La historia no se repite, pero emplaza al recuerdo y a la evocación, más si alude a tragedias que aún permanecen muy vivas en un determinado imaginario colectivo. Este es el caso de la Guerra Civil española (1936-1939), que aún suscita diatribas y rencores y, a menudo, algunos pretenden que permanezca todavía escondida en el silente olvido.
Por ello, porque son de presente actualidad algunos hechos y porque, como decía el escritor portugués José Saramago, “se empieza por el olvido y se termina en la indiferencia”, rescato este pequeño relato, a modo de antídoto presente y futuro, de algunos hechos acaecidos no tan lejos de aquí y de otros transcurridos aquí mismo, en la humilde y orgullosa al tiempo tierra de la Lingua Navarrorum, todos ellos protagonizados por hombres de Euskalerria.
En 1931, tras el advenimiento de la II República, el proyecto de la Carta Magna republicana suscitó acerados debates que, en el fragor de la lucha política, llegaron a traspasar importantes líneas rojas. La aprobación del artículo 26 del texto constitucional, que implicaba la disolución de la Compañía de Jesús, fue en palabras del historiador Gabriel Jackson el “primer conflicto revolucionario en la historia de la joven República”. Y en aquel contexto, el diputado tradicionalista navarro Joaquín Beunza Redín, jefe parlamentario de la minoría vasco-navarra en las Cortes españolas amenazó con “ir a la lucha” si la Constitución se convertía en instrumento para la persecución religiosa; el 8 de noviembre del mismo año, arengó a una multitud de 22.000 personas en Palencia a que, con el grito de ¿Somos hombres o qué?, se defendiera la causa católica utilizando medios ilegales si fuera preciso. El también diputado del mismo grupo parlamentario, el sacerdote guipuzcoano Antonio Pildain Zapiain (independiente integrado en las listas jeltzales) recordaba que, según la doctrina católica, la tercera posición frente a una ley injusta era “la resistencia activa a mano armada”.
Asimismo, a los pocos días de haberse proclamado democráticamente la II República, la localidad navarra de Leitza ya había albergado una reunión conspiratoria en casa del líder carlista Ignacio Baleztena en la que se acordó la organización de las “decurias tradicionalistas”, que luego se transformarían en los grupos paramilitares de requetés, con el catolicismo como factor aglutinante de la juventud en contra del anticlericalismo republicano. En dicha reunión, el movimiento conspiratorio organizó también la primera junta sacerdotal, de la que formaría parte, a modo de cabecilla espiritual de la rebelión, el párroco de Caparroso Javier Yañiz.
Con el paso del tiempo, los requetés recibieron instrucción militar del coronel José Enrique Varela, militar golpista que había participado en 1932 en la sublevación dirigida por el general Sanjurjo cuyo posterior procesamiento llegaría a comparar Varela con la persecución a Jesucristo.
Trufada de liturgia barroquista político-religiosa, se había sembrado una semilla de la discordia que germinaría poco tiempo después en forma de violencia . En aquel tiempo, tal como indicó el dirigente nacionalista vasco Pedro Basaldua “bastaba recorrer los campos navarros para contemplar sin gran esfuerzo a centenares y centenares de jóvenes requetés en contras o contramarchas y ejercicios militares”.
Meses antes del estallido de la Guerra Civil, los jefes carlistas navarros Joaquín Baleztena y Martínez Berasain informaron al general Emilio Mola (el Director de la sublevación fascista) de que sólo en el pequeño municipio del Valle de Egües (situado en la merindad de Sangüesa), contaban con 800 mozos (requetés) ninguno de los cuales fallaría a la hora de la verdad: “Le explicaron cómo una noche hicieron la prueba de movilizar a 150. Todos, sin faltar uno, acudieron a Pamplona con sus armas. Y al decirles que volvieran a sus pueblos, pues solo era un ensayo, muchos se echaron a llorar. Y es que se habían despedido de sus padres, de sus novias, para irse a la guerra”. Fanatismo para lanzarse a una guerra, masa organizada para destruir un régimen democrático.
Y como amasijo complementario de justificación, la jerarquía eclesiástica interpretando el conflicto bélico como una “cruzada” religiosa contra “la hidra de siete cabezas del marxismo” ofreció al militarismo franquista, en acertada apreciación del historiador Alfonso Botti, “la clave interpretativa universal para contrarrestar la igualmente universalista del bando republicano que hacía del conflicto el choque decisivo entre fascismo y democracia”. Un argumento el de la cruzada que fue utilizado el 23 de agosto de 1936 por el obispo de Pamplona, el baracaldés Marcelino Olaechea en su nota de petición económica para las fuerzas golpistas: “No es una guerra la que se está librando, es una cruzada, y la Iglesia mientras pide a Dios la paz y el ahorro de la sangre de todos sus hijos – de los que la aman y luchan por defenderla y de los que la ultrajan y quieren su ruina- no puede menos de poner cuanto tiene a favor de sus cruzados”. Precioso el sentido de ecuanimidad de Monseñor Olaechea.
Por ello, cuando en el marco de la previsible aprobación de una ley de amnistía para los encausados del procés catalán, uno asiste al espectáculo del akelarre en el que políticos con supuesta vocación de hombres de Estado incitan y arengan a la ciudadanía a una subversión del orden democrático justificando o minimizando actos violentos, cuando clérigos como el exobispo de Donostia José Ignacio Munilla se unen al coro de la excitación social realizando una desgraciada comparación del tema con la eliminación de un delito de violación sexual, cuando jóvenes se manifiestan en las calles de Madrid bajo la consigna de “El Santo Rosario es nuestro arma” o se exhiben imágenes del Sagrado Corazón de Jesús (sólo falta que se incluye en ellas la frase “detente bala” que utilizaban los requetés), cuando el poder judicial, dinamitando los principios de imparcialidad debidos a su condición se convierte en “censor político” y determinados jueces como García-Castellón abandonan cualquier vestigio de neutralidad inherente a su cargo transformándose en “cazadores de recompensas”, cuando la esvástica y el aguilucho franquista se mimetizan normalmente en la masa crítica, cuando grupos de militares animan a golpes de estado y cuando la derecha española no denuncia la estrategia de guerracivilismo esgrimida por sus socios parlamentarios y ejecutivos, uno recuerda el verso machadiano de “Castilla miserable, ayer dominadora, envuelta en sus harapos, desprecia lo que ignora”. La historia no se repite pero… que no germinen las semillas.