Los encuentros entre parejas liberales en Gipuzkoa eran un fenómeno poco menos que casual, anecdótico, pero las cosas parecen ir cambiando. En los últimos meses, este tipo de citas ardientes cuentan con un número creciente de adeptos, que dejan a un lado la sonrisita pudorosa para dar rienda suelta a su imaginación, ligeros de ropas. NOTICIAS DE GIPUZKOA ha querido conocer desde dentro lo que se cuece en este tipo de citas furtivas. El encuentro tiene lugar en un polígono industrial de Donostialdea. De entrada, la impresión inicial no es la esperada, aunque el ánimo no se arredra y sigue prometiendo la experiencia.
Decido ir acompañada. Llegados al lugar, el saludo resulta de lo más afectuoso, y se prodigan las buenas maneras mientras nos indican cuál es el acceso a la sala en la que, en breve, comenzará el desenfreno, la aventura sexual de nuestra vida. Seguimos para ello una ruta que muestra las diferentes zonas de disfrute. Llama poderosamente la atención un letrero que recoge la prohibición del consumo de estupefacientes, un mensaje que no parece del todo real, a juzgar, al menos, por el comportamiento bamboleante de algunos de los inquilinos.
Una vez dentro, una señorita muy amable nos lleva hasta el aseo, donde hay dispuesta una ducha con todo lo necesario para estar limpitos. A un lado, también se ofrecen unas taquillas donde guardar las pertenencias, y una llave para que estén a buen recaudo. Me quedo con la sensación de que sobran tantas medidas de seguridad, porque aparentemente la gente va a lo que va.
Después, el cuarto oscuro, que no lo es tanto. Hay en él poca luz, pero las siluetas son más o menos visibles. La sala, para qué engañarnos, es un curioso escondrijo de imaginación calenturienta. El suelo está conformado por un colchón enorme, y la pared también parece blandita, aunque, en la oscuridad, no llego a percatarme del material que lo compone. Eso sí, reconfortable, lo es a más no poder.
Otro espacio que toca conocer antes de la contienda es el de las camas, dispuestas en una especie de pasillo oculto por visillos que filtran sombras juguetonas. Son diez las camas en las que entregarse al goce. El recorrido previo, que se antoja ya un tanto cansino, incluye la barra de bar, imprescindible escenario en el que pedir las consumiciones y charlar antes de la faena.
El comedor tiene 20 mesas, decoradas a conciencia para la ocasión. Hay también velitas, pequeños aperitivos dulces y salados, como el sabor que dejan los cuerpos desnudos, para tomar en buena compañía.
Para qué engañarnos. La cosa se empieza a poner calentita, sobre todo cuando vemos que, frente a nosotras, una pantalla devuelve imágenes más que subidas de tono, películas X que invitan a meterse pitando en el cuarto oscuro y buscar alivio.
Sala acogedora
A esperar acontecimientos
La sala es acogedora, la luz tenue, y los focos de colores completan el escenario perfecto. El caso es que, concluidas las presentaciones previas, nos sentamos a una mesa a esperar acontecimientos. Nos embarga cierta sensación de pudor, sí, timidez. Es la primera vez que asisto a un encuentro así y, pese a la extraña sensación, algo me dice que algún otro día regresaré.
"A esos dos chicos que están ahí, les gustaría conoceros. ¿Queréis que os los presente?". Son las primeras palabras que nos dirige una mujer que hace labores de celestina. Pretende romper el hielo.
Las presentaciones a partir de ahí se suceden. Todos trajeados, modositos ellos, de unos cuarenta años. Las mujeres van embutidas en unos vestidos llamativos a más no poder, con el curioso contrapunto de clientes del interior del territorio, con un aspecto cuidado pero algo más tosco y rudo. A todos nos une un mismo deseo: dejarnos llevar por el morbo, cada uno a su manera.
Siempre me he considerado liberal, pero una nunca llega a conocerse a sí misma. Y descubro que me sonrojo con más frecuencia de la que jamás imaginé, sobre todo cada vez que me hacen alguna pregunta subida de tono. "¿Utilizas lubricante? ¿Te gusta que te den por detrás?". Sabía a lo que me exponía, pero así, a botepronto, aquellas preguntas acaban por desmoronarme. Una pareja me confiesa que lo que más les pone es que ella se coloque un arnés de obra, que incorpora un vibrador, con el que sacudir a base de bien a su marido. Aquello se sitúa en las antípodas de mis apetencias sexuales, pero habría dado un riñón por ver cómo se lo hacían.
Entretanto, es sorprendente el aplomo con el que se lo toman los más veteranos del lugar, curtidos en el tema, sin pelos en la lengua. Entran sin ningún tipo de pudor en el cuarto oscuro, miran y se entregaban al onanismo mientras miran, sin quitar el ojo un instante, cómo las parejas comienzan a intercambiar flujos sin ningún recato.
Hay algunos llegados desde Bilbao, otros han venido desde Barcelona, Madrid... y llamativa es también la presencia de liberales galos. Entre todos ellos, me resulta llamativa la reflexión de un treintañero catalán bien parecido. "Voy a seguir viniendo porque me gusta follar con desconocidas", suelta el hombre sin recato. Puede parecer zafio, pero la verdad es que aquel tipo me encandiló. Era interesante, culto y apostaría el cuello a que andaba sobrado de dinero.
Cuestión, la del dinero, que no es baladí. Asistir a este tipo de eventos cuesta 70 euros por pareja, con derecho a cuatro consumiciones, un gasto que sólo desembolsan quienes están dispuestos a vivir una noche loca de sexo, como la tropa que me rodea en esta casi secreta velada de ensueño.
Adiós al pudor
Empieza la fiesta
El caso es que la gente se muestra remisa. Hacen falta dos horas para que empiece el lío. La amable señorita que ejerce de partenaire va de un lado a otro, riendo, intentando que la clientela rebase por fin la barrera del pudor. Vamos, que moje.
Ahí estábamos todas, sentadas a las mesas, sin saber cómo dar el primer paso, siquiera hacerlo. Es precisamente cuando voy al baño cuando se pone la cosa caliente. ¡Quién me lo iba a decir! Es mi amiga la primera en agarrar el rábano por las hojas al irse al agujero con un compañero. Está muy calentita la tía, como dice ella.
Los dos, ella y él, se marchan al aseo a desnudarse, donde les ofrecen unas toallas y chancletas reciclables. Ya ataviados para la ocasión se adentran en el cuarto oscuro dando rienda suelta a su imaginación, expectantes ante la posible entrada de algún intruso, eso sí, conscientes del morbazo que ello conlleva.
Es dar el paso ellos, y animarse el resto. Ocho personas se despojan de sus ropas en un santiamén, y tanto me pica la curiosidad que decido entrar también. Me dirijo al aseo, me desnudo, y entro en el cuarto. ¡¡¡Es cierto!!! La gente se entrega. Para entonces mis amigos ya están a la faena, y a su alrededor otras parejas disfrutan del roce, practican juegos eróticos y sexuales que colman sus deseos más ardientes.
Me quedo embobada. Nunca hubiera podido imaginar lo que tenía ante mis ojos. Una práctica tan íntima, de alcoba, convertida así, de sopetón, en un ejercicio desinhibido rodeado de curiosos, cuando menos, choca. Todo resulta diferente, la escena incita a más sexo, lo que no hace sino aumentar más el morbo.
Hay quienes se aparean como si estuvieran en casa, ajenos a cualquier expectación. Tras ellos, un señor no les quita ojo. Parece excitarse a cada minuto y yo, con mi toalla aún agarrada, empiezo a notar que unos pies me rozan. De repente, alguien comienza a acariciarme el brazo. Lo aparto y salgo espantada.
Es un susto repentino, aunque luego, pensándolo bien, me digo que, al fin y al cabo, he ido a vivir esa nueva experiencia. Y regreso a la zona de las camas para saber quién me tocaba.
Avergonzada
Hora de vestirse
Es entonces cuando me encuentro, al fondo de aquel pasillo, con una pareja que está a punto de alcanzar el coito. Entre jadeos andaba la cosa, hasta que el hombre se desacopla de su pareja y se abalanza como si tal cosa sobre el colchón de al lado, donde empieza a magrear a otra compañera. Es demasiado. Avergonzada de lo que estoy viendo, me giro y me voy a vestir. No lo puedo evitar, vuelvo a tener un sentimiento ambivalente. Concluyo que aquello no es más que un encuentro liberal, y que nada malo hacen quienes de él participan. Todos respetan las reglas del juego.
Sentada a una mesa, intento ordenar mis ideas. No ha sido más que un juego del que yo he tomado parte. Pasado un rato, salen mis acompañantes, ya todos vestidos, y aún más acalorados que yo. Nos miramos, y preguntamos cómo ha ido. Y flota en el ambiente el deseo de repetir y el difícil trago de contar aquí, ahora, la experiencia.