los imperios no los derriba nadie. Se pudren por dentro, se caen solos” escribió Rodolfo Walsh. En 1991 el mundo presenció atónito la descomposición por etapas de uno de los mayores imperios que ha visto la humanidad, la URSS. Fundado de las ruinas del imperio ruso por los bolcheviques liderados por Lenin, la URSS ocupaba un sexto de la extensión geográfica de la tierra, la conformaban quince repúblicas diferentes y 287 millones de habitantes vivían entre sus fronteras. Su enfrentamiento con el modelo capitalista, liderado por los norteamericanos, marcó el devenir del mundo tras la Segunda Guerra Mundial. Pero aquel 1991 el gran faro del comunismo mundial estaba a punto de apagarse para siempre.

Nadie duda de que muchos fueron los factores que propiciaron su caída: desde la falta de libertades, el declive económico o el desgaste de la carrera armamentística frente a los Estados Unidos, hasta la quiebra del ideal comunista. El sistema soviético era un gigante herido al que un Gorbachov aún creyente en el comunismo intentó salvar con su perestroika, combinando nuevas libertades democráticas con cierta liberalización económica. Pero el historiador Serhii Plokhy aduce un nuevo factor a la ecuación en su fascinante libro sobre el fin de la URSS El último imperio.

Para Plokhy fueron las nuevas clases dirigentes surgidas de las reformas de la perestroika las que decidieron poner fin a la URSS. Y quien lideró a estas nuevas elites se llamaba Boris Yeltsin. Él y Gorbachov protagonizaron el destino de la URSS aquellos meses de 1991.

Ambos poseían unos orígenes similares y una trayectoria política muy parecida. Mijaíl Gorbachov procedía de una familia campesina. Ambos abuelos suyos habían sufrido la represión en la era de Stalin. Tras estudiar Derecho en la Universidad de Moscú, regresó a su ciudad de origen protagonizando una fulgurante carrera política, ascendiendo en la jerarquía del PCUS. Gorbachov encarnaba no solo a una nueva generación de jóvenes que trataban de sustituir a la anterior gerontocracia en el poder y modernizar su país. Su misión no solo era la reforma de una Unión Soviética que se caía a pedazos, sino salvar el comunismo y con él todo el sistema soviético.

Su visión del problema se resolvía en la famosa frase que su mano derecha, Shevardnadze, le dijo en 1984: “Todo está podrido. Hay que cambiarlo todo”. Para la generación de Gorbachov estaba claro que la URSS había perdido la guerra económica, tecnológica y armamentística frente a los Estados Unidos. Era necesaria una reestructuración (perestroika) de la economía. Pero, para ello, era esencial la instauración de libertades democráticas y promover la trasparencia (glasnost) en la corrupta jerarquía de la cúpula soviética. Perestroika y glasnost eran las dos palabras mágicas que salvarían la URSS.

Boris Yeltsin tuvo un recorrido similar en su ascenso político. De orígenes humildes como Gorbachov, Yeltsin era ingeniero de formación. Desde un comienzo se dedicó a la construcción, uno de los sectores más conflictivos y complejos de la economía soviética. La mayoría de los empleados de la construcción solían ser presidiarios o disidentes y los plazos de realización de las obras exigidos por las férreas planificaciones soviéticas no dejaban mucho margen. Yeltsin se labró fama de gran eficacia construyendo y derruyendo dentro de los plazos, logrando terminar importantes proyectos para el régimen como la demolición de la casa donde fueron ejecutados los zares para el 60º aniversario de la Revolución de Octubre.

Poco a poco fue escalando en el organigrama del partido en su Sverdlovsk natal y fue el que sería su futuro gran enemigo, Gorbachov, el que lo llevó a Moscú para ser el secretario del partido en la capital. Allí fue uno de los más fervientes partidarios de la perestroika y la reforma total del sistema, pero poco a poco fueron apareciendo sus discrepancias con Gorbachov. Para Yeltsin las reformas estaban yendo demasiado despacio. Primero se enfrentó públicamente al bando reaccionario del PCUS que negaba todo cambio. Y, después de que sus críticas también alcanzasen a Gorbachov, este lo despojó de su cargo en otoño de 1987 y lo envió a su ciudad natal. Yeltsin había sido sacrificado por Gorbachov para tranquilizar a los reaccionarios y acallar sus críticas a la lentitud de las reformas. Parecía que la carrera de Yeltsin estaba acabada. Sin embargo, no había hecho más que empezar.

Yeltsin abandonó el PCUS pero supo esperar a que el viento soplase otra vez a su favor. Y la oportunidad le vino de la misma persona que lo defenestró, el propio Gorbachov. Este necesitaba que el PCUS perdiese peso en el poder para poder contrarrestar a los reaccionarios contrarios a la perestroika y para llevar a cabo más rápidamente sus promesas de democratización del sistema. Por ello, en 1989, permitió por primera vez que se diesen elecciones en las repúblicas soviéticas en las que pudiesen participar partidos que no eran comunistas. El monopolio político del PCUS había terminado. Esto abría el camino a los opositores al régimen.

El movimiento democrático contrario al comunismo supo entrar en el sistema a través de ese resquicio y quién mejor que Boris Yeltsin, un reformista expulsado del sistema por ser demasiado radical en la búsqueda de reformas, para ser su abanderado. Además, las formas poco convencionales de Yeltsin de dirigirse a los ciudadanos, que para sus antiguos camaradas del PCUS eran excesivamente vulgares, resultaban muy atrayentes para los ciudadanos hartos del sistema y de la jerarquía tradicional del partido.

Yeltsin se convirtió en la figura que supo agrupar a todas las personas desilusionadas no solo con el modelo soviético, sino también respecto a una perestroika que no era capaz de avanzar y que se encontraba atascada. La gran crisis económica que asolaba la URSS no hizo más que ahondar, no solo la crítica sobre el modelo soviético, sino también sobre la capacidad de que Gorbachov pudiese introducir las reformas económicas que había prometido que salvarían la economía del país.

Poco a poco, los disidentes y críticos ya no eran solo los intelectuales o los ideológicamente opuestos al comunismo. El ciudadano de a pie veía que su nivel de vida caía constantemente y que las reformas de Gorbachov eran incapaces de lograr mejorar la vida de los soviéticos corrientes. Yeltsin supo canalizar ese malestar en las instituciones, logrando colarse en el Parlamento ruso, y se convirtió poco a poco en la figura antagonista de Gorbachov. Si Gorbachov no tenía suficiente con los inmovilistas de su partido que querían volver a la antigua URSS, ahora tenía en Yeltsin a alguien que quería llevar la reforma demasiado lejos, prescindiendo incluso de la URSS. El duelo estaba asegurado.

El gran momento de Yeltsin llegó el 12 de junio de aquel 1991. En un intento de aplacar las ansias de autonomía de las distintas repúblicas, en las que muchas ya parecían querer seguir el camino de los países del este que habían abandonado el bloque comunista, Gorbachov decidió transformar la URSS en una unión de repúblicas con un mayor grado de autonomía.

El 12 de junio de 1991 la República de Rusia celebró sus elecciones a presidente por primera vez en un régimen de libertad. Yeltsin fue el vencedor, convirtiéndose en el primer presidente de Rusia elegido por sus ciudadanos libremente. Su puesto político ya estaba más legitimado democráticamente que el del propio Gorbachov. Ahora ya tenía el poder suficiente para hacer frente a su antiguo aliado.

En la ceremonia de investidura de presidente, Yeltsin se paró justo a la hora de dar la mano a Gorbachov, obligando a este a que fuera el propio Gorbachov el que se le acercara para darle la mano. Con este gesto Yeltsin dejaba claro quién era el que tenía el poder en las urnas, en la república más importante de las que conformaban la URSS. Estaba claro que el imperio había escapado de las manos de la autocracia comunista, la cual lo había dirigido durante 60 años. En un intento de salvar lo que quedaba de la URSS, los comunistas habían perdido el poder sobre esta.

Serían los nuevos líderes de los nuevos parlamentos de las repúblicas elegidos en las urnas los que acabarían con la URSS. Una nueva elite que, cómo explica Plokhy en su libro, llegado el momento, entendió que el viejo imperio ya no era necesario ni ventajoso para el futuro. Pero todavía los que añoraban la URSS tratarían en agosto de salvar lo que quedaba del viejo sistema soviético mediante un golpe de Estado. En vez de volver los relojes hacia atrás, lo único que lograron fue dar el tiro de gracia a la URSS, y, de esta manera, facilitaron al presidente ruso la gran oportunidad que ansiaba desde hacía tiempo. La historia le volvía a sonreír a Yeltsin. Y esta vez iba a ser la definitiva.

Las nuevas clases dirigentes surgidas de las reformas de la perestroika decidieron poner fin a la URSS, y Boris Yeltsin fue quien las lideró

Gorbachov permitió por primera vez unas elecciones en las repúblicas soviéticas en las que participaran partidos que no eran comunistas