Las organizaciones tienen un ciclo vital que muchas veces no sabemos percibir. Por ello, no llegamos a comprender que sus problemas de crisis y posible desaparición tienen generalmente su origen en un desajuste creciente entre la finalidad inicial y el entorno en el que tuvo lugar su etapa genuina de creación y desarrollo, y la situación actual, donde su estructura operativa, las demandas de los empleados y usuarios, y el entorno social están en claros desajustes. Para las empresas privadas su ciclo vital no supera los once años de media. El desajuste se agranda con el paso del tiempo cuando se ignoran –por rutina o desinterés– los cambios que se han producido durante ese periodo. El ciclo vital de cada organización pasa por etapas muy diferenciadas, al igual que en los humanos. En los inicios abundan las actividades de sana estructuración, seguidas de la normalización y crecimiento con el acopio de recursos y la creación de estructuras. Le siguen etapas de equilibrio, madurez y estabilización durante años y finalmente llegan a un periodo de decadencia, que se evita ejerciendo la innovación organizativa a tiempo, y adecuándose al cambio del entorno de los intervinientes y sus necesidades. Las situaciones no son las mismas en el caso de las instituciones grandes o pequeñas, de alta tecnología o de servicios básicos, públicas o privadas, en las que los efectos de la competencia añaden una presión a los cambios en las condiciones de servicio y precio.

Una de las características determinantes de la capacidad de evolucionar de una institución pública o privada es su estructura organizativa, en definitiva el esqueleto que ha de responder con flexibilidad a las nuevas condiciones que, antes o después, han de aparecer a lo largo de la vida de la organización. Pero cambiar de modelo organizativo y adaptarse es más difícil que construirlo desde nuevo. No se puede cambiar un modelo organizativo sin romper mucho las estructuras vigentes y sin abordar una gran cirugía organizativa que pone en riesgo la supervivencia de lo ya conseguido. Por eso, la decadencia se instala más intensamente en las organizaciones que crecen con modelos antiguos –antes innovadores– y no han sido conceptualmente renovados a pesar de su aparente avance tecnológico. Y respecto al tamaño se podría afirmar que “cuanto mayor peor”, ya que el volumen de la actividad es un factor negativo por lo que supone en la dimensión de los conflictos, en los necesarios cambios en la mentalidad directiva, en la reconsideración de los niveles de jerarquía y en las funciones de los directivos y empleados. Por lo general se siente con anticipación la necesidad de los cambios, pero se resuelven solo los síntomas, manteniendo las estructuras y los modos de operar anteriores. Por ello sólo se abordan soluciones parciales en momentos límites del conflicto, lo que conduce a la inmovilidad y a la destrucción progresiva de la capacidad operativa o a la quiebra de la entidad.

De entre los cambios comunes para todos los sectores y organizaciones públicas y privadas podemos citar los dos más relevantes, que son el rápido despliegue social de un nuevo instrumental tecnológico nunca previsto y la evolución drástica de la estructura poblacional, con el aumento de la esperanza de vida y la reducción de los índices de natalidad. Estos dos movimientos tecnológicos y poblacionales –que son globales– determinan cambios sustanciales en los servicios públicos referidos a los sistemas de educación, en los sistemas de salud, en las distantes competencias tecnológicas de la población mayor y joven, en la traslación de todos los servicios a los sistemas autónomos de comunicación como los móviles y en general en todos los sectores y específicamente más aún en los servicios. Tal vez sean los sistemas de salud los que más visibilidad están dando a sus problemas laborales, organizativos y de capacidad de servicio, aunque otros sistemas como los educativos alimentan también una gran obsolescencia histórica, más oculta porque sus efectos son en el largo plazo, lo que dificulta apreciar ahora su relevancia.

Si tomamos como ejemplo la organización de los sistemas públicos de salud, veremos evidentes signos de desencaje entre la estructura vigente y la demanda de servicios. La estructura del diseño inicial del sistema público de salud buscaba la atención de enfermos críticos o de enfermos con necesidades diagnósticas o terapéuticas concretas. Por ello, en su origen se resalta la importancia nuclear de los hospitales, las nuevas especialidades, las innovaciones tecnológicas y clínicas. La atención primaria se concibió como la puerta de entrada al sistema principal que es el hospitalario, al cual se supedita y del que se hace depender orgánicamente con las iniciativas recientes de organizaciones sanitarias integradas de cobertura en un espacio territorial. En el caso de la atención primaria se buscaba la visión holística del paciente, es decir que el paciente fuese visto en su globalidad y no con la visión centrada en la enfermedad a la que responde la asistencia hospitalaria.

Ante una atención sanitaria universal deberíamos repensar el sistema de salud en sus tres dimensiones: física-psíquica-social. Si hablamos de salud, el centro del sistema está en la atención primaria fuerte y con recursos materiales y humanos, junto a una asistencia hospitalaria atendiendo la complejidad clínica y lograr completarlo con un acercamiento de la atención social, buscando la implicación de la población, siendo este un punto fundamental. Estamos lejos de este planteamiento ya que la realidad nos dice que en Euskadi –por ejemplo– de seis profesionales médicos cinco trabajan en el ámbito hospitalario y uno en la atención primaria. Y también que los sistemas de prevención sanitaria, atención social y primaria están desconectados orgánicamente entre sí y con dependencia directa de distintas instituciones o departamentos públicos.

Si queremos mejorar la salud colectiva, tendremos que acercar el conocimiento sobre la salud integral y sus aplicaciones prácticas hacia la población en general, desde los especialistas hacia los más generalistas, de los profesionales médicos a los profesionales de enfermería y de estos a los profesionales de los cuidados, terminando en el autocuidado ciudadano sobre la base de una información y formación, eficaces y extensivas. Ese conocimiento debe crecer en todas direcciones a través de la investigación bien financiada y abierta, de la sociología de la salud y de los avances técnicos, como nos han demostrado los resultados de las respuestas vacunales acontecidas durante la pandemia.

No hay posibilidad de abordar las soluciones ante un cambio sustancial de la demanda en salud sin un cambio estructural profundo en el modelo organizativo de estas instituciones de servicios públicos y sus relaciones. Dieron un primer movimiento hacia la estructura regional, lo cual es un buen paso de acercamiento, pero no avanzaron más en equilibrar las capacidades de los dos ejes actuales de la atención –primaria y hospitalaria– y están muy lejos aún de aunar los servicios que incluyan una atención integral y sociosanitaria de la salud. La visión económica deseable –se necesitan más recursos– de los servicios de salud está dentro de la necesaria economía de lo evitable, y debería equilibrar los presupuestos de los servicios públicos con una clara diferenciación entre gasto en reparación de la salud, e inversión en prevención y sus resultados. Menos hospitales puede ser más salud si la prevención y los buenos hábitos sociosanitarios se impulsan con políticas integradoras, incentivadoras y de educación extensiva a través de programas duraderos y eficaces.

Otro aspecto fundamental de la calidad de la salud y del nuevo modelo organizativo es la relación entre médico y paciente. Hacer que esta esté en el centro de la calidad asistencial y que sea de máxima continuidad, se convierten en dos requisitos de la organización buscada. La dimensión de las instituciones, los ratios y medidas cuantitativas, la inflexibilidad de la asignación de medios, la pérdidas de prescripciones a tiempo por retrasos en las pruebas, la digitalización equivocada sobre los procesos de atención, la ausencia de historiales completos bien gestionados, y en definitiva un enfoque tecnológicamente insuficiente y relacionalmente incoherente son deficiencias acumulativas que reducen la calidad de la atención. Ante todo este cúmulo de demandas abordamos los problemas organizativos con un paradigma de visión industrial, fragmentada, con los especialistas en la cúspide, no tan conexos como pudiera ser, lo que nos conduce a ver al paciente como un caso y no como una persona. Nos preocupa el desarrollo de la enfermedad y no tanto el enfermo, y cambiar esto es la prioridad social y política de primer orden que hay que considerar. Necesitamos sistemas de salud globales y en cambio disponemos de medios organizativos diseñados para abordar, lo más eficaz y técnicamente posible, las enfermedades.

Ingeniero industrial. Doctor en Organización. Cofundador de Aptes