Las palabras del presidente Donald Trump no son ninguna broma. Lo que ayer parecía un rumor hoy es una realidad que cae como un martillo pilón para algunos y el ver cumplido un profundo anhelo para otros. Pretende que la Franja de Gaza pase a control estadounidense, con el fin de demoler lo que queda y así reconstruir la zona (desminándola y alzando nuevos y magníficos edificios) y convertirla, afirmó, en la “Riviera de Oriente Próximo”. Hasta ahí, todo parece bonito. Trump actúa con la mente del magnate inmobiliario que fue en su día. Con una pega a tal megalómano proyecto, en el mismo no encajan los gazatíes. Son los invitados que nadie quiere y pretende expulsarlos de forma permanente. Y para ello busca acomodo para la mayoría de esta población en otros países aledaños. Se quedarán algunos, unos pocos, los elegidos, para hacer los trabajos poco cualificados, imagino. Se convertirá en un área “internacional”, aunque nadie sabe qué ha querido decir con eso. ¿Bajo el mandato de la ONU? No. Porque ni le va a pedir permiso ni la ha mencionado. Más bien, bajo su autoridad, pero israelí.

El problema radica en cómo piensa llevar a cabo este proyecto, ni qué será de los palestinos unas vez sean realojados en el nuevo país de acogida. Por de pronto, se pisoteará el derecho internacional y será una de las mayores afrentas al mismo desde la invasión de Ucrania por Putin. Si se desaloja a Gaza de sus habitantes, aunque no se vayan todos, ¿no se trata de una limpieza étnica? Sí. Sin duda. Trump, optimista, considera que ha logrado encontrar la cuadratura del círculo, como si estuviese diseñando más un paquete turístico que atendiendo un drama humano, llegando a decir que tanto Addalá II como Abdelfatá al Sisi “nos darán el tipo de tierra que necesitamos para conseguir esto y que la gente pueda vivir en paz y armonía”.

Oiga, ¿les ha preguntado a los gazatíes si quieren abandonar sus tierras? ¿cree que en Jordania y en Egipto no andan sobrados de preocupaciones? Para Trump es el único modo de no volver a repetir los mismos errores del pasado, la historia. Pero en el fondo, lejos de aprender, en todo caso, ha desaprendido. Humillar, maltratar e ignorar de esta manera a los gazatíes significa otra cosa, señor Trump, totalitarismo. Desde Israel, este plan es acogido con los brazos abiertos. Netanyahu ya ha aplaudido las intenciones de Trump afirmando que ésta es la senda para que Gaza no sea “una amenaza para Israel”. Visto lo que ha sucedido en estos últimos meses, no es Israel el que debe temer a los gazatíes, sino al revés, por desgracia, son los gazatíes los que han visto, con estupor, como los israelíes no dejaban piedra sobre piedra de sus casas y tierras.

Para colmo de males, la acción de Hamás, el gran error cometido por la milicia, ha conducido a que todos ellos sean castigados y se retuerzan los hechos hasta llevar a que la gran injusticia histórica cometida contra los palestinos se culmine, llegado el caso de que Trump materialice su epifanía. Produce escalofríos que la pretendida solución de un conflicto sea la expulsión de cientos de miles de palestinos de sus hogares hacia no se sabe dónde. Entonces, lo mismo podrá hacer Putin en el Donbás y lo mismo podrá ocurrir en otros muchos lugares. Se impone la ley del más fuerte. No de la justicia. Ahora bien, ¿y que será de ese 1,8 millones de seres humanos a los que se les convierte en apátridas? Le es indiferente. Ese no es problema suyo, él ya ha dado la gran idea y no se detiene en los viles detalles, de eso se ocuparán los que deban acogerles e integrarles en sus sociedades. La solidaridad y la acogida de palestinos en países árabes ha sido buena y obligada, pero no es ilimitada. Por el contrario, Trump no tiene empacho en expulsar a miles de migrantes irregulares de su país porque los considera delincuentes y violadores, pero quiere que otros países, con sus propias problemas internos, hagan lo que no es capaz de aceptar él. Si Trump proyecta que los gazatíes busquen otro lugar donde vivir, ¿por qué no les ofrece unas buenas tierras en Texas o California?

Trump, con su ampuloso narcisismo, ha manifestado: “Nos vamos a asegurar de que se hace algo de verdad espectacular”. Y despiadado también. Porque para los gazatíes representaría otra Nakba, otra gran tragedia, todavía peor que la que sufrieron en 1947-49, incluso, porque sería dejarles sin otro anclaje. De certificarse, habría más palestinos fuera de sus territorios históricos que viviendo en ellos. La ultraderecha israelí se halla, por lo demás, eufórica, frotándose las manos. Y el conjunto de países árabes, Europa y los palestinos consternados. Por de pronto, Arabia Saudí, de la que Trump aspira a que normalice sus relaciones con Israel, ha expresado al magnate su disconformidad. La única manera de que haya un entendimiento entre Tel Aviv y Riad es constituyendo un Estado palestino. Trump quiere confeccionar una paz en la región sacrificando a los palestinos lanzándoles a una diáspora sin posibilidad de retorno. Un trauma. La sola idea resulta tan escalofriante como inhumana, por mucho que haya conseguido el aplauso unánime del gobierno hebreo, y Trump se crea una especie de genio. Pero no lo es, ya en 1984, la formación Kaj, liderada por el rabino Meir Kahane, ilegalizada y considerada como grupo terrorista, defendió posturas tan intransigentes como la de expulsar a todos los palestinos de Gaza y Cisjordania e ilegalizar las relaciones entre judíos y árabes. O lo que es lo mismo, un antisemitismo a la inversa. Trump no es un innovador. De hecho, Netanyahu coqueteaba con la idea buscando la “emigración voluntaria” de la Franja. El Instituto de Políticas del Pueblo Judío llevaba a cabo un sondeo y veía una opinión favorable del 82% para reubicar a los gazatíes, tristemente, únicamente el 3% lo consideraba inmoral.