La pasión política puede llevarnos a todos a excedernos en nuestros dichos o hechos, quizá encuentren en este artículo testimonio de ello. No me negarán, sin embargo, que resulta surrealista en extremo contemplar que las asociaciones de jueces/as y magistrados/as, de forma unánime, hayan pretendido interferir en la actuación legítima (y escrupulosamente respetuosa con el procedimiento debido) del poder legislativo en relación con el (todavía) Proyecto de Ley de Amnistía y en la libre actuación política de los partidos (Acuerdo PSOE-Junts) en nombre, nada menos, que ¡de la separación de poderes ! Separación de poderes apelada en el supuesto para que uno de ellos, el único no legitimado directa ni indirectamente por la voluntad popular, el menos “democrático”, les dicte a los demás lo que deben o no deben hacer. Y una de estas asociaciones se autodenomina “Jueces y Juezas para la Democracia”, ¡en qué clase de democracia creerán estos/as señores/as!

No me digan que, visto lo visto, no dan ganas de demandar el exilio de este Estado, no como justo castigo a los pecados que hayamos podido cometer en nuestra trayectoria profesional o vital, sino como merecida recompensa a los méritos, por escasos que sean, que hayamos podido acumular en su transcurso. En tanto no se atienda la demanda, que colectivamente no permiten ni siquiera que formulemos, reflexionemos un tanto sobre la cobertura aducida para el desatino, la de “respetar la separación de poderes”.

Tengo la firme convicción, fruto de mi particular experiencia vital, de que quien posee un cierto poder político, social o económico, la única separación de poderes en la que cree es en la de separar de él a cuantos pudieran pretender acceder al mismo en su lugar. No necesariamente por egolatría o ambición, sin perjuicio de que estén detrás en muchos casos, sino por percibir en los posibles competidores una discrepancia en métodos u objetivos que lastraría la consecución rápida y eficaz de los siempre legítimos y adecuados que cada uno persigue. Pero las pretensiones del poder, o de los poderosos, no tienen por qué inspirar nuestras propias posiciones. Ni siquiera las de quienes tengan una cierta expectativa, más o menos fundada, de integrarse en el club algún día si no la tienen debidamente garantizada.

De aquí nace una segunda convicción, la de que no puede haber poder sin control. No solo porque del ejercicio del poder deriven consecuencias relevantes para quienes no lo poseen, consecuencias que no pueden quedar a expensas de la mera voluntad del poderoso, sino porque lo contrario conduce, más o menos inevitablemente, a una guerra entre los distintos poderes hasta que uno tan solo se sitúe en posición preeminente, guerra cruenta, como lo son prácticamente todas.

Una tercera convicción es la de que los controles deben ser externos y ajenos a los partícipes del poder de que se trate. Los autocontroles no son efectivos, la tentación del corporativismo, de que entre bomberos no nos pisemos la manguera, hoy por ti, mañana por mí y me debes una, es demasiado evidente. La impunidad de los árbitros de fútbol (y de los de otros deportes) sean cuales sean los desmanes que cometen, la permanencia pese al “autocontrol de la publicidad” de anuncios que siguen tratando a la mujer como objeto y al consumidor como imbécil y la propia ilustrativa cifra de jueces sancionados en la jurisdicción penal son testimonios de naturaleza casi irrefutable.

Dejemos la confesión de las propias convicciones con una última, la de que el control ha de ser democrático. O es democrático o no es control. O está en manos, (y de sus representados en última instancia) de quienes fruto de la elección popular cuenten con esa legitimación temporal y revisable (no como la de los vitalicios puestos obtenidos por meritocracia, real o presunta que lo mismo da a estos efectos ) o no estamos ante un verdadero control de si el poder en cuestión es ejercicio de la soberanía que reside en el pueblo, “del que emanan los poderes del Estado”. (Todos, según el artículo 2 de la Constitución).

Cuando se formula cualquier reivindicación en nombre de la separación de poderes hay algunas cosas que no se tienen que olvidar.

Lo primero, que no encontrarán referencia alguna a ella en la Constitución. Todo lo contrario, son múltiples las referencias a “los poderes públicos” en su conjunto, que indican tanto un origen común (artículo 2) como una obligación común, la que se determina en cada caso. No quiere esto decir que se confundan y que cada uno de ellos no sea objeto de regulación en Título separado (el III para las Cortes Generales, el IV para el Gobierno y la Administración y el VI para el Poder Judicial) pero no me negarán que la omisión de tan sacrosanto y paradigmático principio de la teoría política tiene que tener algún significado.

Quizá lo entiendan mejor si recordamos que la separación de poderes surge como principio de resistencia frente al poder no democrático. Es el absolutismo de la monarquía, el que detenta entonces el poder ejecutivo y la codecisión (cuando menos) en el legislativo además de potestades de control sobre el judicial, el que intenta refrenarse a través de reivindicar un poder legislativo autónomo y soberano y un poder judicial independiente (que no incontrolado). Pero en un estado democrático todos los poderes emanan del pueblo (recordemos una vez más el artículo 2) y todos tienen una misión común, “servir con objetividad los intereses generales” en los términos en que lo define el artículo 103, no puede ninguno constituir un chiringuito, un reducto, situado al margen del pueblo y de quien lo representa.

Por eso la Constitución define con precisión las respectivas competencias de control, atribuyendo al judicial, exclusivamente, “la de controlar la potestad reglamentaria y la legalidad de la actuación administrativa, así como el sometimiento de esta a los fines que la justifican”. (No de la actuación legislativa, artículo 106). Por utilizar terminología de actualidad estos días, los jueces/as que exhortan al legislativo a actuar o no hacerlo de determinado modo en cuanto tales, se sitúan en el extrarradio de la Carta Magna. O quizá retratemos mejor la cuestión, si escribimos, extramuros.

Los jueces españoles, por lo menos los que se expresan sobre la cuestión (porque no se escuchan, desgraciadamente, voces disidentes) tienen dos pretensiones democráticamente inasumibles.

Una primera es la de autogobernarse con carácter exclusivo, privando a la soberanía popular del derecho a elegir los integrantes de sus órganos de gobierno, poder no concedido ni constitucionalmente reconocido ni al ejecutivo (cuyo presidente es escogido y eventualmente removido por el legislativo) ni al legislativo, elegido por la ciudadanía de forma íntegra.

La segunda es la de tener algo que decir sobre las leyes, sus objetivos, fines, medios y propósitos. Si a su carácter vitalicio y permanente, a su potestad exclusiva de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, unimos la exclusión de su control democrático y una potestad de interferir en la actuación de los restantes poderes más allá de un puro control de legalidad estricto, no nos encontraremos ante un poder “separado” que es lo que se reivindica (teóricamente) sino frente a un poder preeminente (el de origen menos democrático predominando en un estado que se llama democrático) y potencialmente tiránico. (Vemos con escándalo estos días, qué poco basta, si el juez te percibe como adversario político, para que los derechos al honor, a la intimidad, al secreto de las comunicaciones y tantos otros se vulneren por parte de aquellos llamados, antes que nada, a protegerlos).

Vuelvo al principio. En la separación de poderes no cree nadie, solo en separar a los demás de mis poderes. Por eso la democracia, (los ciudadanos a través de sus representantes) no puede renunciar al control de ninguno. Ni a que cada uno controle a los restantes, check and balances, en su justa medida.