Todos recordamos o celebramos fechas señaladas. En unos casos, resultan ser días conmemorativos alegres (bodas, cumpleaños, etc.), otros, en cambio, más fúnebres. Los han que tienen que ver con efemérides nacionales o internacionales, y los que como es el caso marcan un antes y un después en el momento actual. Ayer, justamente hace un año, Hamás orquestaba uno de sus más siniestros planes homicidas. Sorteando las defensas israelíes, entraban en varios kibutz y acababan con la vida de 1.200 civiles inocentes y secuestraba, además, a más de trescientas personas que pretendía usar como rehenes para impedir las represalias (sin conseguirlo). Lo hizo contra el peor gobierno posible. Seguro que habrá integrantes del grupo terrorista palestino arrepentidos de la decisión tomada. Desde ese instante, tal y como vino a afirmar el primer ministro israelí, Benjamín Netanyahu: “Vamos a cambiar Oriente Próximo. Este es solo el principio”. Y ¡vaya si lo ha hecho!
Aquel 7 de octubre ha alterado la faz de la región de Gaza y, actualmente, del sur del Líbano. Doce meses después el drama ha golpeado a todas y cada una de las puertas de la sociedad palestina y una parte de la israelí. Pero se ha ido más allá y más lejos y, ahora, también ha llamado a las libanesas. Repensar sobre estos acontecimientos en frío es complicado. Hay muchas, demasiadas, emociones sobre la mesa; marcados sentimientos encontrados que se han ido alimentando del odio más irracional y la incapacidad de quienes han liderado, a lo largo de estas décadas, tanto Israel como el resto de países, para encontrar mimbres de entendimiento y, por supuesto, un futuro para los palestinos. La excusa peregrina de Hamás para hacer lo que hizo fue ni más ni menos que el golpear lo más fuerte posible a su adversario, tal y como lo hace él con ellos, como castigo y reivindicar su fortaleza como pueblo… y ya hemos visto qué ha desencadenado: los fuegos del infierno. Mal por Hamás, peor por parte de Israel que ha sacado a relucir su deshumanización, cuando podía haber gestionado el conflicto de otra manera. Ver cómo los milicianos de Hamás asesinaban con premeditación y alevosía a mujeres y niños les ha hecho ser fríos como el acero y reclamar su venganza.
Sin embargo, soy de los que piensan que los aniversarios no deben ser unas fechas sin más, sino de reflexión. Plantear qué se hizo mal, y sobre todo qué lecciones hay que extraer de ello. Ni regodearnos en efímeros triunfos ancestrales ni tampoco dejarnos envolver por un pesimismo que nos nuble el juicio hasta ese punto en el que actuamos como seres irracionales. Deberíamos ser sociedades que aprenden de sus propios errores, pero las sensaciones que me trasladan estos hechos no son éstas. La repulsa internacional, el apoyo y compromiso con Israel en su momento de más profundo duelo contra el salvajismo de Hamás, no se entendió como parte de la necesidad de buscar a los culpables y llevarlos ante la justicia, sino como tener carta blanca para actuar con desmesura. Con ira y fuego. Israel no se ha comportado en Gaza y Cisjordania como un país democrático, sino como un cruel déspota. No ha considerado a los palestinos como una población con derechos o un destino propio, sino como extraños que no merecen más que desprecio y marginación. Desde luego, hay que insistir, eso no justifica el vil crimen que pergeñó Hamás, pero lo explica. De hecho, a Netanyahu le sentó muy mal que el secretario general de la ONU, António Guterres, afirmase que los acontecimientos venían de lejos, responsabilizando a Israel de parte de lo ocurrido. Aquello fue tomado como un grave insulto, los israelíes consideraban que no han sido los causantes, a pesar de que la realidad del enfrentamiento entre israelíes y palestinos lleva activo más de siete décadas como asignatura pendiente.
A partir de ahí, el Gobierno israelí, de dura semblanza, sólo ha aplicado la mano de hierro sobre la Franja, acusando a quienes criticasen sus políticas implacables de antisemita… o lo que es lo mismo, ha enarbolado la sinrazón y la crueldad como bandera, escudándose tras los más de mil cadáveres israelíes que Hamás dejó a su paso. ¿Qué culpa tenían de lo ocurrido los más de dos millones de gazatíes rehenes del fanatismo de unos y de la intransigencia de los otros? Nada. Y aunque fuese así, no se puede actuar de manera indiscriminada. Un año más tarde, sabemos qué efectos ha tenido la estrategia israelí. Más de 42.000 víctimas mortales, en su mayoría civiles, una Franja arrasada por las bombas y, ahora, más violencia en el sur del Líbano. ¿Los 1.200 israelíes asesinados querrían este tributo de sangre o habrían dado sus vidas por buscar una fórmula para evitar que la violencia y el terror siga campando a sus anchas?
Este aniversario sólo ha servido para contemplar la capacidad inherente del ser humano (no importa si se es judío, israelí, cristiano o musulmán) para provocar más daño… Estas masacres no van a devolver a la vida a los que ya han perecido y el sumar más víctimas del bando que sean a esta tragedia no va a favorecer que se ponga fin a tanto dolor, al revés, da la sensación de que sólo se pretende avivar la llama del rencor hasta que ambas partes queden exhaustas o, peor aún, se exterminen mutuamente. Como esto último no parece probable, será más bien lo primero, pero dejando tras de sí una montaña de cadáveres. Ni tan siquiera cabe el consuelo de considerar que toda esta locura va a acercarnos a un final, sino que lo único que se está logrando es asomarnos a un abismo cíclico, como si la única manera de calmar estos odios fueran a través del enfrentamiento, y no debería ser así. Sin embargo, si se pudiera preguntar a las víctimas fallecidas, repito, estoy seguro de que la mayoría, sino todas ellas, querrían que su perdida no hubiese sido tan estéril y acercar un poco más a la paz y no a acrecentar esta insensatez. Conmemorar y hacer memoria no tienen ningún valor si no se considera que debe servirnos como enseñanza para el presente, y ayudar a colocar un peldaño más en el respeto de la dignidad humana.
Doctor en Historia Contemporánea