Se va un año especialmente duro para los niños y niñas que viven cerca de Chernóbil. Además de residir en una zona afectada por la radiación de la central nuclear, han sufrido las consecuencias de la invasión rusa a Ucrania, lo que ha dificultado una vida que de por sí ya no era sencilla. Muy pendientes de su situación ha estado, desde que el conflicto estallara a finales de febrero, Chernobil Elkartea, que este invierno ha traído a una veintena de menores a Euskadi para pasar mes y medio con sus familias de acogida. Algunas de ellas se juntaron a petición de este periódico, contaron cuál es su situación y desearon que la guerra acabe en 2023.

“Llevábamos casi tres años sin vernos”, señala Sorkunde, quien junto a su marido Imanol acogen a Dyana desde hace seis años. Porque a todo lo antes comentado se añade la dichosa pandemia, que impidió a estos chavales salir de su país. “Estábamos deseando verla, hasta hace poco no sabíamos ni siquiera si iba a poder venir. Se han juntado muchas cosas; primero la pandemia, luego la guerra. Todas las familias hemos peleado por que pudieran venir y aquí los tenemos”, añade esta errenteriarra. Estarán aquí, por norma general, desde principios de diciembre hasta finales de enero.

“Soy de Dyatiatky”, comenta Dyana, tímida y alta para sus 12 años. No dice mucho más. En realidad, a casi ninguno de estos chavales les apetece mucho hablar de lo que está sucediendo en su país. “Algunos de ellos tienen familiares en la guerra”, comentan desde la asociación, “pero no quieren hablar de ello”. Deberían haber venido más niños este invierno, pero algunos han preferido no despegarse de sus familias, otros no salen porque sus padres no han querido y hubo tres niños que se quedaron en la frontera, a las puertas de venir pero sin poder hacerlo finalmente. El motivo es que sus respectivos padres están en la guerra y no pudieron firmar el permiso.

Dyatiatky, la localidad de la que proviene Dyana, está “justo al otro lado de la valla que marca que no se puede vivir más allá por la radiación”, explica Dani, otro de los padres de acogida. “Hay un perímetro de 30 kilómetros alrededor de Chernóbil que indica que no se puede pasar. Pues el primer pueblo es Dyatiatky”. Ante una afirmación así, uno se pregunta cómo se ha decidido que a partir de los 30 kilómetros pueden estas personas estar libres de los peligros de la radiación. También Dyatiatky fue uno de los primeros lugares que ocuparon las tropas rusas. Dyana y su familia vivieron “en un refugio”, explica Sorkunde, su madre de acogida: “Estuvieron dos meses con presencia militar rusa, sin comunicaciones, sin salir de casa. No pudimos ni contactar con ella durante todo este tiempo. Fue duro. Oías las noticias y te derrumbabas. El día que por fin contactamos con ella justo pasaban unos aviones, la comunicación se cortó y pasamos otra vez bastante tiempo sin hablar con ella”.

Dyana suele hablar con su madre. “El último día que habló con ella le dijo que habían estado sin luz”, cuenta Sorkunde. La guerra no ha hecho sino empeorar una situación de por sí precaria. Ante la pregunta de ¿cómo estáis ahora allí?, esta niña ucraniana agacha la cabeza. “Mejor no están, desde luego. En todo caso, peor”, responde su madre de acogida, quien lo pasó “mal” estos dos últimos veranos sin Dyana: “Han sido veranos tristes. Solemos ir a Olite y todo el mundo nos preguntaba por ella. Te encariñas mucho. Vino por primera vez con seis años. Ella decía que quería venir, pero no podíamos. Es duro cuando sabes que allí les faltan cosas y que tú aquí tienes de todo”.

EN EUSKERA 

Cuando va a acabar la conversación con esta familia llega Polina, otra niña ucraniana de doce años… que habla euskera. Su familia de acogida es de Asteasu, habla habitualmente en euskera y así es como ha aprendido. “La primera vez que vine tenía siete años”. Vino cuatro veranos seguidos hasta que la pandemia acabó con esta tradición y fue de las pocas que logró salir del país las pasadas navidades. “¿Y tú cómo estás aquí?”. “Ondo”, responde. “¿Y tu familia?”. “Ondo”, vuelve a decir. Pero tampoco ahonda más. Muy bien no deben estar porque ella también agacha la cabeza y se escabulle en cuanto puede.

También en euskera se comunican Lera, la hermana pequeña, y Diana, la mayor, que llevan desde primavera viviendo con Miren en Pasai Antxo. Diana ya había venido un verano antes de la pandemia. Para Lera es la primera vez con su madre de acogida. “Los primeros días fueron complicados”, reconoce Miren: “La mayor vino en su momento con nueve años y ahora tiene doce, está cambiada y nos costó un poco coger el ritmo, acostumbrarnos. Ahora ya estamos mejor. Están a gusto en casa conmigo y en el colegio. Una hace deporte y a la otra le gusta pintar”, cuenta esta pasaitarra, que se hace cargo ella sola de ambas.

“Este año no tenía intención de traer a nadie, pero me acordé de mi abuelo, que decía que prefería morir antes que vivir una guerra, y me decidí. Se quedarán hasta que haga falta. Vamos al día. Cuando sus padres quieran que vuelvan a Ucrania, volverán. Su vida está allí, pero ahora están bien aquí”, dice Miren, convencida, aunque señala que a veces son “un poco trastos”, mirando sobre todo a la pequeña, Lera, que ríe y dice: “No sé cómo he aprendido euskera tan rápido. He aprendido en el cole y porque hablo con Miren”.

Las hermanas intentan hablar a menudo con su madre, aunque hay días que no es posible “porque no hay luz en casa”. “La familia está bien”, señala la mayor. Ante la pregunta de qué pedirían para el año que viene, la pequeña dice: “No sé qué es el año que viene”. Se lo explica Miren y entonces pregunta: “¿Y a quién se lo pido?”. Eso tiene más difícil respuesta, pero al final lo entiende y expresa su deseo. “Ah, ya sé. Que se muera Putin”, grita. Lo dice con naturalidad y los adultos de alrededor se miran sin saber qué decir. “Es el pensamiento habitual allí”, admiten algunos padres de acogida. Solo es una niña que probablemente ha repetido lo que ha oído decir unas cuantas veces.

UNA ALDEA CON TRES NIÑOS

Ainhoa, irundarra, ha acogido a Anna, de nueve años. Lo curioso es que esta niña vive en Gubin, un pueblo muy pequeño “donde solo hay tres niños, Anna y sus dos hermanos, que son más pequeños”, cuenta Ainhoa: “La verdad es que la chavala tenía ganas de relacionarse y necesidad de salir del país. Lleva esperando desde que tenía seis años, pero por la pandemia no la pudimos traer antes”. La espera ha terminado estas navidades. Anna no habla castellano, pero “ya empieza a aprender alguna palabra o frase”. “Nos entendemos con mímica y con Google.Y también tenemos una vecina que le llamo si necesitamos algo. Pero Anna entiende todo”.

A su lado, la niña no habla. Se le ve tímida, pero sonríe y está con los ojos bien abiertos. “Se está adaptando muy bien. Al llegar estaba un poco triste, hay que tener en cuenta que dejan allí a su familia y que están pasando un momento muy difícil, pero vamos poco a poco, intentamos hacer planes, estar con más gente. Ahora ya come y duerme bien. Estamos contentas”, comenta Ainhoa, que lleva “varios años trayendo a niños ucranianos”: “Uno de ellos ya es mayor de edad y dijo que no quería venir porque no quería dejar a su familia. Para otros es complicado salir del país”.

Se une a la conversación Lisa, una chica ucraniana que lleva viniendo a Gipuzkoa desde 2015 y que es la que hace de traductora entre Ainhoa y Anna. De hecho, ha venido con ellas a la cita con este periódico. Se le ve con otro desparpajo. “Vine en primavera y estuve seis meses aquí. Luego volví a Ucrania un mes y ahora estoy de nuevo con mi familia de Irun”, cuenta en perfecto castellano. Está escolarizada y muy bien adaptada a su vida aquí.

Lisa vive también “muy cerca” de la zona prohibida alrededor de Chernóbil. Vive sola con su madre, pero tiene “tíos y primos”: “Todos están bien, esperándome”, dice. Y comenta que está “acostumbrada” a vivir entre dos familias: “Cuando estoy en Ucrania estoy bien y aquí también con Josema y Eva (sus padres de acogida). Traen a otra niña, pero esta vez no ha podido venir”.

VIKA Y JARIK, DESDE PRIMAVERA

Vika y Jarik, dos hermanos de 9 y 12 años, llevan desde abril con Marian, que es la presidenta de Chernobil Elkartea. “En cuanto la madre dejó que salieran, vinieron los dos”, explica esta errenteriarra: “Vika es la segunda vez que viene, ya estuvo las pasadas navidades, para Jarik es la primera. Tienen otros dos hermanos, una niña de dos años y un chaval de 18, que se han quedado en Ucrania”. Marian y su marido tienen tres hijos viviendo con ellos, así que se han juntado “unos cuantos” en casa. “Ahora son estos dos, antes ya han venido otros niños ucranianos”, cuenta.

Vika está pendiente de la conversación, pero justo cuando va a hablar de su familia se encienden las luces de la bola gigante de La Zurriola. Con un sonoro “halaaaaaaaaaaa” aprovecha para irse y eludir la pregunta. “Se acuerdan mucho de su familia”, reconoce Marian, “sobre todo de su hermana pequeña”. La comunicación con su familia ucraniana es complicada: “Hablan poco con sus padres, porque su pueblo tiene mala cobertura. Ya tenía mala antes, y ahora peor. Nosotros vamos probando y, si no, mandamos fotos a una tía de ellos que vive en Kiev y puede recibir fotos en el móvil. Así saben que están bien. Echan mucho de menos a su familia, pero se quedarán aquí hasta que acabe la guerra o sus padres vean que la cosa está mejor allí”. Jarik está pendiente de lo que dice Marian y habla bien castellano, pero solo dice que “a veces” habla con su madre y que está “bien”.

Ion e Idoia, una pareja donostiarra, han acogido a Katya, de 12 años, que ya estuvo con ellos hace tres años pero que no volvía desde entonces debido a la pandemia. Entonces llegó con su hermana, ahora lo ha hecho sola porque Vika tiene 17 años y se ha quedado. “Se le ha olvidado un poco el castellano y al principio se le veía triste, lloraba. Es que no es fácil para ellos. Luego ya se ha ido calmando, haciéndose más a nosotros y está más contenta. Es muy buena chavala”, cuentan.

Cuando estalló la guerra, Katya se fue a vivir “al pueblo de la abuela con su padre”, mientras la madre y la hermana mayor se quedaban en Kiev “porque tenían que trabajar”. La comunicación es “difícil”. Por ejemplo, el día que llegó Katya a Donostia, se pasaron un buen rato intentando llamar a su familia. Al final lo consiguieron. “Ha habido un momento de electricidad y podemos hablar ahora”, les contaron a Idoia y Ion.

Katya “no habla mucho” de cómo están en Ucrania: “Le preguntamos algo y nos dice cosas sueltas, pero pocos detalles. Se ve que no le apetece mucho hablar de eso. Nosotros desde el principio de la guerra nos ofrecimos a que viniera. Al final sus padres han dado el visto bueno a que venga este mes y medio. Tampoco sabemos qué pasará el próximo verano, nuestra idea es que Katya vuelva. Le quedarían dos veranos más, porque el programa es hasta los 14 años”.

“Ayudamos porque podemos y tenemos tiempo”, añaden ambos: “Ves que son gente que tiene una necesidad, pero no ahora por la guerra, sino de antes. Es una zona con problemas de contaminación, y los que se han quedado allí es porque no se pueden ir”.

KATIA, LA HERMANA ‘MAYOR’

Lide y Dani tienen dos niñas que aún no habían nacido cuando acogieron por primera vez a Katia, en 2015, así que esta adolescente ucraniana de 15 años hace de hermana mayor. Se nota que está muy bien adaptada a su familia guipuzcoana. “Vengo desde que tenía 7 años y las navidades pasadas también pude venir”, cuenta. El inicio de la guerra en su pueblo, muy cerca de Chernóbil, fue duro: “Al principio estuvimos un poco mal. Las tropas rusas pasaron y estuvimos unos días metidos en el sótano”. Su familia parece haber recuperado cierta normalidad: “Ahora me dicen que están bien. Mi madre ya está trabajando. Sabe que estoy bien aquí”.

“Katia nos ha contado que algunos días les pedían que se quedaran en casa. Desde que empezó la guerra tienen luz a ratos. Hay infraestructuras que tienen que arreglar, porque quedaron destrozadas por los bombardeos, y además tienen que ahorrar energía”, cuenta Lide, que recuerda que “el origen del programa es ayudar a chavales afectados por la radiación, ya que viven en aldeas cercanas a Chernóbil”. A lo que ahora se ha añadido la guerra: “Llueve sobre mojado para ellos. Algunos tienen a sus padres o abuelos en la guerra, aunque alguno no lo quiera contar. La realidad es que están sufriendo mucho, por si antes no sufrían bastante”.

El objetivo de estas familias es “tratar de dar a estos chavales un hogar para estar tranquilos parte del invierno o parte de la guerra”, explica Lide: “Las familias de acogida están haciendo un esfuerzo muy grande. Hay casos como el de Miren, que está ella sola con dos niñas. En otros casos ha venido el niño o la niña con la madre, y al final hay que hacer un esfuerzo por adaptarse todos. No es fácil”. Así que el deseo para 2023 es claro. Lo expresa Sorkunde: “Pedimos paz, que acabe ya la guerra. Porque luego costará levantar el país”.