No les sorprenda el tomo coloquial de este obituario en memoria de Juan María Uriarte, el obispo, el amigo. Cualquiera que tuvo la dicha de conocerle coincidirá en que se hacía cuesta arriba tratarle como un jerarca religioso, trataba a todos por igual y en esa cercanía radicaba su grandeza. Cuánto impostor, cuánto mediocre se parapeta en su rango, estatus o cargo para esconder sus limitaciones, para eludir el escrutinio de los demás, para aparentar lo que no es.

Juan Mari tenía claro que para conseguir volver a ser cercana al pueblo de Dios, la Iglesia católica necesitaba regresar a lo básico: la pobreza. En una ocasión me dijo, con seriedad impactante, que la rectificación a siglos de vanidades solo sería posible reduciendo la estructura eclesial, abandonando el oropel, deshaciéndose de todo lo superfluo, porque el amor debe ser un sentimiento desinteresado, una calle de dirección única. A Bergoglio le quedaban años para acceder al Papado, pero el diagnóstico estaba ya hecho; por cierto, Francisco conocía las reflexiones de Juan Mari por la lectura de las conferencias que impartía en las muchas ocasiones que fue invitado a la Argentina. Así se lo transmitió en el primer encuentro que ambos mantuvieron una vez entronizado como Papa.

Juan Mari ha estado presente de una u otra forma a lo largo de mi vida. El vecino de Fruiz del que se hablaba en mi familia que venía en bici hasta Mungia donde cogía el primer tren de la mañana, el de las seis y veinte, para ir a estudiar a Bilbao, con tiempo para tomar un café donde Damián. El universitario de Lovaina, que combinaba sus estudios de Psicología con la ayuda a la familia del entonces exiliado Andoni Olábarri y María José Lamikiz, sobrina del también exiliado Uzturre a cuyos hijos cuidaba. El director espiritual del seminario de Derio que tanto impactaba a seminaristas como a universitarios laicos que le visitaban en busca de consejo y que tuvo sus más y sus menos con los curas que ocuparon el obispado y el seminario durante varios meses del año 1968 en protesta contra la represión del régimen franquista. Ahí se confrontaron rebeldía y disciplina eclesiástica representada por Juan Mari. El tertuliano infatigable y mesurado con el que compartíamos mesa, siempre la misma, cada trimestre en el restaurante Trueba, Juan Mari Vidarte, Pedro Aurteneche, Manu Izaguirre (abogado de Mungia, Izquierda Abertzale) y yo. Un grupo tan heterogéneo que motivaba especulaciones diversas. Un día se nos acercó Juan Luis Laskurain, que comía en otra mesa, y nos dijo: “¿Y, vosotros?” para un momento después contestarse a sí mismo: “Ah, sí, entiendo”, como dando con la clave de aquel extraño cónclave.

Un capítulo aparte, si no un libro, resultó un viaje, para mí El Viaje, que hice a Zamora junto con Iñigo Urkullu, Iñigo Camino y Jesús Veci, Piti. El motivo era invitarle a impartir una conferencia en la Fundación Sabino Arana dentro del ciclo A contracorriente, en el que participaron gran número de personalidades de diversos ámbitos, desde el muy conocido Otelo Saraiva de Carvalho, la debutante Margarita Robles y un desconocido Matteo Zuppi, entonces párroco del Trastevere romano, luego cardenal de Bolonia y papable in pectore. Las razones, chequear su disposición para mediar, intervenir, influir, lo que fuera, en la búsqueda de la anhelada paz para nuestro país. A Zuppi, que también intervino en el proceso de paz, le concedimos el premio de la Fundación Sabino Arana, al igual que a Juan Mari. Por cierto que me dio un zasca cuando califiqué al ahora presidente de la Conferencia Episcopal italiana de “mundano” –queriendo decir que sabía tratar con todo el mundo–; “mundano no, sociable” fue su suave reprimenda.

Llegamos a Zamora de buena mañana y preguntamos por la dirección del obispo en una muy bien dispuesta tienda de productos regionales. No pudimos acabar la pregunta: “Tuerzan a la derecha y sigan hasta el fondo, junto a la catedral”, nos contestó una dependienta a la que supusimos habían hecho muchas veces la misma pregunta paisanos con aspecto y acento vasco. Una vez en la casa, sobre un farallón por encima del río, Juan Mari nos mostró el meandro que allí abajo hacía el Duero y por el que paseaba con el obispo Setién, a quien acogía fines de semana en aquellos tiempos recios para ambos. Setién, vilipendiado por la mayoría de la clase política y medios de comunicación españoles, sin asistencia de la Conferencia Episcopal, y Uriarte, desterrado a Zamora por la misma jerarquía. La Iglesia puede ser una madre muy severa.

Una de las funciones más complicadas de Juan Mari era mediar en las discrepancias entre las 17 cofradías que procesionan en Semana Santa. Recuerdo que nos invitó a la siguiente celebración y en concreto a la procesión de la hermandad de Penitencia del Santo Cristo del Amparo donde sonaba un bombardino que “te erizaba los pelos”, decía pasándose la mano por el antebrazo.

Gran futbolero, consiguió que medio Zamora acudiera a una conferencia impartida por su amigo Javi Clemente que organizó en un cine repleto. Por cierto, Juan Mari no comprendía porqué los zamoranos eran mayoritariamente del Barcelona: “Tendríais que ser del Zamora”, porfiaba sin éxito con sus fieles.

De regreso a Euskadi y después de rechazar, con mucho pesar, la invitación que Juan Mari nos había hecho para pasar la noche en su casa y seguir hablando, se mantuvo un largo silencio entre nosotros cuatro. Cada uno dándole vueltas y revueltas a las palabras del obispo amigo, que en el fondo eran una enseñanza católica, es decir universal: “Porque nuestro amor es más grande que nosotros mismos”.

¿Cómo lo ves desde ahí arriba, Juan Mari?, te pregunto. Sonrisa, pausa y contestación: “Os veo bien, pero deberíais quereros un poco más los unos a los otros”.