Nuestra época de individualismo exacerbado y pérdida de horizontes utópicos está marcada un conjunto de cambios que se suelen analizar de forma aislada, perdiendo la perspectiva de la situación real del mundo. Entre 1979 y 1982, entre la elección de Margaret Thatcher y Ronald Reagan y la decisión de subir drásticamente las tasas de interés –con el efecto colateral de la crisis de la deuda en Iberoamérica y África– llegó al poder de los principales gobiernos del mundo una cohorte de políticos dispuestos a acabar con los pactos sociales que marcaron las décadas precedentes en los países desarrollados. A pesar de que el neoliberalismo se suele analizar como una ideología económica, su expresión más terrible es antropológica, está en palabras de Thatcher: “no existe la sociedad, lo que hay es hombres y mujeres individuales, y hay familias”. Este desprecio hacia el cuidado de la vida social se traduce en el arrinconamiento de los más vulnerables, su creciente marginación y descarte, y también en el debilitamiento de los lazos familiares, que no resisten al individualismo promovido por la cultura dominante.

Entre 1989 y 1992 se produjo el hundimiento del modelo socialista de Europa oriental. Y con ello, desapareció el principal temor de las clases dominantes de Occidente, abriendo la veda para profundizar la redistribución de la renta y la riqueza desde las clases medias hacia los ricos, debilitando a esas capas medias y destruyendo no solo las utopías de cambio social, sino las meras perspectivas de promoción y mejora en las condiciones de vida dentro del propio sistema. La polarización social extrema del capitalismo neoliberal se diferencia de la precedente en que ya no se trata de explotar al tercer mundo para mejorar la renta de las clases trabajadoras de los países centrales, sino de una nueva alianza de las clases dominantes para reducir la participación de las mayorías trabajadoras en los propios centros desarrollados del capitalismo mundial.

Entre 1999 y 2002 irrumpe en la escena mundial China, un actor que rápidamente se sitúa en el centro de la economía y la política mundial, aunque aún no logra el mismo estatus en los aspectos ideológicos y culturales, dominados aun por el pensamiento neoliberal de origen anglosajón. Con el desarrollo económico y político chino se produce por primera vez una reducción drástica de la pobreza extrema en el mundo: con datos del Banco Mundial, si en 1999 había 3,2 billones de personas viviendo con menos de 3,65 dólares al día (en paridad de poder adquisitivo de 2017), en 2019 la cifra se había reducido hasta 1,9 billones. Pero del 1,3 billón de personas que salen de la extrema pobreza, 900 millones son chinos. En 2019 había todavía en el mundo 700 millones de personas viviendo con menos de 2,15 dólares al día, mientras que en China no queda prácticamente nadie en ese nivel de pobreza, que afecta en 1999 a cerca de 600 millones.

Tenemos, por tanto, un escenario en el cual la concentración de la riqueza en manos de una minoría no deja de crecer (según Oxfam, entre 2009 y 2018, el número de multimillonarios necesarios para igualar la riqueza del 50% más pobre del mundo se redujo de 380 a 26; los 10 multimillonarios más ricos del mundo, según Forbes, poseen la asombrosa cifra de 1.448 billones de dólares en riqueza combinada, una suma superior al total de bienes y servicios que la mayoría de las naciones producen anualmente, según el Banco Mundial. El planeta alberga a 2.755 multimillonarios, según la clasificación de Forbes de 2021).

Pero si la experiencia de China muestra que es posible acabar con la extrema pobreza, aun aumentando la riqueza de los más ricos, el asunto no parece que llame particularmente la atención de los países desarrollados; en la Unión Europea, por ejemplo, en 2005 había 71 millones de personas en riesgo de pobreza, y en 2020 había 2,3 millones más; ni en época de crecimiento, ni en la de crisis, ha sido capaz la UE de reducir drásticamente los niveles de pobreza, antes al contrario, los ha aumentado.

Por el contrario, las políticas promovidas en la UE y el resto de los países desarrollados han dado lugar a que los trabajadores de los países del “Occidente colectivo” hayan perdido el equivalente a unos 32 billones de euros de participación en la riqueza producida, respecto a la que les hubiera correspondido de mantener los niveles de participación en la renta de los años 1976-1980. Suficientes para reducir drásticamente la pobreza en Occidente y acaso en el mundo… si no se los hubieran quedado los más ricos.

Hoy en día es técnicamente más fácil repartir más equitativamente la riqueza, porque hay mucha más que hace unas pocas décadas: si en 1990 la renta por habitante en el mundo era de 9.718 dólares, en 2022 es de 17.523 en dólares de paridad de poder adquisitivo constante de 2017. Sin embargo, entre 2009 y 2012, entre la Gran recesión, la señal más brutal de que el modelo de producción, distribución y consumo neoliberal no da para más, y la decisión de seguir como si nada hubiera pasado, nos ha abocado en Europa y el resto del mundo desarrollado a un estancamiento de largo plazo con deterioro medioambiental imparable.

Es en este contexto que cobra un mayor sentido para el conjunto de la humanidad la decisión del Papa Francisco de abrir en 2019 una reflexión en profundidad en la comunidad católica para construir en un nuevo modelo económico que se traduzca en acciones prácticas, productivas y sociales, en favor de una economía para el bien común, al que denomina la Economía de Francisco (de Asís). En su carta del 1 de mayo de dicho año, aboga por iniciar una reflexión, sobre todo invitando a los jóvenes a descubrir caminos para “corregir los modelos de crecimiento que son incapaces de garantizar el respeto del medio ambiente, la acogida de la vida, el cuidado de la familia, la equidad social, la dignidad de los trabajadores y los derechos de las generaciones futuras.

En opinión del Papa Francisco, “desgraciadamente, sigue sin escucharse la llamada a tomar conciencia de la gravedad de los problemas y, sobre todo, a poner en marcha un nuevo modelo económico, fruto de una cultura de comunión, basado en la fraternidad y la equidad. (…) promover juntos, a través de un “pacto” común, un proceso de cambio global que vea en comunión de intenciones no solo a los que tienen el don de la fe, sino a todos los hombres de buena voluntad, más allá de las diferencias de credo y de nacionalidad, unidos por un ideal de fraternidad atento sobre todo a los pobres y a los excluidos. Invito a cada uno de vosotros a ser protagonista de este pacto, asumiendo un compromiso individual y colectivo para cultivar juntos el sueño de un nuevo humanismo que responda a las expectativas del hombre y al plan de Dios.”

En uno de los encuentros de la Economía de Francisco de Asís, el 24 septiembre 2022, insistía el Papa en un aspecto que tampoco es evidente en el modelo exitoso de acabar con la extrema pobreza: “Hacer economía inspirándose en Francisco de Asís significa comprometerse a poner a los pobres en el centro y a mirar la economía a través de ellos.  Una economía de Francisco no puede limitarse a trabajar para o con los pobres. Es necesario abrir nuevos caminos para que los mismos pobres se conviertan en los protagonistas del cambio”.

En un contexto en el que el futuro parece dilucidarse entre la continuidad de un capitalismo liberal basado en la destrucción de todos los valores comunitarios y abocado al estancamiento, y un capitalismo administrado que no permite el protagonismo y autonomía de los trabajadores, mientras los más favorecidos por el actual orden de cosas se resisten al cambio y la clase política no es capaz de proponer una nueva cultura humana en la que la persona y su dignidad sea lo primero y el valor fundamental, la Iglesia Católica aparece proponiendo repensar los futuros posibles desde los valores comunitarios del cuidado de las personas y la naturaleza, desde la subordinación del interés individual que destruye la sociedad al bien común que construye la persona en libertad y dignidad. Veremos en qué queda la cosa.

Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV