- Al final, parece que Estados Unidos, es decir, todo el planeta, tiene un aniversario más en la ya de por sí reventona lista de efemérides. Tiene bastante pinta de que cada 6 de enero nos van a recordar el asalto al Capitolio de Washington como si fuera un hito de no sé muy bien qué. Por lo que le escuché ayer al presidente Joe Biden en su solemne discurso de rigor, se diría que el pueblo soberano fue capaz de frenar la acometida del extremismo violento. Salvo que me engañen mis recuerdos o lo que está en hemerotecas y archivos audiovisuales, fueron las fuerzas de seguridad las que sofocaron el pintoresco motín de la basura blanca que no quería aceptar la derrota de su caudillo Donald Trump. Actuaron los uniformados, por lo demás, sin andarse con chiquitas, llevándose por delante cinco vidas. Aunque parece documentado que alguna de esas víctimas fue evitable, a los castos y puros de costumbre no se les escuchó ni media queja. Hay vidas que importan y otras que sobran.

- Ese detalle, que no es pequeño, contiene la esencia de la explosión de hipocresía con que se vivieron los hechos y se vuelve a vivir el recordatorio. Se puso y se pone el acento con toda la razón en lo intolerable de todo punto que resulta entrar por la fuerza a la sede de la representación popular para tomar por las bravas lo que te acaban de negar las urnas. ¿A que es de cajón? Claro. Por eso, lo grotesco es que se suban a la liana de este discurso quienes tienen acreditada la convocatoria y participación activa en protestas violentas contra otros parlamentos. Ahí están las imágenes del asedio -también con tentativa de asalto- del Parlament de Catalunya en 2011, el rodeo nada pacífico del Congreso de los Diputados en 2012 o las protestas frente al Parlamento de Andalucía después de que PP, Ciudadanos y Vox obtuvieran mayoría absoluta en las elecciones de 2018.

- Como me conozco a mis clásicos, ya tengo amortizada la excusa de carril: "Es que no es lo mismo". Sintiéndolo y avergonzándome por ello mucho, sí es lo mismo. Da igual lo que ponga en las pancartas o en las proclamas de los convocantes. Da igual que los asaltantes sean unos fachuzos desorejados o los más requeteprogres de la Vía Láctea. Pretender entrar por la fuerza a un parlamento, incluso a uno con una mayoría que nos da cien patadas, es un ataque a la democracia que debe denunciarse sin dejar el menor lugar a las dudas y aún menos, a las justificaciones de aluvión. Si no ha quedado claro, en el próximo aniversario, dosis de recuerdo.