7 de julio de 1515
El devenir histórico no fue tampoco favorable a la libertad originaria de las tierras de la Lingua Navarrorum
Las acepciones de las palabras resultan fundamentales en ocasiones, ya que dependiendo de cual de ellas se tenga en cuenta, los términos adquieren un cariz diferente. Esta aclaración se estima pertinente cuando nos referimos a la palabra efeméride (recordatorio de un hecho diario importante). Con toda seguridad, no genera disenso alguno el definir una efeméride como un “acontecimiento notable que se recuerda en cualquier aniversario”; pero la cosa cambia cuando en una segunda posible acepción, el “hecho relevante” o efeméride cohabita con su carácter de celebración, que alude al aplauso y la aclamación.
Hace poco más de 500 años, concretamente el 11 de junio de 1515, la corona de Navarra quedó unida a la de Navarra, sancionándose esta decisión por Fernando II de Aragón, llamado el Católico (viudo de Isabel I de Castilla y esposo de Germana de Foix) en las Cortes de Burgos del día de San Fermín de aquel mismo año. Se oficializaba así el nuevo marco jurídico-político en que, tras la cruel invasión y conquista castellana iniciada en 1512, quedaba inserto el viejo reino pirenaico independiente. Un reino que en su territorio peninsular pasaba a tener como monarca usurpador a Fernando “rey de Aragón y de Navarra”.
Aquella invasión no solamente fue protagonizada por Fernando de Aragón, a cuyas órdenes directas actuó el Duque de Alba. Su ansia imperialista contó además con el apoyo de la Armada inglesa (Enrique VIII de Inglaterra era yerno del monarca), cuyas tropas al servicio castellano desembarcaron en Pasaia bajo el mando del marqués de Dorset, y con la intervención numerosa de soldados vascos (entre ellos, valiosos arcabuceros) asimilados a Castilla desde 1200.
Y si con la fuerza militar no fuera suficiente, el acoso contra Navarra obtuvo el beneplácito vaticano, al promulgar el Papa Julio II (Giuliano della Rovere), convertido en aliado temporal del invasor Fernando, la bula pontificia Pastor ille Celestis (Aquel Pastor Celestial) en la que se indicaba que el rey francés Luis XII –enemigo de los intereses papales–, “ha arrastrado al cisma a los vascones” y amenazaba con sentencia de excomunión mayor a aquellos que en el plazo de los tres siguientes a la publicación de la bula no se sometieran a la Santa Sede y colaboraran “con el rey Luis y los cismáticos”. La bula, urdida por Fernando de Aragón en busca de “armas espirituales” que justificaran lo injustificable, despojaba de los bienes públicos a los insumisos y los concedía, territorio incluido, “al primero que los ocupara”.
La incorporación de Navarra a Castilla en 1515 se establecía, no obstante, a través de una unión “eque-principal”, en la que cada una de las entidades mantenía su naturaleza antigua (Fueros y costumbres), “así en leyes como en territorio y gobierno”. La Navarra peninsular, si bien había perdido su dinastía legítima (Catalina de Foix y Juan Labrit seguían reinando en la parte continental desde Pau), continuaba disponiendo de sus poderes legislativos, ejecutivo y judicial, amén de moneda, aduanas y otras competencias de suyo propias. Pero aquella unión sólo fue un espejismo de libertad; el comienzo de una pérdida de soberanía que seguiría in crescendo a través de los siglos; un momento inicial del proceso asimilacionista que España desarrolló para Navarra.
El 25 de enero de 1516 murió Fernando “el Católico”, haciéndose cargo de la regencia de los reinos de la monarquía el cardenal Cisneros, infausto y taimado, responsable de la destrucción de los castillos navarros. El 13 de agosto de 1516, el nieto de Fernando e hijo de Juana, Carlos de Gante (conocido como Carlos I de España y V de Alemania) firmó el Tratado de Noyon, comprometiéndose a devolver el trono de Navarra a sus soberanos legítimos en el plazo de seis meses, compromiso que dejó incumplido.
Sea porque en 1518 las Cortes castellanas de Valladolid se mostraran contrarias a tal devolución; porque, como él propio Carlos afirmó, “en su estancia en los Países Bajos “no se había dado cuenta de su verdadero derecho al trono de Navarra, el cual comprendió en toda su realidad al llegar a España [1517]”, o porque, en el fondo, no había voluntad alguna de perder el control de un territorio estratégico en materia defensiva contra Francia, lo cierto es que el incumplimiento tornó definitivo.
Aunque el ansia de libertad seguía incólume y nada arredraba a los navarros en su lucha por la soberanía plena y la restitución en el trono pamplonés de la legítima monarquía (Enrique II de Navarra era desde 1517 el nuevo rey tras la muerte de sus padres Catalina y Juan), los intentos restauradores fueron en vano. Como señaló Manuel Irujo, gran conocedor de la historia de su país, nos queda recordar “como la historia computa los avatares de aquella lucha: Pamplona, donde es herido Iñigo de Loyola, que se batía como oficial al servicio de Castilla; Noain donde soldados de Euzkadi occidental, puestos al servicio de Castilla, deciden el curso de la batalla en favor de las armas castellanas; Amayur y Fuenterrabía, donde los hermanos de San Francisco Javier se baten por la dinastía legítima, por la independencia de Navarra”.
El devenir histórico no fue tampoco favorable a la libertad originaria de las tierras de la Lingua Navarrorum. En 1839, el eufemismo de la ley de 25 de octubre Confirmatoria de los Fueros para las provincias Vascongadas y Navarra situaba a estas entidades jurídicas bajo el yugo centralista al introducir la coletilla de “sin perjuicio de la unidad constitucional de la monarquía”. Dos años más tarde, Navarra firmó la llamada Ley Paccionada de 1841 (Ley de Modificación de Fueros de la Provincia de Navarra), perdiendo así su condición de reino histórico y convirtiéndose en una nueva provincia española. En 1876, con la ley abolitoria de los Fueros de 21 de julio, Navarra volvió a ver reducidas sus atribuciones político-administrativas.
Por ello, aquel mismo año, Hermilio de Oloriz Azparren, escritor y poeta pamplonés de ideología vasquista y, como tal, gran defensor de los Fueros de Navarra, finalizaba con estas estrofas su poema titulado A Castilla:
¡Cadenas, patrias cadenas! / rojas de vergüenza estáis / y aún al yugo os inclináis / de luto y oprobio llenas! / ¡De tan afrentosas penas / aún sufrís la humillación! / ¡Cadenas del corazón! / ¿A qué recordar la Ley? / ¿A traición os mata el Rey? / ¡Pues muera el rey a traición! / Y Baskonia no será / por tus amenazas paria / ni tu herte mercenaria, / nuestros montes hollará. / Si en un árbol su honra está / ¡córtalo ya! No suplica / guerra de raza publica / con voz nuncio de borrascas ¡ / ¡Mientras haya aldeas vascas, / habrá robles de Guernica!!