El historiador británico Henry Kamen nos dice que dos décadas después de las Cortes de Cádiz, el político y escritor Alcalá Galiano insistió en la idea de crear la nueva nación de los españoles. Todo el mundo sabía que existía España, pero, ¿qué era realmente? ¿Un Estado, una nación, un pueblo, una amalgama de todo sin una identidad ni una dirección claras? La Constitución de 1812 no usaba la palabra España, aunque se aceptaba la existencia de una nación española. Dice Henry Kamen que España no apareció hasta la Constitución de 1869.

No hubo una bandera nacional hasta mediados del siglo XIX y, lo más importante, no había un himno nacional. La falta de un himno con una letra inequívoca era una prueba de la falta de emociones compartidas por los españoles. Por cierto, a principio del siglo XX, el Estado se vio obligado a aceptar como himno oficial la Marcha Real, que contenía dos dificultades: pertenecía a la familia real y no a la nación, y no tenía letra. Es inevitable hacer la comparativa entre 50.000 gargantas cantando La Marsellesa dentro de un estadio y otras 50.000 tarareando una música sin letra en plan cachondeo.

España fue llegando tarde a casi todo. El capitalismo en España comienza a extenderse en el primer tercio del siglo XIX y alcanza su madurez en los años sesenta del siglo XX, pero si por revolución burguesa entendemos la derrota política de la aristocracia feudal a manos de la burguesía, lo que supone la creación de un estado democrático, hay que decir que tal acontecimiento no se ha producido de forma satisfactoria. Podría decir más: la penetración del capitalismo en España se dio de la mano de una contrarrevolución con represión salvaje y eliminación física de obreros, campesinos y sectores progresistas de la población. No, el pueblo español no tiene culpa de que una casta o clase dirigente haya implantado el primitivismo en la lucha política, el atraso y la ignorancia en regiones del estado, y la reyerta como resolución de conflictos. Es la estirpe que elogió Rajoy en un periódico gallego y de la que es heredero, la que ha tutelado y dominado España durante los últimos 200 años, creando un estado que nunca, nunca, entendió ni quiso entender la realidad plurinacional.

En España la violencia ha sustituido al diálogo desde siempre. El franquismo es tardío, y ya mucho antes en la mentalidad colectiva de la clase política española –también en parte de la izquierda–, estaba instalada el correr de la sangre. Esa España dramática, negra, en la que la envidia y la venganza y el sectarismo, han sido manipulados por la maquinaria del poder, sigue viva. “Navaja, barro, clavel, espada, la muerte siempre presente nos acompaña en nuestras cosas más cotidianas”, dice la canción. Y lo cierto es que esta España no superará el desahogo de las bajas pasiones mientras no haya otros partidos políticos. Los dos mayoritarios en los últimos 40 años se han apropiado de las instituciones, aupándose sobre ellas. El PP es la continuidad de la España despótica y el PSOE sigue aspirando a captar el voto de la otra España. Son dos partidos súbditos.

Es por esto que cuando escucho la manida frase de “España es un gran país”, respondo pensando: “Los pueblos del Estado español sí son buena gente” pero su clase política es una desgracia.

Lo que ocurre, lamentablemente, es que una parte de ese pueblo está contaminado. Recibe el alimento del sectarismo frente a las nacionalidades periféricas y, en consonancia, el de un nacionalismo español atrasado por su composición mental y emocional ligado al franquismo. La España bien atada por el dictador está muy viva. No es el pasado ya neutralizado sino un pasado que se vuelca en el presente y utiliza la ley para cobrarse una venganza perfecta. Tras tener que tragar la transición, la elite neofranquista ha sabido esperar para apoyarse en los votos, ahora no en las ejecuciones y cunetas –todavía–, sino en las urnas, para dar legitimidad a lo que se propone: restaurar un régimen autoritario de libertades recortadas, de todo lo cual la ley mordaza es uno de sus avisos. Cuando el general retirado Francisco Beca afirmó que le encantaría fusilar a 26 millones de hijos de puta, estaba mostrando síntomas de alguien perturbado, pero también una visión genocida de España.

El caso es que España, para ser nación, necesitaba iconos y mitos que no tenía. Era necesario relanzar la reconquista. Y para ello no importaba si la supuesta batalla de Clavijo, Covadonga, Pelayo, El Cid, y otros hechos o personajes fueran ficción o realidad. Lo importante es lo que los españoles creyeran en la visión oficial, funcional, y que adoptaran el término Reconquista como el eje central de la entidad de lo que luego se llamaría España. En un contexto de necesidad de referencias identitarias comenzó la leyenda de Santiago Matamoros, que estimuló supuestas hazañas medievales al grito de “¡Santiago y cierra España!”.

La Reconquista identificó a los musulmanes como el enemigo a batir y facilitó la identificación de la monarquía castellana con la de Asturias. La capitulación de Granada en 1492 fue el momento culminante. Quien alentó las campañas militares fue el papado medieval que respaldaba la idea de las cruzadas. Los cruzados fueron responsables de miles de víctimas y, cuando tomaron Jerusalén en 1099, masacraron a toda la población judía y a la musulmana. Así se fue solidificando una realidad de España cristiana, esa que se grita y defiende en las puertas de Ferraz estos días.

Hoy los musulmanes, sus migraciones, su llegada a toda la península y a Europa, siguen siendo un enemigo a confrontar. Si la Reconquista fue un motivo nacionalista español, ese mismo sentimiento surge hoy, mutilado por la falta de un himno que haga de cemento identitario

Siglos después, en 2023, hay una Reconquista en la agenda de las derechas españolas. En el pasado como en el presente Reconquista era y es alimentar una cruzada o guerra santa contra “los invasores de ayer y de hoy”, los musulmanes. Enemigo al que ahora se unen catalanes y vascos, por lo menos. Solucionar los problemas impulsando violencias es lo propio de la vida política española y ahora de la democracia del 155. De tal modo que el resurgir de la ultraderecha, o mejor dicho su reciente visibilidad, es la obra actual de esa España indisoluble hecha dogma que no reparará en utilizar la razón de la fuerza en lugar de la fuerza de la razón. Hagámonos la pregunta: ¿Por qué en España no hay un fuerte partido de la ultraderecha? Respuesta: porque hasta ahora ha estado en el Parido Popular. En Europa la revolución burguesa abrió las puertas de la modernidad. En Francia, además, la caída de la monarquía dio lugar a una ruptura del régimen.

He querido hacer hincapié en que la historia de España es un ejemplo de no-unidad. Algunos historiadores afirmaban que habría que eliminar del discurso la palabra nación, al no haber acuerdo sobre lo que supone. Para unir España ha habido que inventar la nación, procurando al mismo tiempo aceptar en ella mil años de diversidad y contradicción.

En España todo ha sido muy oscuro. Tanto, que mientras tras los árabes se bañaban a diario y amaban el agua, los reyes, defecaban en los rincones de las fortalezas y entre muros, y aborrecían el agua. Simplemente eran unos guarros. Politólogo especialista en Relaciones Internacionales y Cooperación al Desarrollo