En todo colectivo humano hay variedad de personajes y de capacidades intelectuales. En todas partes hay listos y menos avezados. Simpáticos y bordes. Maleducados y corteses. Estas características se pueden observar en cualquier grupo. En la política, en el periodismo, la docencia, en la patronal, los sindicatos… En todas partes. Es lógico. En la medida de que una persona es diferente a otra, tal diversidad aparece en los elementos grupales.

Entre los deportistas de élite, que sirven de espejo para una buena parte de la sociedad, también se da ese abanico de rasgos distintivos. Los hay geniales, rigurosos, educados, graciosos y hasta entretenidos. Pero, una cosa es que tales cualidades se demuestren en el ejercicio de sus habilidades, y otra bien distinta es que pretendan asociarse al conjunto de sus actividades humanas.

Por poner un ejemplo, los futbolistas que recientemente ganaron la Eurocopa demostraron talento, presteza, habilidad e inteligencia sobre el terreno de juego y con un balón como herramienta. Pero esa agudeza y brillantez desapareció cuando, al margen del deporte, algunos de ellos se comportaron como auténticos mequetrefes indocumentados en la rentabilización de sus éxitos balompédicos.

Cierto es que el desfogue y la algarabía festiva mostrada por el plantel de la “roja” podía estar justificado por su victoria en el campeonato europeo. Pero alguna de las reacciones públicas que tuvieron en su celebración demostró que, determinados individuos, más allá del pelotón, tienen menos luces que un barco de contrabandistas. Dicho de otro modo, que ciertos futbolistas cumplieron con el guión de demostrar que su inteligencia empezaba y terminaba en sus pies.

Hay que ser muy lerdo para, trabajando en el Reino Unido, jugando en un club británico, cobrando un potosí en libras esterlinas y después de haber vencido en la final a la selección inglesa, celebrar su éxito al grito de “¡Gibraltar español!”.

Hay que ser “esférico” en la idiotez para convertir la demanda de “Gibraltar español!” en una voz festiva reivindicativa similar a aquella otra ocurrencia indecente de “Que te vote chapote”. Mamarrachos sin aristas como el plantel de coreadores –Elena de Borbón y Martínez Almeida, entre ellos– que dejaron la voz y la vergüenza en el griterío de un hooliganismo (perdón por el anglicismo) escaso de neuronas cognitivas.

Es recurrente –¡qué se le va a hacer!– que para promocionar un determinado sentimiento patriótico, determinados apóstoles de la españolidad se vengan arriba en su exaltación y mencionen a Gibraltar como si aquel terruño fuera su “tierra prometida” y el destino de una nueva cruzada que liberase los “santos lugares” ocupados por la “pérfida Albión”.

Tales “patriotas”, herederos de don Pelayo, El Cid o Gonzalo Fernández de Córdoba, se olvidan de que fue un monarca español, el primer Borbón, quien vendió Gibraltar a Gran Bretaña tras la guerra de sucesión y la firma del Tratado de Utrech en 1713.

El acuerdo, rubricado por un tal Felipe V, literalmente dice: “El Rey Católico, por si y por sus herederos y sucesores, cede por este Tratado a la Corona de la Gran Bretaña la plena y entera propiedad de la ciudad y castillo de Gibraltar, juntamente con su puerto, defensas y fortaleza que le pertenecen, dando la dicha propiedad absolutamente para que la tenga y goce con entero derecho y para siempre, sin excepción ni impedimento alguno.”

Gibraltar como símbolo de patrioterismo casposo y rancio. ¿Saben los “Carvajales” de turno que sus admirados militares franquistas, puestos a elegir, prefirieron lucrarse con sobornos millonarios, en lugar de “recuperar” el peñón, como reclamaban los alemanes, para hacerse con el control de la puerta del Mediterráneo? Pues sí, durante varios años, generales del ejército español –hasta el mismísimo hermano del dictador– estuvieron cobrando miles de libras esterlinas para evitar que el régimen del Generalísimo apoyara a Hitler en la ocupación de Gibraltar.

En junio de 1940, gran parte de Europa se encontraba bajo el dominio del III Reich. Tras derrotar a los ejércitos franceses en una campaña fulminante de menos de un mes, en el viejo continente no quedaba nadie más que el acorralado Reino Unido para hacer frente a Hitler que, tras la precipitada evacuación de Dunkerke, esperaba en las islas la inminente invasión alemana.

Es en ese momento Churchill pronunció ante el parlamento británico su famoso discurso de resistencia: “Llegaremos hasta el final; lucharemos en Francia; lucharemos en los mares y océanos; lucharemos con creciente confianza y creciente fuerza en el aire; defenderemos nuestra isla, cualquiera que sea el coste; lucharemos en las playas; lucharemos en los aeródromos; lucharemos en los campos y en las calles; lucharemos en las colinas; nunca nos rendiremos…”.

Y lucharon. La batalla de Inglaterra otorgó la supremacía aérea a los británicos y los alemanes se vieron detenidos en el Canal de la Mancha. Ante esta situación, Hitler movió ficha y fijó su vista en Gibraltar y en el Canal de Suez, puerta del Mediterráneo y llave del abastecimiento del imperio británico. Hitler diseñó un plan para retorcer el brazo del Reino Unido. Su opción era hacerse con Gibraltar –la Operación Félix–, enclave que entregaría posteriormente a Franco, siempre y cuando éste le apoyara y aceptara entrar en la guerra a su lado. Franco y la mayoría de sus lugartenientes, encabezados por Serrano Suñer y el general Yagüe, querían entrar de lleno en la contienda. Sin embargo, su reacción al plan alemán no fue inmediata, como Hitler esperaba.

Churchill, que había prometido luchar en todas partes, echó mano de un arma secreta; centenares de miles de libras esterlinas destinadas a sobornos que un banquero intermediario, Juan March, puso a disposición de altos dirigentes del régimen para que éstos convencieran a Franco de que no entrara en la guerra al lado de Hitler. Durante más de tres años, varios generales, dos ministros, el del Ejército, José Enrique Varela, y el de Gobernación, el coronel Valentín Galarza, y el hermano de Franco estuvieron “a sueldo” de los británicos. Gibraltar les importó un carajo.

El banquero Juan March, que se llevó una parte sustanciosa de la operación, tuvo la visión de no pagar hasta que no se constatara fehacientemente que Franco no entraba en guerra. Las “mordidas” se hicieron esencialmente en el año 1944 y, si bien algunos generales habían recibido anticipos en pesetas, los abonos significativos se hicieron en divisas que se situaban en cuentas en el extranjero (Nueva York, Lisboa y Suiza). Los sobornos para comprar la influencia de los militares españoles ante Franco costaron al gobierno británico, según el historiador Ángel Viñas, 6,5 millones de libras esterlinas, una cantidad aparentemente irrisoria al día de hoy pero inmensa para la época y que en términos actuales tendría un contravalor que iría de los 150 a los 1.000 millones de euros.

Churchill jamás dijo nada –ni tan siquiera en sus memorias– de esta “compra de voluntades”. Pero su operación impidió que España (a través de los alemanes) se hiciera con el control de Gibraltar, permitiendo a Gran Bretaña transformar el peñón en un reducto inexpugnable política y estratégicamente hasta nuestros días.

Probablemente los vociferantes patrioteros de hoy desconozcan toda esta intrahistoria existente sobre Gibraltar. Es más, les dará igual conocerla o no, porque lo que rezuma en su subconsciente es un “nacionalismo español” de brocha gorda que no atiende a razones y llama “colonia” a Gibraltar mientras se dan golpes de pecho por la “españolidad” de Ceuta y Melilla. Se trata de un “nacionalismo español” de imposición que durante años hemos tenido que soportar bajo el principio de “una, grande y libre” y que ahora parece resurgir .

Esta soberbia intelectual pervive con fuerza en nuestros días. Y emerge cada vez que la “marca España” obtiene triunfos que favorecen su reputación. Pero también hay quien no necesita de Alcaraz o de la “roja” para hacer notar su autoestima “patriótica”. Tal es el caso del comandante de la Armada en Bizkaia quien, emperrado en que varias dotaciones navales realizaran ejercicios de maniobras en el puerto de Bilbao tras el retorno de la flota del mar Báltico, donde acababan de participar en un despliegue de la OTAN, consiguió que tres embarcaciones fondearan en Getxo para deleite de curiosos y amantes de la pulsión militar. Y como símbolo de la “indisoluble unidad de la Nación española” que dice la Constitución. Lo simbólico elevado al cubo. “Gibraltar y el País Vasco español!” Patrioterismo de brocha gorda. Miembro del Euzkadi Buru Batzar del PNV