Vivimos unos tiempos en los que la normalidad aceptada se llena de sinsentidos, y estos progresan afincándose en instituciones, asociaciones, relatos y grupos políticos de diversa naturaleza. La coherencia se escurre continuamente entre las afirmaciones opuestas de un día y otro. Esta incoherencia se explica con naturalidad como algo propio de nuestro tiempo, porque las circunstancias cambian y por ello las posiciones también. La incertidumbre endémica es la respuesta al dinamismo estéril respecto a los problemas cotidianos. La habilidad de los sofistas, con la que todo es defendible -una cosa y su contraria- es lo frecuente. Producimos abundante materia prima para los analistas políticos y los portavoces de los partidos, con un inagotable suministro de relatos e hipótesis con lógicas y deliberaciones opuestas, que contribuye a crispar los prejuicios ya existentes, sin casi ninguna intención de concluir y acordar el sentido de las cosas que pasan. Al final, los asuntos más agudos se dirimirán en los tribunales, demorando y bloqueando las instituciones, que no gozan en exceso de la confianza de los ciudadanos.

Es común observar cómo instituciones que tienen entre sus estatutos y principios aspectos comunes e incluso idénticos, en sus relaciones con terceros, no solo no colaboran sino que no se conocen. Cuando lo hacen dicen que compiten entre sí por hacerlo mejor. En la política esto es un fenómeno universal, pues todos anuncian su misión de resolver a favor de los intereses de los ciudadanos -antes de las elecciones- y enseguida, tras unas celebraciones generales, lo único que queda en común es el espíritu de crispación y enfrentamiento mutuo del que ya venían. Crispación que echa sus raíces en la pugna por la representación ciudadana. Esta confrontación es mucho mayor que la que existe entre los ciudadanos, que no sabiendo ni estando educados para organizarse y colaborar resolviendo sus problemas, necesitan líderes mesiánicos para encauzar su participación social. El mecanismo de mantener miles de puestos de trabajo en la política, por lo que los partidos compiten, lleva a convertir el concepto de oposición en un mecanismo de paralización y destrucción del contrario. Representación y eficacia se oponen indebidamente en la actualidad.

En algunos casos como en estas últimas elecciones, vemos competir a dos grupos políticos con la misma agenda de soluciones, las llamadas cosas de comer de los ciudadanos, pero con un enfrentamiento ideológico que evita el más mínimo esfuerzo por hacer un ejercicio común hacia la solución que ambos prometen. Si prometen lo mismo, por qué no se unen para hacerlo mejor y más barato. La competición es sobre el poder, más que un esfuerzo de servir a los ciudadanos. De “servir a” a “servirse de”, hay un gran abismo. La ventaja de prometer lo que no se sabe cómo hacer entre dos aguerridos contrincantes, es que mientras no se resuelve el problema se mantiene eternamente el espectáculo de la contienda. Sea el que sea el ganador, el problema seguirá a peor, sin solución. Uno aludirá a la negativa del otro en su ayuda, y este último a que nada se arregló porque el primero no le dejó ejecutar sus ideas. Lo normal es que el asunto siga igual o peor, en esta pugna pírrica, y engorde la agenda laboral de unos y otros, y la de las instituciones públicas afectadas, que han de velar por el orden y la legalidad de los sistemas y procedimientos aplicables. Los ciudadanos observan el espectáculo, del que toman parte como espectadores para ser consultados periódicamente. Pero todo sigue igual o se degrada, pues los factores causales del problema tienen sus raíces en dinámicas sociales de otro nivel, que son más globales que locales trascendiendo a la posible acción de los partidos. Algunos reconocen que han tenido mala suerte pues les han tocado mas crisis globales que a los adversarios, lo que no elimina las eternas narrativas con los vaivenes en las culpas y las descalificaciones entre portavoces y líderes. La autenticidad o falsedad de los relatos no importa tanto si su contenido alimenta el fragor de la contienda, y la noticia y su cuota de mercado -resultados- para la publicidad, que es la moneda de medida del éxito y la posición en la sociedad de la comunicación y de la creciente exhibición digital.

La buena noticia es que al final se va viendo la inutilidad de lo útil, construida sobre un armazón vacío de soluciones de calado en los sistemas de salud y especialmente en los de educación. Añadamos a la lista la vivienda, la fuga de talentos y el colapso demográfico. Este último y el de educación tienen la gran ventaja para los gestores políticos de que no se conocen sus resultados hasta pasados muchos años -más de 15-, con las huellas de las decisiones tomadas difuminadas por el tiempo, con la imposibilidad práctica de correlacionar causas y efectos, para en definitiva no aprender casi nada.

Otra buena noticia es que cuando se ensayan soluciones de acercamiento sincero entre instituciones con un propósito total o parcialmente compartido, los resultados de la cooperación multiplican con creces los beneficios para las partes y en definitiva para los ciudadanos, con la eliminación añadida de costes innecesarios. Por ejemplo si la cámara territorial o cámara alta, el Senado, fuera un espacio de cooperación directa, entre comunidades, podríamos ganar mucho hibridando capacidades diferenciadas e integrando ventajas mutuas a favor de los ciudadanos en aspectos de salud, educación e intercambio y compartición de recursos intangibles y naturales.

Los grandes cambios, cuando las cosas no funcionan bien, exigen repensar nuevas formas de simplificación y eliminación del exceso de sistemas relacionales complicados, que estancan y paralizan las iniciativas necesarias en la resolución de los problemas. Cuando se exagera la participación en la búsqueda de la mejora, acabamos admitiendo que cuando no se puede o sabe ayudar, es mejor estorbar que apartarse, por no admitir la necesaria renuncia a la participación en aras de la eficacia. Participación y eficacia no caminan siempre en el mismo vehículo de la sociedad y menos de la política. Algunos añoran un ministerio de simplificación -ese que elimine los estorbos- y que en las recientes quejas del sector agrícola figuraba en primera línea de protesta. Más burocracia no debiera ser sinónimo de más Europa, o más normas y control. La simplificación y la eficacia son atributos que ya se están utilizando en el sector privado, empleando la tecnología en el camino de la digitalización y de la inserción de los algoritmos de la IA en los procesos administrativos, comunicativos, comerciales y de producción.

Decir que hay un exceso de comunidades en nuestro escenario político es acertado si la capacidad de interacción entre ellas está cohartado por una pátina de igualdad generalizada, que impide aprovecharse de la cooperación entre diferentes. El principio de igualdad exige la presencia de un guardián del mismo, que es juez y parte interesada en mantenerse, limitando y rebajando estructuralmente la autonomía y la creatividad de las soluciones entre distintos. Siempre es más fácil para quien dirige defender la igualdad como ideología, aunque la realidad sea muy otra, que armonizar la desigualdad hibridando las diferencias, con intercambios sostenidos y justos entre distintos. Liderar la cooperación requiere apartar los prejuicios de superioridad, y es mucho más difícil que gobernar la competición bajo la bandera de la igualdad para todos. La desigualdad inteligente supera siempre a la igualdad estructural, donde las diferencias complementarias nutren la cooperación, que se hace herramienta de la mejor solución y donde la innovación no se obstaculiza, abandonando el consabido lema de todos o nadie.

Ingeniero industrial. Doctor en Organización