Pocas ciudades hay en el mundo que se ufanen de ser las más lluviosas del continente como lo es Bergen. Sus habitantes, lejos de ocultar que la lluvia les acompaña durante casi todo el año, han transformado lo que para algunos puede ser un obstáculo en toda una virtud. “¡Vengan a visitarnos, pero tráiganse un paraguas!”, dicen. 

Todo obedece a que, por alguna causa meteorológica que se me escapa, la concentración de lluvia en este punto de los fiordos noruegos es muy superior a cualquier otro de Europa. Créanme, no es lo mismo caminar por sus calles empedradas con el piso mojado que seco. El brillo que adquiere el primero cuando está mojado no lo tiene el de secano.

Considerada como La Ciudad de las Siete Colinas, Bergen tiene su origen en la particular situación geográfica en que se encuentra entre fiordos, al amparo de las tempestades oceánicas. Lugar ideal como puerto pesquero, fue uno de los principales refugios de los vikingos tras sus correrías por medio mundo conocido. 

Vista aérea de Bergen bajo la nieve. Begoña E. Ocerin

Aquel potencial pesquero que adquiría una nueva dimensión con la aplicación de la técnica de salazón para su mejor conserva, hizo que la Hansa, la cooperativa naval alemana que controló el norte del continente, sentara delegación en el puerto de Bergen. Así nació el barrio de Bryggen, hoy orgullo de la ciudad y antaño guetto de los comerciantes tedescos.

En derredor de aquel negocio y del castillo real fue creciendo una ciudad que comerciaba con la misma facilidad con el Reino Unido y Alemania que con Oslo. Hoy es un lugar muy cómodo para vivir y de una belleza extraordinaria. El principal mirador lo tenemos en el monte Floeyen, de 320 metros sobre el nivel del mar, al que se puede acceder a través del Floeibanen, un funicular cuya boca inferior está excavada en roca viva. 

Las vistas desde ese punto sobre el puerto, ya extraordinarias en días sin lluvia, adquieren una nueva dimensión con la capa de nieve que estos días cubre a la ciudad. El monte tiene un atractivo especial para los pequeños visitantes, convencidos como están de que en sus laderas viven los trolls. Las viejas leyendas así lo indican.

Salchichas contra el frío

La estación inferior del funicular se encuentra en uno de los barrios más castizos de Bergen, Vágsbunnen. Sus calles, de piso empedrado y fachadas coloristas de madera, proporcionan al conjunto el atractivo de poder pasear por un poblado medieval. En una de ellas se encuentra uno de los txiringitos más famosos, 3 Kroneren, donde se preparan las mejores salchichas que he comido en mi vida, de buen tamaño y excelentes sabores diferentes. Además del noruego te atienden en cinco idiomas más y, como en cualquier otro lugar de Noruega, puedes pagar con tarjeta.

La caseta 3 Kroneren, todo un clásico en Bergen para comer salchicas y bocadillos. Begoña E. Ocerin

3 Kroneren es una caseta de madera pintada de rojo que desde hace muchas décadas se encuentra en un destacado punto de paso. Sus clientes hacen los pedidos a través de una ventana, pagan y degustan los sabrosísimos bocadillos en plena calle a pesar de la lluvia y la nieve. Son varias las generaciones que lo vienen haciendo. Por eso, cuando a alguien se le ocurrió la idea de derribarlo se produjo un movimiento ciudadano en contra que obligó a reconsiderar el asunto y declarar al establecimiento poco menos que un bien público. 

Remanso de paz

En Skostreder (Calle de los zapateros) se encuentra el establecimiento Folk & Roevere (Gentes y ladrones) donde no sólo hay buenas cervezas, sino también agradable música folk. Es un lugar ideal para introducirse en algo tan consubstancial con el espíritu noruego como es la música. Seguramente el Coro de marineros noruegos de la ópera El holandés errante se aprecie mejor en el auditorio Grieg, a pocos metros, pero aquí se pueden escuchar conciertos de hardingfele, un violín de cinco cuerdas con el que algunos solistas hacen maravillas. 

Sin embargo, lo que más me han fascinado han sido dos sonidos que me han resultado familiares: el del bukkehorn o cuerno de cabra, un pariente inmediato de nuestra alboka, y el del treskkspell, un acordeón de botones que seguramente alguna vez ha tocado nuestro Kepa Junkera.

En Noruega se lee mucho y esto se aprecia en pequeños foros como éste de Folk & Roevere, nombre que, por cierto, procede de un cuento juvenil de Thorbioern Egner, enormemente popular por estos pagos. En estos ambientes bohemios se habla del papel jugado en la literatura nacional por Sigrid Undset, una gran escritora y humanista local, Premio Nobel 1928, de gran prestigio. Al margen de su talento literario fue una de las primeras voces que se alzaron en su momento alertando sobre el peligro de los nazis. 

El Molière del Norte

Cerca del lugar, mirando hacia el puerto, se encuentra la estatua dedicada a Ludvig Holberg, clásico entre los clásicos de Bergen al que se considera el Molière del Norte. Bajo una apariencia de fornido capitán de fragata, se esconde un escritor extraordinario al que aprecian los noruegos porque fue un tipo leal y franco que flageló con el ridículo a sus eternos enemigos, los hipócritas. 

Una calle de Bergen, que parece como salida de un cuento de hadas.

Una calle de Bergen, que parece como salida de un cuento de hadas. Begoña E. Ocerin

Aquí, quien más quien menos, conoce su poema heroicómico Peder Paars, que constituye la sátira más punzante contra los defectos y locuras del tiempo que le tocó vivir a caballo entre los siglos XVII y XVIII. “Se le quiere –me dicen– porque en su momento mostró a las naciones civilizadas de Europa que Noruega, hasta entonces poco menos que ignorada, era muy digna de ponerse al lado de las demás, en la vanguardia de la civilización”.

Hollberg escribió en 1657 que Bergen era casi como el Arca de Noé: “Un lugar de reunión para todos los seres vivos. Vienen aquí como si quisieran encontrar una patria común, no solo la gente de los alrededores, sino también los de lejos”. 

El sello vikingo 

Durante mucho tiempo, los alemanes tuvieron sus propios barrios y su propia forma de vida. Los holandeses, los ingleses y los escoceses no vivían de manera diferente. Poco a poco, se mezclaron y se casaron entre sí. Sin embargo, no fue hasta finales del siglo XVIII cuando se descubrió que los bergenses hablaban su propia lengua, poseían costumbres ancestrales y en su ADN había claras huellas de ascendencia extranjera.

El paso de los vikingos por los fiordos dejó profunda huella en la cultura del lugar. Estos mercaderes y guerreros, que lo mismo llegaban a las costas de la futura América que atravesaban el Mediterráneo hasta la actual Estambul, utilizaron técnicas innovadoras en el arte de la construcción de barcos, como la superposición de los tablones por los bordes, la utilización de un mástil en el que se ajustaba una vela cuadrada, varios remos y, sobre todo, un profundo conocimiento de la astronomía que les permitía navegar con rapidez y maniobrabilidad.

Bergen bajo una capa de nieve.

Bergen bajo una capa de nieve. Begoña E. Ocerin

Gran parte de la vieja Bergen fue construida en madera y numerosos incendios transformaron sus cenizas en grandes zonas de la ciudad, Pero de todas formas todavía existen muchas construcciones en madera y la población hace un esfuerzo en mantener esta vieja arquitectura.

De espaldas a la fortaleza Bergenhus, extremo final del famoso muelle hanseático de Bryggen, se encuentra Sandviken, una amplia bahía donde antiguamente se ubicaron los astilleros de Bergen y más tarde, en el siglo XVII, acabó siendo puerto de relevo. Los muelles, las rampas de lanzamiento y los cobertizos que se construyeron dieron vida a la zona.

Los artesanos de los astilleros construyeron sus moradas utilizando el material más fácil de localizar, la madera. Las casas que se levantaron en las proximidades de los tinglados fueron formando lo que se sigue llamando grander, unas aldeas crecidas en terrenos de gran pendiente que obligaron al empedramiento del mismo. 

Cada edificio tiene su particular estructura, pero, sobre todo, su propio color. Las reconstrucciones que se han hecho con posterioridad guardan el espíritu primitivo, por lo que la zona constituye hoy uno de los grandes atractivos de Bergen.

Ole Bull, violinista, no torero

En las inmediaciones del Teatro Nacional, a pocos pasos del Mercado del Pescado, se encuentra la calle, el auditorio y el monumento que Bergen dedica a uno de sus hijos predilectos, el violinista Ole Bull. Vivió la plenitud del siglo XIX y se distinguió siempre por su carácter improvisado y su agilidad con el violín. Guapote y seductor, fue un personaje muy querido por sus contemporáneos. Se distinguió por sus obras de caridad y su extravagancia. Tocó para el zar de Rusia y se atrevió a decirle a Liszt que desafinaba. 

Escultura del violinista Ole Bull. Begoña E. Ocerin

En Estados Unidos creó Oleana, una colonia para labradores noruegos emigrados. Durante toda su vida tuvo que aguantar bromas en torno a su pretendida condición de torero en atención al significado de su nombre y apellido, pero las supo aguantar correspondiendo. Murió en su Bergen natal escuchando a Mozart. Hoy no hay un noruego que no conozca una de sus canciones más populares, La lechera del domingo.