El decir que los tiempos cambian para intentar explicar cómo lo hacen y a dónde se dirigen es un comentario frecuente y simplista que genera confusión. Estamos lejos de aquellos tiempos donde la “verdad de referencia” era una, solo una verdad sujeta a aquel soporte social colectivo, fuera religioso, político o híbrido, donde las cosas del bien, del mal, de lo premiable y de lo corregible estaban claras. La educación se sostenía en bases jerárquicas, estables y duraderas, garantizadas por textos formales y protocolos sociales que daban continuidad a las etapas de la vida, y a la transición entre las generaciones de las familias en pueblos y ciudades.
Pero han llegado otros tiempos. Ahora se ensalza el individualismo por encima de los intereses del grupo, los derechos personales se extienden con una falta equivalente de obligaciones y las inevitables frustraciones nos convierten en víctimas, denunciando la intolerancia del otro o la injusticia comparativa. En la administración de lo común la fragmentación de las instituciones las hace más complicadas para todo, y la disputa política inunda de información desigual todos los medios de comunicación físicos y digitales. Los conflictos bélicos arremeten sin freno contra la población civil, y las organizaciones internacionales no pueden contener las decisiones unilaterales de los líderes de los estados. La tecnología, que es lo único que avanza radicalmente, se despliega en usos beneficiosos pero también muy corrosivos para la convivencia social. Cada asunto, local o global, se rodea de distintos relatos en los que cada parte los convierte en un arma arrojadiza –un relato– en forma de propaganda para el derribo del contrario. Y así ocurre que lejos de resolver los conflictos, estos se enquistan porque, como es bien sabido, la primera víctima de un conflicto es la verdad, la segunda la escucha, la tercera la autocrítica y la cuarta la solución.
Cada relato es siempre intencionadamente incompleto y sesgado, y quien lo defiende y expone busca la aquiescencia de otras muchas personas. La respuesta generalizada de la población a esta oferta de propaganda poliédrica –el confuso mercado de los relatos– es la polarización. Tal vez pueda ser que los humanos no estamos preparados cognitivamente para vivir en un entorno de confusión creciente lleno de incertidumbre y con falta de referencias, lo que nos obliga a optar por un relato, rechazar los otros y coexistir por ello. La toma de postura individual consiste en elegir el plato servido y no en cocinar la información creando una opinión crítica, personal y basada en argumentos sólidos que la justifiquen. Así, la elección del relato favorito se alinea al igual con los intereses personales y el de los relatores, que buscan el máximo de seguidores empleando las viejas técnicas de la propaganda perfecta, de forma más esmerada en momentos electorales. Todo ello es posible debido a las bajas capacidades del informado para mantenerse a la distancia mental y emocional suficientes, para comprender la relación entre los intereses de los relatores y la inacabable guerra de relatos.
Tenemos dos problemas añadidos al de los relatos, y son el significado falseado de los términos que usamos en el lenguaje público y las incoherencias entre afirmaciones opuestas en el tiempo de la misma persona sobre el mismo tema. Un ejemplo del primero es el concepto de lo que llamamos negociación. Si a resolver un chantaje –con gran una amenaza previa de una parte– le llamamos negociar, la negociación laboral que siga este método será un mal camino sin solución de progreso para la empresa y los trabajadores. Negociar bien es construir soluciones que favorecen en distintos aspectos a las dos partes, no es el tira y afloja de un porcentaje con la solución en medio, ni la amenaza como punto de partida para ir rebajando ciertas condiciones. Otro ejemplo del significado falseado es el uso del término “educación”. La educación no es un tema que solo compete a los niños y jóvenes. La educación de adultos, imprescindible en momentos de cambio social, se configura a través de la cultura local, de la comunicación pública, de la legislación, de las normas laborales, de la ejemplaridad y argumentación de los líderes políticos y empresariales. Y todos ellos, sin olvidar la incisiva publicidad, actúan como ejemplos de conductas a seguir. La mayoría de estos conducen a comportamientos individualistas, donde lo personal y la competición generalizada con los cercanos superan las actitudes de cooperación ética entre diversos. En esta categoría de los significados confusos tenemos también los “oximorones” o expresiones que buscan explicar una cosa y la contraria a la vez, con un toque creativo. Como ejemplos tenemos la “indemnización diferida”, la “discriminación positiva”, los “fijos discontinuos” y últimamente la “ambigüedad constructiva” para el gasto en armamento.
Colisión entre relatos, tergiversación de términos e incoherencias estructurales configuran un estado de confusión creciente donde la polarización se agrava y las soluciones se desdibujan cada vez más. En este estado de confusión, los ciudadanos son fácilmente manipulados cuando las posturas extremas –de recetas simplistas– se construyen con la lógica de las reglas clásicas de la propaganda, argumentada y dirigida a segmentos concretos de población. En este espacio social vigente donde el camuflaje, la ocultación, la propaganda, los relatos, la emboscada y la crispación son constantes, la polarización de posiciones impide el mínimo diálogo, y todo se confunde alejando las soluciones. La lógica simple de causa-efecto se desdibuja. La complejidad y la incoherencia de los distintos relatos prosperan, los medios de comunicación hacen negocio en rio revuelto, creando espectáculos y esperpentos diarios con las informaciones y opiniones fácilmente acorraladas entre bandos contrarios. Las imparables capacidades tecnológicas de los medios de comunicación multiplican las oportunidades de la polarización y provocan una interferencia intencionada hacia la confusión.
En resumen, se esconde y se pierde la verdad de los hechos y sus causas, la confusión crece y los individuos son más manipulables por su imparable tendencia a elegir uno entre contrarios, sin una convicción suficiente de que el progreso, o es colectivo o no llegará. Solo una nueva educación práctica –a todos los niveles y edades– que incluya elementos como la cooperación, precedida de la autocrítica, que elimine la exorresponsabilidad imperante puede hacernos aspirar a una mejora o progreso real entre individuos e instituciones, entre países y culturas, entre concepciones sociales diversas construyendo alianzas entre distintos para fines comunes. Una capacidad de crítica constructiva de la ciudadanía –bajo el prisma del logro de lo común– cambiaría las opciones políticas vigentes y los resultados de una participación electoral. Pero estas capacidades ni se citan, ni se buscan, ni se miden, ni se mejoran en la gobernanza de las instituciones, partidos, entidades educativas, empresas y asociaciones, lo que pone en cuestión de qué desarrollo social hablamos, hacia dónde vamos y qué tipo de sociedad construimos.