Portugal y España tienen mucha historia común, como corresponde a los países vecinos. A veces se han llevado bien y otras, a matar. En 1143, en el Tratado de Zamora, Alfonso VII de Castilla-León reconoce la soberanía de Portugal. En 1179 el reconocimiento definitivo se hace por bula del Papa Alejandro II, la historia de Portugal comienza cuando en la batalla de Aljubarrota derrotaron a los españoles y se consolidó el reino. La guerra de sucesión en Portugal fue entre 1383–1385 con Joao I que es coronado en 1385 y se inicia así la dinastía de Avis. La dinastía de los Braganza comienza en 1640. Ambos países habían sido invadidos por los árabes y en ambos sus vestigios son aún visibles en los castillos de las cumbres de Sintra o en la Alhambra de Granada, otros se han incorporado al lenguaje, gastronomía y tantas otras influencias de las que a veces no somos conscientes.
Durante 80 años entre 1580 y 1640 fueron un reino, pero los portugueses no aguantaron el yugo castellano y en su rebelión se hicieron definitivamente independientes. Se formaron más o menos las fronteras actuales. Los portugueses descubrieron el arte de navegar bajo los auspicios de Enrique el Navegante y así construyeron su imperio. A la zaga le fueron los españoles construyendo el suyo propio. En el tratado de Tordesillas, bendecido por el Papa Julio II, se repartieron el mundo como lo hacen ahora los países mas poderosos de una manera mas o menos sutil. Todo bajo la bendición de la Iglesia católica romana.
Los 45 años de dictadura salazarista y los casi 40 franquista acercaron a los países en sus regímenes totalitarios militares, un fascismo blando como lo han definido algunos, pues carecían de la ideología fascista, pero usaban la represión política, social y militar. Los militares portugueses hicieron la Revolución de los Claveles sin disparar ni un solo tiro en Portugal. Ya habían disparado suficientes en las colonias africanas que se rebelaron contra el colonialismo en los 60; fue el detonador indirecto de la caída de Salazar, muerto al caerse en su librería por un hematoma epidural (los libros siempre fueron peligrosos) y su pretendido Estado Novo. Así siguió también el mestizaje cultural en tierras de Portugal. En España, un año después, en 1975, moría Franco en la cama, pero no por eso se acabó la rabia. Poco después se celebraban las primeras elecciones libres de la nueva democracia, y el partido político del Movimiento dejó de moverse en público, se pasó detrás de las bambalinas y se cambió de chaqueta.
Saramago, en su novela La balsa de piedra, mostraba la singularidad ibérica e imaginaba a la península desprendida por un accidente geológico en los Pirineos separándose de Europa, convertida en una isla a la deriva por el Atlántico. Nos sentíamos muy diferentes y distantes de los centroeuropeos y mas aún de los países nórdicos a pesar de que las suecas y su Estado social eran ya mitos ibéricos.
Los años 80 fueron de plena efervescencia, política, económica, social y cultural en la península ibérica. Ambos países fueron admitidos en el club europeo y se hicieron miembros de la actual UE. Sin duda, los millones de emigrantes de los dos países repartidos por Europa y que sostenían gran parte de la economía de los dos países con las remesas a España y Portugal fueron también importantes. Pero no por eso España dejaba de mirar con cierto desdén a sus vecinos, comportándose como un nuevo rico turisteando y comprando propiedades en Portugal, no por ello mejoraron las comunicaciones del ferrocarril entre Madrid y Lisboa, asunto aún pendiente y que levanta ampollas y sarpullidos a los políticos de ambos lados de la frontera. Mejores comunicaciones se han establecido por carretera tanto por el norte como el sur. Algo es algo.
Durante todos estos años ha habido acercamientos y distanciamientos en función del gobierno de turno de los dos países. Pero en ambos la extrema derecha, que parecía tan solo una anomalía en los otros países europeos, ha llegado a España con Vox y más recientemente a Portugal con Chega. Sus bases parecen cada vez mas consolidadas con sus alianzas internacionales.
Sin embargo los acercamientos e intercambios culturales han sido mucho mas amplios y sin los prejuicios políticos. En los 80 descubrimos a F. Pessoa en la traducción de A. Crespo con su libro mas reconocido El libro del desasosiego. Libro sacado de sus mas de 30.000 páginas acumuladas en su famoso baúl, donde iba amontonando todos sus escritos, sin mucho orden y que los editores siguen todavía hoy sacando nuevas publicaciones. La maleta de Portbou de Walter Benjamin es una pequeña nota a pie de pagina de la historia en comparación con el legado de Pessoa.
Los ingleses y los franceses han traducido este libro con el título de El libro de la intranquilidad. No soy traductor y no sé cual será la palabra mas apropiada. En todo caso su lectura allá por los años 80 me produjo mas tranquilidad que desasosiego. Tal vez era encontrar una voz que daba mas certeza a sus inseguridades, más tranquilidad al desasosiego en la vida que comenzaba como adulto. Sigo volviendo a él y me sigue produciendo más serenidad, más claridad sobre ciertas cosas, y aunque no esté totalmente de acuerdo con todas sus sentencias, ocurrencias, sigue constituyendo un placer releerlo, como si fuese todavía algo nuevo. F. Pessoa nunca fue un gran viajero, pero nos enseñó que se puede viajar por todo el mundo sin apenas moverse de las cuatro calles de su barrio lisboeta. Vivía en un permanente exilio interior.
Existen muchas biografías sobre F Pessoa, sugiero la mas reciente en inglés publicada, tiene 1.000 páginas, por si se animan, Pessoa: A Biography, escrita por Richard Zenith, pueden leerla mientras disfrutan de la playa en Montegordo, Portugal.
El 2 de diciembre de 1935, fallecía F. Pessoa en un hospital de Lisboa. Ingresado dos días antes a causa de una crisis de cólico hepático, fallecería rápidamente y sería enterrado en el cementerio de los placeres (prazeres) y muchos años más tarde trasladado al monasterio de los Jerónimos junto a otros héroes literarios portugueses como Camoes.
No está muy clara la causa de su muerte, las malas lenguas decían que era por el alcoholismo, otros doctores niegan ese diagnóstico y lo achacan a una pancreatitis aguda, en fin aún otros establecen la relación con alguna infección vírica hepática adquirida en su infancia cuando vivía en Sudáfrica. Poco importa. Unos días antes ya en el hospital había escrito en inglés: I know not what tomorrow will bring (No sé lo que aportará mañana), fueron sus ultimas palabras escritas. Un hombre con tantas personalidades, llamadas heterónimos que nadie sabe con exactitud cuántos eran, aunque algunos dicen que más de 30. Un escritor que nunca conoció la gloria literaria, tan solo un segundo premio oficial durante los primeros años del Estado novo cuando comenzaba el régimen salazarista, que ni tan siquiera fue a recogerlo y que había sido favorecido por amigos de su juventud que habían publicado la revista Orpheu.
Poco sabemos de sus creencias religiosas y de sus expectativas después de la muerte. Era cristiano pero agnóstico y opuesto a todas las formas de las iglesias constituidas y, sobre todo, a la de Roma como dice en su autobiografía poemada. Pero Álvaro de Campos, uno de sus heterónimos, escribía “la muerte es la curva de la ruta. Sonríe, mi alma”.
Hay dos maneras de pasar a la inmortalidad. La primera para los creyentes cristianos, la supervivencia del alma en la eternidad. Para los otros la supervivencia de un nombre, su obra que será su gloria. F Pessoa ha pasado sin duda a la gloria de los escritores inmortales. La mejor manera de celebrarlo es volver a leerle a él o a sus múltiples heterónimos. Léanlo en estos días tan desquiciados.