l Congreso es un patio de vanidades. Cada vez más, un derroche de engreimiento. Justo ahora que la segunda oleada del virus pulveriza la temporada turística, compromete el cierre de fronteras y enmudece la más mínima confianza económica, sus señorías de la coalición de gobierno y del PP se juegan la credibilidad al aplausómetro mientras evidencian una deplorable incapacidad para acordar un plan de ayudas sociales tan imprescindible en tiempos de creciente vulnerabilidad. Aquí no hay visión de Estado sino luces cortas. Aquí conviven pactos de supervivencia con histerismos catastrofistas. Aquí una mayoría vive al día con el viento a favor, y el resto patalea maldiciendo su mala suerte. Así, hasta el final de una legislatura que Pedro Sánchez se va asegurando con una transversalidad equilibrista y el efecto inducido de una caótica oposición cada vez más ultramontana en su desesperante soledad.

El PP de Pablo Casado se corta las venas. Parece gafado. La goleada de Feijóo espolea las críticas de los sensatos barones moderados contra una dirección errática. La debacle de Iturgaiz-Faes rescata de las catacumbas a Ciudadanos, precisamente cuando Inés Arrimadas más cerca camina de Sánchez. Génova evangeliza sin desmayo por las cancillerías de media Europa contra el gobierno comunista de España, y a la vuelta de la esquina Pedro Sánchez arranca gratis para su país en la UE la mitad de una ayuda global de 140.000 millones. Nadie conocía las desventuras corruptas de un senador aguirrista de Madrid y otra vez la torpeza de García Egea en una rueda de prensa viral le convierte en trending topic contra la libertad de prensa. En medio de semejante desvarío, lógicamente Ivan Redondo lo tuvo fácil para idear la puntilla final. Le valió ordenar en menos de doce horas dos efusivos recibimientos al presidente del Gobierno, convenientemente televisados y retuiteados, para diezmar la moral de su rival más encarnecido.

En una sesión de control al Gobierno, que la oposición debió pedir su aplazamiento para preservar su estado de ánimo, Sánchez no dejó de ser aclamado cada vez que abría la boca. En los escaños de la coalición se asistía al lógico estado de euforia por una conquista histórica que solo los renegados pueden criticar. Hasta Unidas Podemos se felicitaba por un acuerdo de magnitudes tan desbordantes como imprescindibles, pero que desde la óptica del izquierdismo radical arrastra la manzana podrida del freno a la reforma laboral, esconde una evidente vigilancia frugalista y tiene el beneplácito de un Rutte nada socialdemócrata. No está Pablo Iglesias ahora mismo para digresiones y por eso disfraza sus desastres electorales y los incómodos coletazos del caso Dina con las recurrentes alusiones a esa válvula de escape que le suponen el debate constitucional sobre la monarquía y los despreciables vicios nada ocultos del rey emérito.

Mientras socialistas y podemitas se deleitaban en medio de la exultante Operación Aplauso bien orquestada y justificada, los populares batían las palmas cruelmente resignados. Todavía no había llegado el patinazo diplomático de la ministra González Laya reconociendo de tú a tú a Gibraltar en su mano a mano con el inefable Picardo. En la festividad patriótica de Santiago, la derecha afila ávida sus garras ante esta dejación de la soberanía nacional que semejante traspié les pone en bandeja. Hasta entonces, los trascendentales acuerdos de las 90 horas de Bruselas les habían supuesto una dolorosa daga política que intentaban disimular espoleando repetidamente esas evidentes contradicciones de Sánchez que ya parecen amortizadas por el ciudadano medio a estas alturas del mandato. En realidad, han hecho callo. Es sabido que el presidente avala con nocturnidad y apremio la derogación inmediata de la reforma laboral a sabiendas de que jamás lo cumplirá. Incluso firma un pacto para que se reúna la Comisión Mixta del Concierto y solo se acuerda cuando Aitor Esteban le advierte de que se está jugando los Presupuestos. La política líquida esta reñida con el compromiso.

En cambio, ERC espera a Sánchez con la escopeta del desacuerdo cargada. Las recientes exigencias del Supremo para la libertad condicional de los líderes del procès desestabilizan peligrosamente la mesa de diálogo y las relaciones de confianza en el bloque de la investidura. La advertencia judicial desinfla a los soberanistas e insufla de independencia judicial al gobierno a los ojos de Ciudadanos, convertida en la niña de sus ojos para ganarse los aplausos del duro trance presupuestario.