“El arte de envejecer es el arte de conservar alguna esperanza”.

André Maurois

Es evidente que la prensa escrita comporta proximidad, pausa para la reflexión y el necesario hervor humano que conlleva la creación intelectual a través de las palabras. Cuando a la sociedad le llega el impacto digital de miles de titulares, como flor aséptica de la técnica, los periódicos siguen contando, narrando y fiándolo todo a la palabra mágica y contextuada, apartándose de la mercantilización de las fake news y de su carácter de mal gusto. 

Al niño, cachorro de ese animal de presa que es el hombre, es preciso darle una información real, no descontextualizada, y una educación más humanista, que estamos confundiendo con la complacencia; están en juego las sociedades futuras, el entendimiento y la solidaridad. La juventud que precisa el mundo ha de ser dinámica y sin violencia. La educación, según se aplique, genera víctimas o beneficiarios en el transcurrir de la vida, cuya arquitectura social sigue teniendo frágiles cimientos, como demuestra la acumulación congestiva de las desavenencias sociales. 

El hombre de hoy vive muy asociado, pero poco acompañado. Se hace precisa, muy especialmente, una mirada a nuestros mayores. Los jóvenes, desde la frescura de su vitalidad, solo ven fechas, sucesos y oportunidades ilusionantes, mientras los ancianos ven el mundo a través del filtro de la nostalgia y de los seres perdidos que les han vejado el alma, viendo pasar los días como adversarios sin tregua, en una inversa primavera que pone del revés los corazones que caminan a diario por la marea alta del asfalto, con el urbanismo de las horas en blanco. Los ríos del alba, musicales y raudos, pasan luminosos sobre la juventud, en cuyo horizonte no se divisa la vejez que, de la mano de Ofelia, va eternamente flotando sobre los caudalosos torrentes de la vida, mostrándonos el destino inevitable y universal de nuestra humana cosecha. 

El hombre, a través de la razón, se ha ido liberando de los dioses que, despiadadamente, lo tenían cercado y atemorizado. Hoy, como nunca antes, aceptamos nuestra indeclinable vocación de ceniza. La mota de polvo que somos se posa en el ala de un ave o en los caminos que abre la primavera, con su canto espiritual claro y prolongado en el transcurrir del tiempo, que va cumpliendo sus promesas transformando nuestras cenizas en verdes, rojos y amarillos. Llegan las navidades y, según las circunstancias personales, se vivirán con ilusión, melancolía o indiferencia. No se trata de estropeárselas a nadie, pero hemos de recordar que mientras nos preocupamos por los sutiles matices del buqué del vino en nuestras cenas familiares, no solo en Sudán, sino en múltiples lugares del planeta, está presente el triángulo del hambre, con millones de niños que mueren por estar subalimentados. Seamos conscientes de esta espantosa herencia que nos lega el pasado y que mantenemos en el presente siglo, en el que, pese a todo progresismo, hemos añadido el incremento de la invisibilidad y soledad que, cuando menos en Occidente, padecen millones de ancianos con un resignado silencio. Ser viejo es un trabajo duro para quien tiene por compañera a la prosaica soledad, incapacitada para acunar la vejez y encender la luz del verso.

Navidad y soledad se dan la mano

Las fiestas navideñas resultan emocionalmente duras para quienes ya no tienen con quién compartir con amor e ilusión esta época del año que, supuestamente, alberga una magia especial. Navidad y soledad, para muchos mayores, se dan la mano. Hay emociones contrapuestas, como son los reencuentros o la tristeza por los seres queridos que ya no están. Con frecuencia el corazón de los ancianos da a un patio interior sin horizonte alguno. A veces, el débil latido de las ilusiones no parece tener la fuerza precisa para borrar la soledad que genera la música callada de los corderos, tan alejada de las necesarias y reconfortantes tertulias. Quiere decirse, en suma, que en la etapa más delicada de la vida le metemos la tijera censora al cariño, a la proximidad y a la compañía. Así anda la moral del mundo, así nos recortamos unos a otros buscando el placer inmediato de nuestro tiempo lúdico que, erróneamente, ponemos en primera línea. 

El homo sapiens, supuestamente dotado de razón, es el único ser que se aferra a cosas irracionales. El retroceso sistemático que padecemos está llevando a la sociedad a aceptar grandes dosis de bazofia política y moral, así como a una disminución de la sensibilidad colectiva hacia quienes nos rodean. Regresa en la vejez la mirada párvula, ahora acompañada de las ojeras del tiempo y de un réquiem mundano por la belleza perdida de los minimizados y desacreditados sueños. Son seres conocedores de estar ampliamente embarazados de recuerdos, mientras la inmensidad les va pisando los talones. La ciudad les ofrece sus bancos para sentarse a descansar sin cansancio, como estatuas metafísicas griegas, junto al arroyo del tiempo. Bancos que un día fueron para sentarse y amar, dando anchura y redondez al futuro, son ahora confesionarios de soledades. Hay momentos en los que se convoca a la vida y solo acude un silencio de bóveda, haciendo que el corazón, ese rojo equilibrista de pasión, vida y emociones, salte en el pecho con el riesgo creciente de caer al vacío. Vivimos un mundo preventivamente aséptico y estricto en el que se invisibiliza la individualidad personal; la historia se repite y los bárbaros toman un nuevo aspecto. La soledad, cuando no es elegida, calza a muchos ancianos con zapatos de plomo, y el espíritu pasea por suburbios desolados y remotos. 

Con frecuencia, el pensamiento de los mayores discurre por vegas más profundas, por un secreto y metafísico sendero de la vida. Hay estímulos que, como invisibles rosas, brotan de la tibieza humana y de la hermandad verdadera del hombre, logrando alejar la nostalgia mortecina y empachosa. El fino y depurado esquema de la vejez ha de estar enriquecido por el recorrido vital, en cuyas estaciones hay que saber pararse para ir coleccionando cuantos tesoros van saliendo al paso, huyendo siempre de la vacuidad del egoísmo. Cada etapa de la vida requiere cuidados diferentes, y en todas debe prevalecer el amor. El tiempo que se dedica a los ancianos es invaluable. Una caricia, una mirada, una charla, un beso, un abrazo, un te quiero, llevan a un sueño tranquilo y a un despertar animoso, en el que, entonces sí, se pueden valorar como positivas cuantas ofertas de ocupación ponga la sociedad a disposición del mayor, sin que la soledad invada sus aguas jurisdiccionales, logrando poner freno a la melancolía viajera. Hay que aflojar las bridas a la velocidad de nuestra vida. Hay que escuchar, tocar y amar con mayor calma e intensidad. l