”, agrega.

A poco que se escarba en los casos de violencia policial ilícita, enseguida aparecen vasos comunicantes. Durante su estancia en prisión, Lino Zapirain coincidió con los presos de ETA que iban a enfrentarse al proceso de Burgos. Y en una manifestación celebrada en diciembre de 1970 en Eibar contra dicho consejo de guerra sumarísimo, Jorge Pérez perdió a su hermano mayor Roberto, asesinado de un disparo de la Policía franquista.

La manifestación tuvo lugar los días 3 y 4. Sobre el juicio, Jorge valora que “el pueblo vasco asumió que no se iba a celebrar de forma justa sino que les querían dar un escarmiento, no solo a ellos sino al propio pueblo vasco”. En la protesta del 4 de diciembre, “al de poco tiempo vino la Guardia Civil con sirenas y ya se empezó a romper. Empezaron a tirar bombas lacrimógenas, se les devolvían, yo tenía 15 años y estaba solo. Me pareció que allí podía pasar algo y corrí en dirección contraria, hacia donde vivía”.

En ese trayecto, un amigo le dijo “oye, a tu hermano le han herido”. “Cuando llegué a casa ya no estaban mis padres, una amiga de mi hermano les dijo que le habían herido y le habían llevado a la “Residencia Sanitaria de Donostia”, prosigue su relato. Añade que “los médicos dijeron que había sido a quemarropa, le había afectado al hígado y la pleura. Tuvo muchas transfusiones de sangre, duró cuatro días y cuando parecía que había una pequeña mejoría falleció. Mis padres estuvieron los cuatro días y yo pude ir un día y despedirle, me agarró de la mano como si fuera una despedida”.

Las víctimas de violencia policial ilícita sienten que tienen una mochila más cargada que otras víctimas, en el sentido de que les ha costado más visibilizar su situación y que se reconozca su dolor. Abominan por ello de la Ley de Amnistía y de todo aquello que suponga echar tierra sobre su situación. Ahora que existen vías para obtener ese reconocimiento, no tienen dudas. “Para que no vuelva a ocurrir se tiene que saber”, afirma Jorge Pérez. Anima por ello a “quienes han sufrido una vulneración de derechos humanos” a que lo expongan. “Es la única manera, si queremos una sociedad más justa y democrática se tiene que saber nuestro pasado, lo que no se puede hacer es borrón y cuenta nueva”, zanja.

Conchi Fernández obtuvo el reconocimiento del Gobierno Vasco por su padre, pero no el de Madrid -la Ley de Memoria Histórica de Zapatero-. “Dos veces lo he presentado y otras tantas se ha rechazado, y en la última la asistencia jurídica costó 1.800 euros”, lamenta. El aniversario del día en que su padre fue herido está cerca, y siempre es una época de zozobra. Recuerda que hasta 2013 no tuvieron un reconocimiento oficial y afirma que “fue un asesinato en toda regla y ante una muerte deberíamos ser todos iguales”.

“Mi madre no sabía castellano y cada vez que venía a la cárcel cortaban la visita cuando hablaba”

Sufre sordera y cojera tras ser torturado durante días por la Guardia Civil en 1969

“Me cogieron a tiempo y me operaron la pierna en media hora, si no me hubiese desangrado”

Recibió dos disparos de un policía en los sucesos del 3 de marzo del 76 en Gasteiz

“Mi hermano duró cuatro días, pude ir al hospital y me agarró la mano como si fuera una despedida”

Hermano de Roberto, asesinado en una protesta contra el proceso de Burgos

“Lo de mi padre fue un asesinato en toda regla, y ante una muerte todos deberíamos ser iguales”

Hija de Antón Fernández, asesinado por el disparo de un policía en 1969