Si algo es inexorable en esta vida es la muerte. Es una realidad que nadie en su sano juicio cuestiona. Somos perecederos. Nacimos con un punto de obsolescencia programada. La cuestión es la durabilidad de cada cual. La muerte, siendo un axioma incuestionable, resulta impredecible. A unos les llega tras un largo deterioro de su envoltorio humano a través de enfermedades que van horadando el organismo hasta conducirlo a su fin. A otros se les presenta súbitamente, recordándonos que en un minuto eres un ser activo y al minuto siguiente empiezas a ser un recuerdo.

El otro día escuché en el Teleberri que la esperanza de vida de los vascos había vuelto a subir. Hasta los 81,6 años. Claro está que la cifra es una media del conjunto de los géneros, entre lo que viven las mujeres y lo que vivimos los hombres, que siempre estamos varios escalones por detrás. Es como la estadística del río cuya profundidad media era de un metro y en el que el estadístico que averiguó su hondura se ahogó en su cauce. Pura aritmética para algo que es imposible de medir.

La muerte siempre es un acontecimiento dramático. Por mucho que se le espere, siempre fractura. Quienes esperan que después de ella habrá otra vida, sucumben sin saber que su creencia es cierta, temiendo que ésta se quede en una ilusión vana e insatisfecha. Y quienes piensan que con la muerte lleva el fin de trayecto, sin más recorrido, consumen su tiempo sin mayor aliciente que el disfrute del minuto siguiente, en una agonía nada alentadora.

Morirse es convertir cualquier ilusión, cualquier pensamiento o afecto en un vulgar cacho de carne con ojos que se descompondrá hasta acabar en la nada. Por eso, cuando disfrutas de una experiencia alegre tienes que ser consciente de que en un instante esa sensación puede apagarse sin opción de reencendido. 

¿Pesimista? No, realista. Cada vez más. Y es que la ruleta de la vida y la muerte me ha demostrado que nuestro paso por este escenario temporal no es sino un episodio efímero donde tras el óbito el mundo sigue girando sin detenerse.

Al bueno de Armando, el vecino alegre que siempre daba la nota con su optimismo y buen humor, la parca se le cruzó en un de repente sin cumplir con la perspectiva de esperanza de vida notificada en el Teleberri. Había coincidido con él el pasado sábado, en la pescadería, donde, como siempre, desbordó vitalidad y positivismo, siendo el “perejil” que acostumbraba a protagonizar en las relaciones sociales de su entorno. La siguiente vez que le vi fue el miércoles en una esquela, recordando que la muerte está siempre ahí al lado y que, cuando menos lo esperas, acaba con tu tiempo sin marcha atrás.

Memento mori que dirían los romanos y que debiéramos tener en cuenta siempre, con normalidad y sin trauma. 

A unos les llega de forma súbita y a otros no les aplica su “apagado” instantáneo a pesar de que todo el mundo lo espere, hasta con ansia. Tal fue el caso, hace cincuenta años, del dictador Francisco Franco. Sus más activos detractores –que fueron muchos– esperaban su caída e incluso la buscaron. Durante años, se cuenta que en medios represaliados por su sanguinario régimen se repetía aquella liturgia de señalar con el dedo índice el calendario espetando aquello de que “¡este año cae Franco!”. Y los voluntariosos antifranquistas se quedaron sin falange en su articulación de por el desgaste provocado de tanto repetir tal vaticinio.

Y Franco murió en la cama. Quizá porque toda su vida había convivido con la muerte –la de otros– y ésta le acompañó largamente como si de su mentora se tratara. Los más próximos de “su excelencia” le habían conservado, a pesar de su deterioro físico, como quienes guardan muestras de laboratorio en formol. Una fotografía del “caudillo” entubado y enganchado a máquinas de reanimación hospitalaria dan fe de un final prolongado artificialmente. Aun así, el hombre que se ”encaudilló” tras un golpe militar que se rebeló contra la legitimidad democrática, provocó una guerra y sacrificó la vida de millares de personas durante decenios encabezando una tiranía criminal, murió matando, certificando penas de muerte mientras agonizaba.

Hace ya cincuenta años de aquel mensaje compungido de Arias Navarro que hizo despertar a una sociedad, mayoritariamente silente, que había estado postrada por la humillación y el castigo durante más de cuarenta años de horror. 

Yo era, por entonces, un jovenzuelo de apenas catorce años. Del momento recuerdo poco. Que, de víspera, la televisión española emitió la película bélica Objetivo Birmania con Errol Flynn de protagonista. Luego decretaron tres días de fiesta en el colegio mientras que en las emisoras de radio se escuchaban marchas militares y música fúnebre y en la “caja tonta” –aún en blanco y negro– se retransmitía el paso de la gente por la capilla ardiente del dictador. No se me olvidan los gestos de muchos de los adeptos del régimen que pasaron por allí levantando el brazo fascista ante el velatorio del “Generalísimo”. Luego, el desfile por La Castellana, con la guardia mora y la caballería custodiando el catafalco. Y un caballo sin jinete. Una alegoría, dijeron algunos, del líder desaparecido. 

En mi entorno se vivió aquello con cautela. Incluso con temor. Aunque siempre con una disimulada alegría. Se había padecido el rigor del régimen durante años, se había vivido constreñidos a la fuerza del régimen de manera que cualquier comentario se producía a sotto voce, como con miedo a que alguien lo escuchara. Como la articulación del euskera, reservado exclusivamente a los ancestros mayores, y siempre en privado, a solas, en conversaciones de pareja y a escondidas de todos. 

En muchas casas de este país, el susurro estaba justificado. Nadie se podía olvidar del rigor de la posguerra. De la represión. Del campo de concentración de Miranda de Ebro. De las sanciones. De las prohibiciones. De los estados de excepción. De las detenciones, de las torturas, de los desaparecidos, de los juicios sumarísimos. 

Franco murió en la cama. El franquismo no. Tampoco murió en la calle, como acaba de publicar en un artículo el líder de los socialistas vascos, Eneko Andueza. El franquismo, de una u otra manera, sobrevivió a su oligarca y sus seguidores se fueron “adaptando” a los nuevos tiempos y al sistema democrático que se fue construyendo tras la dictadura. ¿Cómo decir que el franquismo murió en la calle si aún hoy observamos poderes del Estado que siguen fieles a aquellos principios autoritarios? ¿Cómo vaticinar la muerte del franquismo en un Estado en el que el futuro quedó atado y bien atado? ¿Acaso la salvaguarda constitucional de unidad nacional a las Fuerzas Armadas no es un vestigio evidente de la herencia ¨nacional-católica¨? Por no hablar de la impunidad de las actuaciones amparadas por leyes que impiden su esclarecimiento, o cuando menos, su conocimiento público. 

¿Cómo considerar que el franquismo ha muerto cuando cada día que pasa se demuestra más que la división de poderes es una quimera al servicio de intereses particulares? ¿Cómo certificar la defunción del franquismo con juicios y condenas tan absurdas como la protagonizada por el Tribunal Supremo en el caso del Fiscal General? 

Franco y su huella represiva

Hay miles de vascos y vascas –también de españoles– que no pueden olvidar a Franco y a su huella represiva. Fue tanto el sufrimiento infringido que avergüenzan los mensajes apologistas de quienes reivindican su figura e impulsan una vuelta al pasado más oscuro de nuestra historia reciente. 

Avergüenza igualmente la frivolidad con la que desde sectores juveniles se habla y se vitorea al franquismo como si de un juego de rol se tratara. Jóvenes que saben de Franco lo que saben de Cristobal Colón o Carlomagno, pero que cantan el Cara al sol como si fuera un “hit parade” del momento. ¡Imbéciles! Es decir, que se dejan influenciar por el populismo y por la moda de quienes aprovechan cualquier circunstancia para deslegitimar el sistema democrático y apoyar el autoritarismo. 

Hablar de muerte es mencionar un final inapelable. Un punto y aparte. 

Es cierto que Franco murió. Es constatable y sus restos, afortunadamente, salieron del monumento faraónico que lo homenajeaba. Su cadáver embalsamado terminará por corromperse hasta desaparecer físicamente comido por los gusanos. Su obra, su legado, desgraciadamente, no ha seguido sus pasos. Franco ha muerto, el franquismo no.