El pasado 20 de noviembre se cumplieron 50 años del fallecimiento en la cama (y no de forma violenta, como terminaron sus días sus aliados Hitler y Mussolini) del mayor asesino de la Historia de España (medido en número de muertes causadas). Un personaje cruel, mediocre y perverso que perpetró, con la ayuda de otros generales fascistas y diversas élites reaccionarias españolas, la destrucción sanguinaria y por la fuerza de las armas de un régimen político legal y democrático a partir de 1936.
Naturalmente, no puede haber ninguna comprensión o justificación para lo que hicieron estos golpistas rebeldes, pero sí hay la obligación cívica de conocer con cierto detalle qué ocurrió, para lo que afortunadamente contamos con la ayuda de grandes historiadores e hispanistas que han desentrañado el siglo XX español en su obra publicada (Viñas, Casanova, Preston, Moradiellos, incluso Juliá, Payne o Gortázar, entre otros). Cuando nos hurtan la memoria, o la distorsionan deliberadamente, nos están robando la identidad colectiva. Estas distorsiones obedecen a una estrategia de preservación de la hegemonía y el poder, usurpado en origen de forma violenta e ilegítima, no lo olvidemos. Por ello es crucial contar a los jóvenes la verdad de lo que ocurrió.
Franco dejó escrito que su objetivo no era solo ganar la guerra sino fundamentalmente exterminar a los conciudadanos que no pensaban como él y que defendieron con su vida un régimen democrático. Y por ello la guerra fue seguida no de la paz, sino de la “Victoria”, es decir, del exterminio de los rivales y la apropiación de sus bienes. Quienes sobrevivieron mantuvieron su boca sellada durante décadas. Muchos tuvieron que exiliarse y no pudieron volver. Y toda esta violencia genocida para imponer, en palabras de Javier Cercas, “un régimen tenebroso de pícaros, patanes y meapilas” que sumió al país en la oscuridad, la ignorancia y el atraso. Fue también un régimen de “ultrajes, decomisos, multas, exacciones y tropelías financieras”, en palabras de Ángel Viñas. Es decir, un gran negocio para los vencedores, sin luz ni taquígrafos. De aquí proviene buena parte del apoyo a un régimen cuyos crímenes siguen impunes y cuyo modus operandi, la cultura de la corrupción, es aún visible hoy en parte de las élites del país (y no solo de las élites).
Por fortuna, y aunque todavía hoy hay mucha gente que no lo quiere aceptar, Francisco Franco ya ocupa en los libros de Historia el lugar ignominioso que le corresponde junto a otros psicópatas genocidas, a izquierda y derecha, los caudillos de lo que Hannah Arendt llama “la era de los totalitarismos” (Hitler, Franco, Stalin, Mussolini) y posteriores (Mao, Pol Pot, Pinochet, etc).
En efecto, crímenes a izquierda y derecha. Hay que dejar a un lado el sectarismo de absolver o condenar la violencia política en función de la ideología de los perpetradores. Lo que hay que hacer es subir un par de escalones, al rellano de la decencia, la integridad moral y la calidad ética basada en el recuento preciso y detallado de la evidencia disponible. Este espíritu de ciencia normativa es la única manera de construir una convivencia estable entre diferentes y en libertad. Muchos entre los herederos de los vencedores y los afines se resisten a aceptar que se sepa la verdad. Me temo que tienen la batalla perdida, puesto que el consenso entre los historiadores es ya muy amplio, tras un trabajo arduo de décadas de investigación histórica, y la desmitificación del franquismo está muy avanzada.
En estos 50 años el estado español ha progresado en lo material, gracias fundamentalmente a su incorporación a la Unión Europea. Las estructuras de poder originarias del franquismo, sin embargo, apenas han cambiado (lo hemos visto recientemente en fallos judiciales). Las élites del país (económicas, empresariales, judiciales, militares, religiosas, mediáticas, etc.) son de tendencia muy conservadora o incluso franquista y reaccionaria, y la cultura del llamado “franquismo sociológico” no es marginal. Decenas de miles de conciudadanos víctimas del genocida siguen en cunetas a día de hoy (es la gran vergüenza internacional de España) y el país cree apropiado e insiste en celebrar cada 12 de octubre, sentado a la mesa de las naciones en un mundo interconectado, que fue capaz de allanar casas ajenas, de robar y de matar.
Alguna esperanza se observa en la reciente petición de perdón por parte del gobierno español hacia los mexicanos (hace años se tuvo que pedir perdón por la expulsión de los españoles de fe judía a partir del siglo XV), en un contexto en el que las antiguas potencias coloniales europeas se han visto obligadas a reconocer sus tropelías y genocidios de ultramar, a ofrecer disculpas y solicitar perdones. En cambio, el jefe del estado español ha desaprovechado recientemente una buena oportunidad de estar a la altura en Gernika.
la tarea de reinventar la tradición Parece pues urgente, a pesar de los progresos (y porque la autocomplacencia es yerma), enfocarse en lo mucho que queda por hacerse y en la autocrítica por lo mucho que no se hizo bien o se pudo hacer mejor. A veces, para mejorar, hay que “reinventar la tradición”, como diría Eric Hobsbawm. En un país en el que las élites han traicionado a su pueblo durante al menos 150 años, como nos muestra Paul Preston (ver su libro Un pueblo traicionado), la tarea de reinventar la tradición es muy necesaria y urgente.
Presente, pasado y futuro están entrelazados en el flujo de la conciencia, nos decía Werner Heisenberg. Además, ni los valores del franquismo empezaron con Franco ni terminaron con su muerte. Por eso el “patriotismo” de hoy, para quien le conceda algún valor, consiste no en imponer a todo el mundo una idea de país (aquí sigue estancada la derecha) sino, más bien, en tener la consideración y el respeto democráticos de defender la libertad de los demás conciudadanos para que decidan a qué “comunidad imaginaria” (en la clásica expresión de Benedict Anderson) quieren pertenecer. Esto, en España, una sociedad multinacional, es (debería ser) expresión fundamental de la democracia y un tributo al anti-franquismo permanentemente necesario. Lo podemos interpretar como parte de la desfranquización de España que sigue pendiente.
Como occidentales, somos herederos de la Segunda Guerra Mundial, cuya lección histórica fue demostrar que la democracia es antifascismo. El hecho diferencial de la derecha española en el contexto europeo es que hablamos de la derecha de España, un país en el que nunca se derrotó al fascismo. Esto es clave para entender mucho de lo que ocurre. Es una reflexión obvia, pero también una verdad inconveniente que no se suele utilizar como fundamento de ningún análisis de la realidad contemporánea española.
La Historia pasa y pesa. La democracia española nunca asumió su Historia del siglo XX, ni se debatió, ni se hizo pedagogía. En los diez primeros años desde la muerte del dictador era comprensible centrarse en construir un futuro democrático. Pero han pasado cincuenta, la derecha se sigue oponiendo incluso a que las familias puedan recuperar los restos de sus seres queridos de las cunetas y el país sigue pagando y seguirá pagando las consecuencias. España merecería una derecha como la francesa, la británica o la vasca, pero no es el caso. “Ni han aprendido nada ni han olvidado nada”, en palabras del Profesor Ángel Viñas.
En el contexto global actual, de gran crisis de las democracias, en el que vemos la sombría claridad del pasado en el presente, debemos no olvidar que los humanos no hemos sido capaces de inventar aún ningún sistema de gobierno menos malo que la democracia, un sistema que establece límites al poder y permite el pluralismo ideológico. Debemos explicar esto a los jóvenes y a los escépticos. Y tratar de convencerlos. En los tiempos que corren esta es nuestra labor pedagógica en favor del bien común, en favor de la convivencia e incluso de la paz.