Igual que la televisión franquista, aquella oprobiosa TVE que glorificaba al dictador en blanco y negro. Así se han revelado todas las cadenas españolas, de derecha a izquierda, públicas y privadas, con Leonor, la hija mayor del rey que, si la pura democracia no lo remedia, será la reina de un país que aceptó sumisamente la monarquía legada por el tirano. Hasta el ¡Hola! suele ser menos cursi con la aristocracia que estos días las televisiones con la heredera. Incluso La Sexta, tan republicana, ha aceptado esa chorrada melindrosa de la leonormanía, prefabricada por la Zarzuela para la alucinación popular y el servilismo mediático. La operación empalago de Leonor ha tenido varias fases. Comenzó con su ingreso en la academia militar, donde la vistieron de coronel tapioca y distribuyeron imágenes de su formación como caricatura de la teniente O’neil. Una ridícula pantomima que culminó con la jura de bandera y su espectáculo de opereta. El chaquetero Savater se unía al éxtasis invocando “la imagen casi mítica de la joven princesa, hermosa y seria”. Después fue el desfile del 12 de octubre y la recepción oficial, lo más parecido a una rancia puesta de largo de señoritas de la alta burguesía. Cumpliendo su rol de lacayos, Sonsoles y Ana Rosa lanzaban flores a su paso. La secuencia de la ñoñería nos condujo a los premios Princesa de Asturias, una excusa de celebridades para engalanar la caducidad de la corona. Y por fin, en vísperas de Halloween y su carnaval, la jura de la Constitución. ¡Cómo no iba a firmar la niña la garantía de sus privilegios e impunidad! La ausencia –por vergüenza– del abuelo caco fue la afirmación pública de su podredumbre. La esencia de la propaganda es considerar imbécil al ciudadano y creer que la sensiblería es más poderosa que la razón.
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