¿MAGA o magia?
MAGA se aproxima más a un lema electoral hueco que a una hipótesis plausible
“Ake America Great Again” (MAGA) fue el eslogan empleado por Donald Trump en sus campañas presidenciales de 2016 y 2024. Trump prometió reindustrializar los Estados Unidos con el propósito de crear empleo en las zonas deprimidas.
Muchos votantes de Trump provienen de áreas que han experimentado un declive industrial. En sus discursos, Trump ha asociado este declive con el desequilibrio existente en las relaciones comerciales de EE.UU. con terceros países, especialmente con China.
En sus primeros días de mandato Trump ha decretado el incremento de aranceles a productos importados. Con ello, pretende reducir el déficit comercial, imponiendo barreras a las importaciones y obligando a otros países a comprar productos estadounidenses.
En 2023, el sector de la manufactura aportó 2,3 billones de dólares al PIB de EE.UU., lo que supone el 10,2 % del PIB total de EE.UU, empleando a 15,6 millones de personas, cifra que representa el 9,7 % del empleo total de Estados Unidos.
Para comprender la decadencia de la industria en los Estados Unidos es preciso tener presente que el sector de la manufactura ha experimentado un declive constante de la rentabilidad a partir de 1950. Ello ha provocado que la empresas de manufactura no sean atractivas para la bolsa, los accionistas y la banca de inversión.
En el año 2002 se publicó un denso libro titulado “Changing Fortunes: Remaking the Industrial Corporation”, escrito por un equipo compuesto por Nitin Nohria, un académico de origen indio que posteriormente fuera decano de la escuela de negocios de Harvard, y los historiadores Davis Dyer y Frederick Dalzell.
“Changing Fortunes” retrata el declive de las corporaciones industriales americanas, las fuerzas que han reconfigurado la economía desde mediados de la década de 1970, así como la magnitud de los cambios que las grandes empresas han tenido que realizar para sobrevivir y prosperar.
El Programa Internacional sobre Vehículos de Motor (IMVP) fue una investigación desarrollada por el Instituto Tecnológico de Massachusetts. El libro “La máquina que cambió el mundo”, publicado en 1990 por James P. Womack, director de la investigación, permitió difundir los resultados del Programa IMVP, evidenciando los diferenciales de productividad existentes entre las empresas japonesas y sus congéneres americanas.
Las diferencias de productividad se explicaban tanto por las prácticas productivas y de gestión de los fabricantes japonesas, como por el elevado grado de integración de la producción de los fabricantes americanos.
Ante esta evidencia, Ford, General Motors y Chrysler acometieron una primera fase de desintegración de sus estructuras con la segregación de sus divisiones de fabricación de componentes, dando lugar a marcas independientes como Visteon, Delphi y Mopar.
Un segundo movimiento de adaptación competitiva fue promovido mediante el tratado de libre comercio de América del Norte (NAFTA) que fue firmado en 1992 por los Estados Unidos, Canadá y México, entrando en vigor en enero de 1994.
Este tratado eliminó progresivamente la mayoría de los aranceles al comercio existentes entre los tres países y estableció reglas claras para la inversión, la propiedad intelectual, la resolución de disputas y el comercio agrícola e industrial.
NAFTA tuvo un impacto profundo en la estructura productiva del sector de automoción de los Estados Unidos, ya que produjo una reconfiguración de las cadenas de suministro del sector. Así, EE.UU. se especializó en el diseño, la ingeniería, y la manufactura de componentes sofisticados. Por su parte, Méjico se especializó en la manufactura intensiva en mano de obra, básicamente la fabricación de componentes. Y finalmente, Canadá se focalizó en el ensamblaje, los componentes intermedios y el I+D.
Esta restructuración de las cadenas de valor del sector del automóvil provocó el cierre o reestructuración de fábricas en ciudades del cinturón industrial como Detroit, Flint o Toledo.
En síntesis, NAFTA fue clave para mantener la competitividad global de la industria norteamericana, si bien provocó la destrucción de cientos de miles de empleos en su manufactura.
Ahora bien, esta adaptación competitiva de la industria americana de automoción presenta consecuencias adicionales, como es que los fabricantes de vehículos americanos, al desintegrar sus operaciones, han perdido capacidades de desarrollo técnico y ahora dependen de los proveedores externos para poder diseñar sus productos.
Los analistas estiman que el 60% de las piezas que componen los vehículos ensamblados en plantas americanas cruzan la frontera en varias ocasiones. El resultado del alza de aranceles anunciado por Trump sería una subida de precios que oscila entre los 5.000 y 15.000 dólares por vehículo, según la banca Goldman Sachs.
¿Se relocalizará la industria? Es poco probable. La asociación que representa a los fabricantes de Detroit ha declarado que “ello requeriría decisiones de mercado muy estratégicas, una enorme inyección de capitales, la disponibilidad de mano de obra cualificada y salarios competitivos”. Son decisiones complejas que llevarían tiempo.
Un alto directivo del sector declaró a la cadena CNN que “las fábricas no pueden trasladarse de un día para otro: un incremento de la capacidad de producción en la industria del automóvil puede precisar tres años y puede extenderse más allá del período de la Administración Trump”. La respuesta de Trump ha sido conceder una prórroga de dos años a la industria americana de automoción.
Vistas las dificultades que presenta la recuperación de las bases industriales del sector de la automoción, analizaremos ahora un producto relativamente simple como pueda ser el calzado deportivo. Si bien puede ser un producto relativamente sofisticado, su fabricación continúa siendo, a día de hoy, intensiva en mano de obra.
Por ello, una empresa como NIKE Inc. ha protagonizado un proceso continuo de migración de sus fábricas, a la búsqueda constante de mano de obra barata. Así, a medida que los costes laborales aumentaron en Corea del Sur y Taiwán, que habían sido sus centros de producción en los años 80, la empresa comenzó a trasladar su producción a países como Indonesia y China. Posteriormente Vietnam emergió como un centro clave para la fabricación de NIKE.
La norma que NIKE aplicó, como otras marcas de material deportivo, era cambiar de emplazamiento productivo cada diez años para hacer frente al incremento generado por su presencia en la mano de obra local y migrar para mantener los márgenes necesarios para asegurar la rentabilidad de la casa matriz. Por ello, resulta inverosímil pensar que NIKE retorne a los Estados Unidos para fabricar sus productos, teniendo en cuenta los costes laborales existentes en su lugar de origen.
Una de las excepciones a la menguante rentabilidad de la manufactura americana había sido el sector de la electrónica y los semiconductores.
Una de las empresas más representativas del sector sería INTEL, que ha operado bajo el modelo de “dispositivo integrado”. Esto significa que diseña, fabrica y vende sus propios microprocesadores y componentes bajo su propia marca. Así, INTEL controla todo el proceso, desde la concepción del chip hasta su producción y venta a fabricantes de hardware como HP, DELL y LENOVO.
Pero ahora INTEL, quien fuera líder indiscutible de la industria de semiconductores, atraviesa la peor crisis de su historia: la empresa anunció recientemente el despido de más de 20.000 empleados en el marco de un plan de reestructuración que le llevó a perder 15.322 millones de euros en el tercer trimestre del 2024.
Por el contrario TSMC (Taiwan Semiconductor Manufacturing Company) opera bajo un modelo de “fundición pura”: no diseña ni vende chips bajo su propia marca. Se dedica exclusivamente a la producción de semiconductores para otras empresas que diseñan sus chips sin fabricarlos (conocidas como empresas “fabless” o sin fábrica).
TSMC es el mayor fabricante de chips bajo contrato del mundo y entre sus clientes se encuentran empresas como APPLE, NVIDIA, AMD y QUALCOMM. Su éxito se basa en la oferta de tecnología de fabricación avanzada y su gran capacidad de producción.
El desarrollo del modelo de “fabricación bajo contrato” provocó que numerosas empresas americanas de semiconductores adoptaran el modelo “fabless” o sin fábrica, reproduciendo en diferido las dinámicas de externalización de la industria del automóvil. Como consecuencia, la mano de obra empleada en el sector de los semiconductores se redujo en un 43% desde el punto álgido que alcanzó en el año 2000.
En 2022, la Administración Biden anunció ayudas por valor de 530.000 millones de dólares para revitalizar la industria de la electrónica y los semiconductores en los Estados Unidos.
Ahora bien, según la consultora McKinsey, teniendo en cuenta las ayudas estatales existentes en los distintos países, construir una factoría estándar de semiconductores en Estados Unidos costará aproximadamente un 10% más y tendrá unos costes de explotación hasta un 35% superiores a una instalación similar en Taiwán. En comparación con Taiwán, la misma instalación en China tendría unos gastos de explotación un 20% inferiores y precisaría de una inversión constructiva inferior en un 40%.
A pesar de todo, McKinsey estima que la inversión en la industria de semiconductores americana superará los 250 billones de dólares hasta 2032. Para construir estas infraestructuras fabriles, los Estados Unidos necesitarían entre 200.000 a 300.000 especialistas adicionales a los que cuenta en la actualidad.
En los Estados Unidos no se ha producido una construcción fabril a tal escala en décadas. Ello se traduce en la carencia de trabajadores cualificados y una menor productividad, habida cuenta que un número creciente de proyectos se ven forzados a emplear mano de obra poco experimentada, circunstancia que aumenta el período de maduración de los proyectos. Así, en Asia, las instalaciones se finalizan y alcanzan su volumen nominal de producción en un período comprendido entre los 28 y los 32 meses. Por el contrario, los plazos de construcción de algunas factorías estadounidenses se han alargado hasta los 50 meses para lograr los mismos resultados.
Por último, como consecuencia de la desindustrialización que ha experimentado el sector de los semiconductores, se estima que para operar las instalaciones planificadas, se necesitarán entre 59.000 a 77.000 ingenieros adicionales.
En este contexto, la experiencia de TSMC puede ser paradigmática. Originalmente, TSMC desarrolló su base productiva en Taiwan, pero fenómenos como la pandemia del covid, las guerras comerciales entre los Estados Unidos y China, así como la política de ayudas de la Administración Biden animaron a TSMC a establecerse en los Estados Unidos.
En 2021, TSMC anunció la construcción de una planta productiva en Phoenix (Arizona). Posteriormente, en 2022, TSMC dobló la apuesta, anunciando la construcción de una segunda planta, aledaña a la primera. El monto total de la inversión asciende a 40.000 millones de dólares. Para ello, la Administración Biden comprometió una subvención directa de 6.600 millones de dólares y préstamos por valor 50.000 millones de dólares.
Pues bien, los planes se han retrasado: después de tres año de construcción, la primera planta productiva no está terminada. TSMC retrasó su apertura de 2024 a 2025. El presidente de TSMC, C.C. Wei, atribuyó los retrasos a la combinación de complejos requisitos de conformidad, las normativas locales de construcción y los largos procesos de obtención de permisos, así como la falta de mano de obra especializada. A falta de mano de obra local, TSMC ha trasladado a Phoenix más de 1.100 de empleados desde Taiwan.
Wei también señaló que los costes de los productos químicos en los Estados Unidos son sustancialmente más elevados, citando la necesidad de enviar ácido sulfúrico de Taiwán a Los Ángeles y luego transportarlo a Phoenix.
Fuentes cercanas al proyecto informan que la implantación de TSMC sufre de barreras de lenguaje y culturales, así como de una rígida estructura jerárquica que impide una relación normalizada entre los trabajadores y técnicos americanos y sus supervisores taiwaneses.
Como se aprecia a través de estos ejemplos, los Estados Unidos no disponen de las capacidades necesarias para regenerar de forma masiva su capacidad industrial. Cabe concluir que las políticas de Trump no constituyen una estrategia viable para la reindustrialización de los Estados Unidos y que son contrarias a la lógica de la evolución competitiva llevada a cabo durante cuarenta años por la industria americana.
MAGA se aproxima más a un lema electoral hueco que a una hipótesis plausible.