Vivimos tiempos convulsos. Crisis, pandemias, guerras, inestabilidad climática... La incertidumbre ante el futuro se cierne sobre nosotros día sí y día también, y vivimos en un continuo quejar y suspirar sin visos de solución. Y una de las principales víctimas de esta situación es la alimentación y todo lo que la rodea: agricultura, ganadería, hostelería y restauración, gastronomía, nutrición... El empobrecimiento de la población está haciendo que empeore la calidad de lo que comemos, afectando a otro pilar de nuestra vida: la salud. Poco a poco nos vamos convirtiendo en una sociedad enferma en la que las consecuencias del mal comer crean problemas de obesidad, psicológicos, físicos...

El modelo que hemos conocido a lo largo del último siglo se tambalea. La hostelería “de toda la vida”, bares y restaurantes familiares en los que todos los miembros del clan, desde los niños hasta los abuelos, arrimaban el hombro y ofrecían una cocina sana y tradicional y un trato cercano y humano, está en extinción, y los pequeños bares y restaurantes sufren unas cargas impositivas que hacen imposible que sean rentables, a no ser que sus propietarios asuman un sacrificio laboral difícilmente soportable.

La ciudadanía, empobrecida, sale cada vez menos. Cada vez son más los restaurantes que no abren de lunes a jueves, y para mantener su escasa clientela están obligados a hacer auténticos equilibrios con los precios a pesar de que el género les cuesta cada día más, ya que el ciudadano acepta al súper que le suba la leche 50 céntimos pero no que el bar de la esquina le suba dos euros el menú.

Esto está llevando al cierre de estos establecimientos que han contribuido durante décadas a que tuviéramos fuera de casa una alimentación sana y equilibrada y a la proliferación de negocios de baja calidad a precio accesible pero dotados de una oferta insana que acabará minando la salud de las nuevas generaciones.

Por si esto fuera poco, las administraciones, que afirman apoyar la gastronomía tradicional, el producto local, los comercios... están facilitando la instalación en las afueras de las ciudades de grupos inversores, franquicias, cadenas de comida basura... que gozan de ventajas fiscales y cómodos accesos que facilitan a la ciudadanía el acudir a los mismos, en detrimento de los pueblos, que ven cómo su comercio y hostelería descienden de manera alarmante convirtiéndose en ciudades dormitorio.

Todo esto salpica también a la ganadería y la agricultura. La proliferación de grandes superficies ha hecho que la compra diaria la realicemos en estos lugares donde nos proveemos de productos procedentes de la ganadería intensiva importados de otros lugares del globo. El consumo de frutas y verduras de temporada ha descendido de manera alarmante para ser sustituidos por ensaladas elaboradas por productos desestacionalizados como la lechuga, el tomate... provenientes de macroinvernaderos en los que las hortalizas ni tocan la tierra.

Las consecuencias en el sector primario son demoledoras: los pequeños agricultores se ven abocados a la desaparición o a realizar cultivos de productos que no tienen nada que ver con su filosofía. Ya nadie se toma el tiempo de limpiar, pelar y preparar unas alcachofas, unos espárragos o unos pimientos en casa, y tierras privilegiadas para este cultivo son cada vez más utilizadas para otros usos.

Ídem con los pequeños ganaderos. La política de la gran distribución está arruinando al sector lechero y cada vez son más las granjas que están vendiendo las vacas para carne y cerrando al no poder asumir los gastos de producción. En cuanto al sector cárnico, como la hostelería o el comercio, cada vez está en menos manos. En los mercados y pueblos cada vez hay menos carnicerías y la carne se compra en el súper, envasada, procesada y fileteada.

Esta desnaturalización de la carne y el pescado, además, es la antesala de otra gran operación: la sustitución de la carne animal por carne sintética o vegetal. Valiéndose de campañas de tono animalista y ecologista, grandes corporaciones preparan un asalto sin piedad a los centros de distribución para que estos productos sustituyan a nuestra dieta habitual, lo que conllevará la práctica desaparición de nuestra ganadería. Y es que, si la mayoría del consumo de carne se realiza ya en forma de hamburguesas, nuggets, escalopes... ocultos bajo toneladas de patatas fritas, queso, ketchup y salsas diversas, ¿qué diferencia notará el consumidor cuando la carne “de verdad” sea sustituida por la carne “de mentira” ?

Este negro futuro ya está aquí. Las últimas generaciones de padres no cocinan en casa. Se limitan a comer alimentos procesados, ensaladas de bolsa, preparados lácteos, pasta y conservas, y no son capaces de preparar unas verduras, un guisado, una carne o pescado al horno... De hecho, empiezan a proliferar las viviendas sin cocina y únicamente equipadas con un microondas, una grave tendencia que parece imparable.

Una verdadera asignatura de Alimentación

La única solución ante este panorama desolador consiste en que la Administración tome cartas y considere la alimentación, la nutrición y la cocina una necesidad prioritaria que adquiera rango de asignatura, igual que en su día se decidió que las matemáticas, la historia, la gimnasia o las manualidades formaran parte del currículum educativo. Una verdadera asignatura, obligatoria para avanzar en los estudios, que debería ser impartida por especialistas profesionales y concienciados ya que, aunque suene apocalíptico, nos jugamos en ella nuestro futuro como especie.

Somos lo que comemos, y una sociedad que no es capaz de alimentarse bien de manera consciente y autosuficiente es una sociedad abocada a su desaparición. No sólo tenemos que comer bien. Tenemos que ser conscientes de por qué tenemos que hacerlo y ser capaces de hacerlo por nuestra cuenta. Éste debería ser el punto de partida de esta asignatura.

Esta asignatura debería contar con un cuerpo teórico que enseñe la temporalidad de los alimentos, qué debe y conviene comerse en cada época del año, y cómo aprovecharlo al máximo. Debería también enseñar geografía de los alimentos, su origen, historia... y amplias nociones de nutrición: cómo llevar una dieta equilibrada, qué comer en función de nuestro físico, nuestras enfermedades y necesidades... Todo ello unido a una concepción ecológica y sostenible de nuestra alimentación: cómo llevarla a cabo contaminando lo menos posible, evitando huellas ecológicas, creando, en definitiva, una comunión entre nuestro entorno y nuestra alimentación.

Y, por supuesto, debería incluir una parte práctica que enseñe a los alumnos y alumnas, desde su más tierna infancia, a cocinar. Desde pelar una patata a elaborar recetas complejas pasando por limpiar pescados, diseccionar pollos, elaborar fondos y salsas, utilizar el horno, la plancha, la sartén, la olla a presión... Una enseñanza progresiva que permita a todo alumno llegar al fin de su ciclo escolar siendo capaz de valerse por sí mismo para alimentarse y alimentar a su entorno afectivo haciéndolo, además, con productos humildes, cuidando la economía familiar, evitando derroches y excesos...

Cómo no, debería utilizarse también para potenciar la hostelería y la restauración. La creatividad, la cocina de autor, las cocinas internacionales… también deberían asomarse a la asignatura para fomentar la ilusión de ir más allá en la cocina, conocer otros mundos culinarios, pensar en la cocina como una posibilidad atractiva de futuro laboral y realización personal...

Igualmente deberían fomentarse el comercio y la producción de proximidad, impulsando un consumo sano que apueste por la economía circular, así como enseñar a las futuras generaciones a trabajar la tierra dignificando la imagen del labrador y el ganadero, sin crear una imagen romántica y falsa pero incidiendo en sus aspectos positivos y beneficiosos, encaminando hacia ese campo a quienes tengan aptitudes para ello.

Una asignatura fuerte, impartida con calidad e ilusión, siendo conscientes de que puede ser el embrión de un nuevo modelo de sociedad, más local, más sana, menos deslocalizada y más culta y civilizada. Una sociedad, aunque suene utópico, autosuficiente y menos egoísta.

Eso sí, para llevar a cabo una operación de esta envergadura es absolutamente necesaria la implicación y el compromiso de las instituciones. O se apuesta de verdad por un modelo alimentario sostenible, local, equilibrado y sano, o se sigue con el actual asumiendo todas sus consecuencias. No se puede enseñar alimentación y nutrición a nuestros hijos y poblar nuestras ciudades de supermercados y hamburgueserías, empobreciendo nuestra agricultura y ganadería, machacando a los pequeños productores y ahogando a la hostelería y el comercio tradicional. Debe cerrarse el grifo que está facilitando la expansión de un modelo alimentario y consumista que solo puede llevarnos a la ruina como sociedad.

Y todo esto debe hacerse ya. Hay que empezar a interpelar a asociaciones de consumidores, ganaderos, agricultores, comerciantes... Tal vez haya que empezar a recopilar firmas, escribir informes, presentar mociones, hablar con expertos, científicos, dietistas, agricultores... E, insisto, hacer que las instituciones tomen consciencia de la necesidad de optar por esta vía, y que entiendan que la región o Estado que implante por primera vez esta asignatura será considerado todo un modelo a nivel mundial pues si impera el sentido común, debería extenderse como la pólvora.

Lo repito. Somos lo que comemos. Y lo estamos haciendo muy mal. Y vamos a peor. Como suele decirse de los viejos, ya no vamos a cambiar, pero podemos hacer que los que vienen por detrás lo hagan mejor antes de que sea demasiado tarde.

Periodista gastronómico, colaborador de NOTICIAS DE GIPUZKOA y coordinador de Ondojan.com